Hans Christian Andersen
La comarca de Kjöge es ácida y pelada; la ciudad está
a orillas del mar, y esto es siempre una ventaja, pero es innegable que podría ser
más hermosa de lo que es en realidad; todo alrededor son campos lisos, y el
bosque queda a mucha distancia. Sin embargo, cuando nos encontramos a gusto en
un lugar, siempre descubrimos algo de bello en él, y más tarde lo echaremos de
menos, aunque nos hallemos en el sitio más hermoso del mundo. Y forzoso es
admitir que en verano tienen su belleza los arrabales de Kjöge, con sus pobres
jardincitos extendidos hasta el arroyo que allí se vierte en el mar; y así lo
creían en particular Knud y Juana, hijos de dos familias vecinas, que jugaban
juntos y se reunían atravesando a rastras los groselleros. En uno de los
jardines crecía un saúco, en el otro un viejo sauce, y debajo de éste gustaban
de jugar sobre todo los niños; y se les permitía hacerlo, a pesar de que el
árbol estaba muy cerca del río, y los chiquillos corrían peligro de caer en él.
Pero el ojo de Dios vela sobre los pequeñuelos - de no ser así, ¡mal irían las
cosas! -. Por otra parte, los dos eran muy prudentes; el niño tenía tanto miedo
al agua, que en verano no había modo de llevarlo la playa, donde tan a gusto
chapoteaban los otros rapaces de su edad; eso lo hacía objeto de la burla general,
y él tenía que aguantarla.
Un día la hijita del vecino, Juana, soñó que
navegaba en un bote de vela en la Bahía de Kjöge, y que Knud se dirigía hacia
ella vadeando, hasta que el agua le llegó al cuello y después lo cubrió por
entero. Desde el momento en que Knud se enteró de aquel sueño, ya no soportó
que lo tachasen de miedoso, aduciendo como prueba al sueño de Juana. Éste era
su orgullo, mas no por eso se acercaba al mar. Los pobres padres se reunían con
frecuencia, y Knud y Juana jugaban en los jardines y en el camino plantado de
sauces que discurría a lo largo de los fosos. Bonitos no eran aquellos árboles,
pues tenían las copas como podadas, pero no los habían plantado para adorno,
sino para utilidad; más hermoso era el viejo sauce del jardín a cuyo pie, según
ya hemos dicho, jugaban a menudo los dos amiguitos. En la ciudad de Kjöge hay
una gran plaza-mercado, en la que, durante la feria anual, se instalan
verdaderas calles de puestos que venden cintas de seda, calzados y todas las
cosas imaginables. Había entonces un gran gentío, y generalmente llovía; además,
apestaba a sudor de las chaquetas de los campesinos, aunque olía también a exquisito
alajú, del que había toda una tienda abarrotada; pero lo mejor de todo era que
el hombre que lo vendía se alojaba, durante la feria, en casa de los padres de
Knud, y, naturalmente, lo obsequiaba con un pequeño pan de especias, del que
participaba también Juana. Pero había algo que casi era más hermoso todavía: el
comerciante sabía contar historias de casi todas las cosas, incluso de sus
turrones, y una velada explicó una que produjo tal impresión en los niños, que
jamás pudieron olvidarla; por eso será conveniente que la oigamos también nosotros,
tanto más, cuanto que es muy breve.
- Sobre el mostrador -
empezó el hombre - había dos moldes de alajú, uno en figura de un hombre con
sombrero, y el otro en forma de mujer sin sombrero, pero con una mancha de
oropel en la cabeza; tenían la cara de lado, vuelta hacia arriba, y había que mirarlos
desde aquel ángulo y no del revés, pues jamás hay que mirar así a una persona.
El hombre llevaba en el
costado izquierdo una almendra amarga, que era el corazón, mientras la mujer
era dulce toda ella. Estaban para muestra en el mostrador, y llevaban ya mucho
tiempo allí, por lo que se enamoraron; pero ninguno lo dijo al otro, y, sin embargo,
preciso es que alguien lo diga, si ha de salir algo de tal situación. «Es
hombre, y por tanto, tiene que ser el primero en hablar», pensaba ella; no
obstante, se habría dado por satisfecha con saber que su amor era
correspondido.
Los pensamientos de él eran
mucho más ambiciosos, como siempre son los hombres; soñaba que era un golfo
callejero y que tenía cuatro chelines, con los cuales se compraba la mujer y se
la comía.
Así continuaron por espacio
de días y semanas en el mostrador, y cada día estaban más secos; y los
pensamientos de ella eran cada vez más tiernos y femeninos: «Me doy por contenta
con haber estado sobre la mesa con él», pensó, y se rompió por la mitad. «Si
hubiese conocido mi amor, de seguro que habría resistido un poco más», pensó
él.
- Y ésta es la historia y
aquí están los dos - dijo el turronero. - Son notables por su vida y por su
silencioso amor, que nunca conduce a nada. ¡Vedlos ahí! - y dio a Juana el hombre,
sano y entero, y a Knud, la mujer rota; pero a los niños les había emocionado tanto
el cuento, que no tuvieron ánimos para comerse la enamorada pareja.
Al día siguiente se
dirigieron, con las dos figuras, al cementerio, y se detuvieron junto al muro
de la iglesia, cubierto, tanto en verano como en invierno, de un rico tapiz de hiedra;
pusieron al sol los pasteles, entre los verdes zarcillos, y contaron a un grupo
de otros niños la historia de su amor, mudo e inútil, y todos la encontraron
maravillosa; y cuando volvieron a mirar a la pareja de alajú, un muchacho
grandote se había comido ya la mujer despedazada, y esto, por pura maldad. Los
niños se echaron a llorar, y luego – y es de suponer que lo hicieron para que
el pobre hombre no quedase solo en el mundo - se lo comieron también; pero en
cuanto a la historia, no la olvidaron nunca.
Los dos chiquillos seguían
reuniéndose bajo el sauce o junto al saúco, y la niña cantaba canciones
bellísimas con su voz argentina. A Knud, en cambio, se le pegaban las notas a la
garganta, pero al menos se sabía la letra, y más vale esto que nada. La gente
de Kjöge, y entre ella la señora de la quincallería, se detenían a escuchar a
Juana. - ¡Qué voz más dulce! - decían.
Aquellos días fueron tan
felices, que no podían durar siempre. Las dos familias vecinas se separaron; la
madre de la niña había muerto, el padre deseaba ir a Copenhague, para volver a
casarse y buscar trabajo; quería establecerse de mandadero, que es un oficio muy
lucrativo. Los vecinos se despidieron con lágrimas, y sobre todo lloraron los
niños; los padres se prometieron mutuamente escribirse por lo menos una vez al
año. Y Knud entró de aprendiz de zapatero; era ya mayorcito y no se le podía
dejar ocioso por más tiempo. Entonces recibió la confirmación.
¡Ah, qué no hubiera dado por
estar en Copenhague aquel día solemne, y ver a Juanita! Pero no pudo ir, ni
había estado nunca, a pesar de que no distaba más de cinco millas de Kjöge. Sin
embargo, a través de la bahía, y con tiempo despejado, Knud había visto sus torres,
y el día de la confirmación distinguió claramente la brillante cruz dorada de
la iglesia de Nuestra Señora. ¡Oh, cómo se acordó de Juana! Y ella, ¿se
acordaría de él? Sí, se acordaba.
Hacia Navidad llegó una
carta de su padre para los de Knud. Las cosas les iban muy bien en Copenhague,
y Juana, gracias a su hermosa voz, iba a tener una gran suerte; había ingresado
en el teatro lírico; ya ganaba algún dinerillo, y enviaba un escudo a sus queridos
vecinos de Kjöge para que celebrasen unas alegres Navidades. Quería que bebiesen
a su salud, y la niña había añadido de su puño y letra estas palabras: «¡Afectuosos
saludos a Knud!».
Todos derramaron lágrimas, a
pesar de que las noticias eran muy agradables; pero también se llora de
alegría. Día tras día Juana había ocupado el pensamiento de Knud, y ahora vio
el muchacho que también ella se acordaba de él, y cuanto más se acercaba el tiempo
en que ascendería a oficial zapatero, más claramente se daba cuenta de que estaba
enamorado de Juana y de que ésta debía ser su mujer; y siempre que le venía
esta idea se dibujaba una sonrisa en sus labios y tiraba con mayor fuerza del
hilo, mientras tesaba el tirapié; a veces se clavaba la lezna en un dedo, pero
¡qué importa! Desde luego que no sería mudo, como los dos moldes de alajú; la
historia había sido una buena lección.
Y ascendió a oficial.
Colgóse la mochila al hombro, y por primera vez en su vida se dispuso a
trasladarse a Copenhague; ya había encontrado allí un maestro. ¡Qué sorprendida
quedaría Juana, y qué contenta! Contaba ahora 16 años, y él, 19.
Ya en Kjöge, se le ocurrió comprarle un anillo de
oro, pero luego pensó que seguramente los encontraría mucho más hermosos en
Copenhague. Se despidió de sus padres, y un día lluvioso de otoño emprendió el
camino de la capital; las hojas caían de los árboles, y calado hasta los huesos
llegó a la gran Copenhague y a la casa de su nuevo patrón.
El primer domingo se dispuso
a visitar al padre de Juana. Sacó del baúl su vestido de oficial y el nuevo
sombrero que se trajera de Kjöge y que tan bien le sentaba; antes había usado
siempre gorra. Encontró la casa que buscaba, y subió los muchos peldaños que
conducían al piso. ¡Era para dar vértigo la manera cómo la gente se apilaba en aquella
enmarañada ciudad!
La vivienda respiraba
bienestar, y el padre de Juana lo recibió muy afablemente. A su esposa no la
conocía, pero ella le alargó la mano y lo invitó a tomar café.
- Juana estará contenta de
verte - dijo el padre -. Te has vuelto un buen mozo. Ya la verás; es una
muchacha que me da muchas alegrías y, Dios mediante, me dará más aún. Tiene su
propia habitación, y nos paga por ella -. Y el hombre llamó delicadamente a la puerta,
como si fuese un forastero, y entraron - ¡qué hermoso era allí! -. Seguramente
en todo Kjöge no había un aposento semejante: ni la propia Reina lo tendría
mejor. Había alfombras; en las ventanas, cortinas que llegaban hasta el suelo,
un sillón de terciopelo auténtico y en derredor flores y cuadros, además de un
espejo en el que uno casi podía meterse, pues era grande como una puerta. Knud
lo abarcó todo de une ojeada, y, sin embargo, sólo veía a Juana; era una moza
ya crecida, muy distinta de como la imaginara, sólo que mucho más hermosa; en
toda Kjöge no se encontraría otra como ella; ¡qué fina y delicada!
La primera mirada que dirigió
a Knud fue la de una extraña, pero duró sólo un instante; luego se precipitó
hacia él como si quisiera besarle. No lo hizo, pero poco le faltó. Sí, estaba
muy contenta de volver a ver al amigo de su niñez.
¿No brillaban lágrimas en sus ojos? Y después
empezó a preguntar y a contar, pasando desde los padres de Knud hasta el saúco
y el sauce; madre saúco y padre sauce, como los llamaba, cual si fuesen
personas; pero bien podían pasar por tales, si lo habían sido los pasteles de
alajú. De éstos habló también y de su mudo amor, cuando estaban en el mostrador
y se partieron... y la muchacha se reía con toda el alma, mientras la sangre afluía
a las mejillas de Knud, y su corazón palpitaba con violencia desusada. No, no
se había vuelto orgullosa. Y ella fue también la causante - bien se fijó Knud -
de que sus padres lo invitasen a pasar la velada con ellos. Sirvió el té y le
ofreció con su propia mano una taza luego cogió un libro y se puso a leer en
alta voz, y al muchacho le pareció que lo que leía trataba de su amor, hasta
tal punto concordaba con sus pensamientos. Luego cantó una sencilla canción,
pero cantada por ella se convirtió en toda una historia; era como si su corazón
se desbordase en ella. Sí, indudablemente quería a Knud. Las lágrimas rodaron
por las mejillas del muchacho sin poder él impedirlo, y no pudo sacar una sola
palabra de su boca; se acusaba de tonto a sí mismo, pero ella le estrechó la
mano y le dijo:
- Tienes un buen corazón,
Knud. Sé siempre como ahora.
Fue una velada inolvidable.
Son ocasiones después de las cuales no es posible dormir, y Knud se pasó la
noche despierto.
Al despedirlo el padre de Juana le había dicho:
- Ahora no nos olvidarás.
Espero que no pasará el invierno sin que vuelvas a visitarnos -. Por ello, bien
podía repetir la visita el próximo domingo; y tal fue su intención. Pero cada
velada, terminado el trabajo - y eso que trabajaba hasta entrada la noche -,
Knud salía y se iba hasta la calle donde vivía Juana; levantaba los ojos a su
ventana, casi siempre iluminada, y una noche vio incluso la sombra de su rostro
en la cortina – fue una noche maravillosa -. A la señora del zapatero no le
parecían bien tantas salidas vespertinas, y meneaba la cabeza dubitativamente;
pero el patrón se sonreía:
- ¡Es joven! - decía. «El
domingo nos veremos, y le diré que es la reina de todos mis pensamientos y que
ha de ser mi esposa. Sólo soy un pobre oficial zapatero, pero puedo llegar a
maestro; trabajaré y me esforzaré (sí, se lo voy a decir). A nada conduce el
amor mudo, lo sé por aquellos alajús».
Y llegó el domingo, y Knud
se fue a casa de Juana. Pero, ¡qué pena! Estaban invitados a otra casa, y
tuvieron que decirlo al mozo. Juana le estrechó la mano y le preguntó:
- ¿Has estado en el teatro?
Pues tienes que ir. Yo canto el miércoles, y, si tienes tiempo, te enviaré una
entrada. Mi padre sabe la dirección de tu amo. ¡Qué atención más cariñosa de su
parte! Y el miércoles llegó, efectivamente, un sobre cerrado que contenía la
entrada, pero sin ninguna palabra, y aquella noche Knud fue por primera vez en
su vida al teatro. ¿Qué vio? Pues sí, vio a Juana, tan hermosa y encantadora;
cierto que estaba casada con un desconocido, pero aquello era comedia, una cosa
imaginaria, bien lo sabía Knud; de otro modo, ella no habría osado enviarle la entrada
para que lo viera. Al terminar, todo el público aplaudió y gritó «¡hurra!», y Knud
también.
Hasta el Rey sonrió a Juana,
como si hubiese sentido mucho placer en verla actuar. ¡Dios mío, qué pequeño se
sentía Knud! Pero la quería con toda su alma, y ella lo quería también; pero es
el hombre quien debe pronunciar la primera palabra, así lo pensaba también la figura
del cuento. ¡Tenía mucha enjundia aquella historia!
No bien llegó el domingo,
Knud se encaminó nuevamente a casa de Juana. Su estado de espíritu era serio y
solemne, como si fuera a recibir la Comunión. La joven estaba sola y lo
recibió; la ocasión no podía ser más propicia.
- Has hecho muy bien en
venir - le dijo -. Estuve a punto de enviarte un recado por mi padre, pero
presentí que volverías esta noche. Debo decirte que el viernes me marcho a Francia;
tengo que hacerlo, si quiero llegar a ser algo.
Knud sintió como si el cuarto diera vueltas a su
alrededor, y le pareció que su corazón iba a estallar. No asomó ni una lágrima
a sus ojos, pero su desolación no era menos visible.
- Mi bueno y fiel amigo... -
dijo ella, y sus palabras desataron la lengua del muchacho. Le dijo cómo la
quería y cómo deseaba que fuese su esposa. Y al pronunciar estas palabras, vio
que Juana palidecía y, soltándole la mano, le dijo con acento grave y afligido:
- ¡No quieras que los dos
seamos desgraciados, Knud! Yo seré siempre una buena hermana para ti, siempre
podrás contar conmigo, pero nada más - y le pasó la mano suave por la ardorosa
frente -. Dios nos da la fuerza necesaria, con tal que nosotros lo queramos. En
aquel momento la madrastra entró en el aposento.
- Knud está desolado porque
me marcho - dijo Juana ¡Vamos, sé un hombre! - y le dio un golpe en el hombro;
era como si no hubiesen hablado más que del viaje. - ¡Chiquillo! - añadió -.
Vas a ser bueno y razonable, como cuando de niños jugábamos debajo del sauce. Parecióle
a Knud que el mundo se había salido de quicio; sus ideas eran como una hebra suelta
flotando a merced del viento. Quedóse sin saber si lo habían invitado o no,
pero todos se mostraron afables y bondadosos; Juana le sirvió té y cantó. No
era ya aquella voz de antes, y, no obstante, sonaba tan maravillosamente, que
el corazón del muchacho estaba a punto de estallar. Y así se despidieron. Knud
no le alargó la mano, pero ella se la cogió, diciendo:
- ¡Estrecha la mano de tu
hermana para despedirte, mi viejo hermano de juego! - y se sonreía entre las
lágrimas que le rodaban por las mejillas; y volvió a llamarlo hermano. ¡Valiente
consuelo! Tal fue la despedida.
Se fue ella a Francia, y
Knud siguió vagando por las sucias calles de Copenhague. Los compañeros del
taller le preguntaron por qué estaba siempre tan caviloso, y lo invitaron a ir
con ellos a divertirse; por algo era joven.
Y fue con ellos al baile,
donde había muchas chicas bonitas, aunque ninguna como Juana. Allí, donde había
esperado olvidarse de ella, la tenía más que nunca presente en sus
pensamientos. «Dios nos da la fuerza necesaria, con tal que nosotros lo
queramos», le había dicho ella; una oración acudió a su mente y juntó las
manos... los violines empezaron a tocar, y las muchachas a bailar en corro. Knud
se asustó; le pareció que no era aquél un lugar adecuado para Juana, pues la
llevaba siempre en su corazón; salió, pues, del baile y, corriendo por las
calles, pasó frente a la casa donde ella habla vivido. Estaba oscura; todo
estaba oscuro, desierto y solitario. El mundo siguió su camino, y Knud el suyo.
Llegó el invierno, y se
helaron las aguas; parecía como si todo se preparase para la tumba. Pero al
venir la primavera y hacerse a la mar el primer vapor, entróle a Knud un gran deseo
de marcharse lejos, muy lejos a correr mundo, aunque no de ir a Francia.
Cerró la mochila y se fue a
Alemania, peregrinando de una población a otra, sin pararse en ninguna, hasta
que, al llegar a la antigua y bella ciudad de Nuremberg, le pareció que volvía
a ser señor de sus piernas y que podía quedarse allí.
Nuremberg es una antigua y
maravillosa ciudad, que parece recortada de una vieja crónica ilustrada. Las
calles discurren sin orden ni concierto; las casas no gustan de estar
alineadas; miradores con torrecillas, volutas y estatuas resaltan por encima de
las aceras, y en lo alto de los tejados, asombrosamente puntiagudos, corren
canalones que desembocan sobre el centro de la calle, adoptando formas de
dragones y perros de alargados cuerpos. Knud llegó a la plaza del mercado, con
la mochila a la espalda, y se detuvo junto a una antigua fuente, en la que unas
soberbias figuras de bronce, representativas de personajes bíblicos e
históricos, se levantan entre los chorros de agua que brotan del surtidor. Una hermosa
muchacha que estaba sacando agua dio de beber a Knud, y como llevara un puñado
de rosas, le ofreció también una, y esto lo tomó el muchacho como un buen agüero.
Desde la cercana iglesia le
llegaban sones de órgano, tan familiares como si fueran los de la iglesia de
Kjöge, y el mozo entró en la vasta catedral. El sol, a través de los cristales
policromados, brillaba por entre las altas y esbeltas columnas. Un gran fervor llenó
sus pensamientos, y sintió en el alma una íntima paz.
Buscó y encontró en
Nuremberg un buen maestro; quedóse en su casa y aprendió la lengua. Los
antiguos fosos que rodean la ciudad han sido convertidos en huertecitos, pero
las altas murallas continúan en pie, con sus pesadas torres. El cordelero
trenza sus cuerdas en el corredor construido de vigas que, a la largo del muro,
conduce a la ciudad, y allí, brotando de grietas y hendeduras, crece el saúco,
extendiendo sus ramas por encima de las bajas casitas, en una de las cuales
residía el maestro para quien trabajaba Knud. Sobre la ventanuca de la
buhardilla que era su dormitorio, el arbusto inclinaba sus ramas.
Residió allí todo un verano
y un invierno, pero al llegar la primavera no pudo resistir por más tiempo; el
saúco floreció, y su fragancia le recordaba tanto su tierra, que le parecía
encontrarse en el jardín de Kjöge. Por eso cambió Knud de patrón, y se buscó otro
en el interior de la ciudad, en un lugar donde no crecieran saúcos.
Su taller estaba en las
proximidades de un antiguo puente amurallado, encima de un bajo molino de aguas
que murmuraba eternamente; por debajo fluía un río impetuoso, encajonado entre
casas de cuyas paredes se proyectaban miradores corroídos, siempre a punto de
caerse al agua. No había allí saúcos, ni siquiera una maceta con una planta verde,
pero enfrente se levantaba un viejo y corpulento sauce, que parecía agarrarse a
la casa para no ser arrastrado por la corriente. Extendía sus ramas por encima
del río, exactamente como el del jardín de Kjöge lo hacía por encima del
arroyo.
En realidad, había ido a
parar de la madre saúco al padre sauce; especialmente en las noches de luna,
aquel árbol le hacía pensar en Dinamarca. Pero este pensamiento, más que de la
luz de la luna, venía del viejo sauce.
No pudo resistirlo; y ¿por qué no? Pregúntalo al
sauce, pregúntalo al saúco florido. Por eso dijo adiós a su maestro de
Nuremberg y prosiguió su peregrinación.