viernes, 27 de junio de 2014

La amargura

El agotamiento 


Piensa muy bien en el significado, en la carga que llevan las frases, puede ser sólo una palabra y puede costar. Como el esfuerzo de decir lo necesario en el momento adecuado, lo pesado, agobiante y agotador tener en la intención y quedarse callado.

Ahí está todo, acumulado para que los demás lo entiendan, lo escuchen.

¿Y dónde estás ahora que te has quedado callado?




El escarmiento 


Si solamente hay tres personas aquí, y una está muerta, queda una única explicación. Porque no has sido tú. 

¿Estás seguro que no has sido tú?

¿Puedes trabajar bajo presión?



jueves, 26 de junio de 2014

A Margarita

Rubén Darío


Margarita, está linda la mar,
y el viento
lleva esencia sutil de azahar;
yo siento
en el alma una alondra cantar:
tu acento.
Margarita, te voy a contar
un cuento.

Éste era un rey que tenía
un palacio de diamantes,
una tienda hecha del día
y un rebaño de elefantes,

un kiosco de malaquita,
un gran manto de tisú,
y una gentil princesita,
tan bonita
Margarita,
tan bonita como tú.

Una tarde la princesa
vio una estrella aparecer;
la princesa era traviesa
y la quiso ir a coger.

La quería para hacerla
decorar un prendedor,
con un verso y una perla,
y una pluma y una flor.

Las princesas primorosas
se parecen mucho a ti:
cortan lirios, cortan rosas,
cortan astros. Son así.

Pues se fue la niña bella,
bajo el cielo y sobre el mar,
a cortar la blanca estrella
que la hacía suspirar.

Y siguió camino arriba,
por la luna y más allá;
mas lo malo es que ella iba
sin permiso del papá.

Cuando estuvo ya de vuelta
de los parques del Señor,
se miraba toda envuelta
en un dulce resplandor.

Y el rey dijo: "¿Qué te has hecho?
Te he buscado y no te hallé;
y ¿qué tienes en el pecho,
que encendido se te ve?"

La princesa no mentía.
Y así, dijo la verdad:
"Fui a cortar la estrella mía
a la azul inmensidad".

Y el rey clama: "¿No te he dicho
que el azul no hay que tocar?
¡Qué locura! ¡Qué capricho!
El Señor se va a enojar".

Y dice ella: "No hubo intento:
yo me fui no sé por qué
por las olas y en el viento
fui a la estrella y la corté".

Y el papá dice enojado:
 "Un castigo has de tener:
vuelve al cielo, y lo robado
vas ahora a devolver".

La princesa se entristece
por su dulce flor de luz,
cuando entonces aparece
sonriendo el Buen Jesús.

Y así dice: "En mis campiñas
esa rosa le ofrecí:
son mis flores de las niñas
que al soñar piensan en mí".

Viste el rey ropas brillantes,
y luego hace desfilar
cuatrocientos elefantes
a la orilla de la mar.

La princesita está bella,
pues ya tiene el prendedor
en que lucen, con la estrella,
verso, perla, pluma y flor.


Margarita, está linda la mar,
y el viento
lleva esencia sutil de azahar:
tu aliento.
Ya que lejos de mi vas a estar,
guarda, niña, un gentil pensamiento
al que un día te quiso contar
un cuento.

Bajo el sauce

Hans Christian Andersen


La comarca de Kjöge es ácida y pelada; la ciudad está a orillas del mar, y esto es siempre una ventaja, pero es innegable que podría ser más hermosa de lo que es en realidad; todo alrededor son campos lisos, y el bosque queda a mucha distancia. Sin embargo, cuando nos encontramos a gusto en un lugar, siempre descubrimos algo de bello en él, y más tarde lo echaremos de menos, aunque nos hallemos en el sitio más hermoso del mundo. Y forzoso es admitir que en verano tienen su belleza los arrabales de Kjöge, con sus pobres jardincitos extendidos hasta el arroyo que allí se vierte en el mar; y así lo creían en particular Knud y Juana, hijos de dos familias vecinas, que jugaban juntos y se reunían atravesando a rastras los groselleros. En uno de los jardines crecía un saúco, en el otro un viejo sauce, y debajo de éste gustaban de jugar sobre todo los niños; y se les permitía hacerlo, a pesar de que el árbol estaba muy cerca del río, y los chiquillos corrían peligro de caer en él. Pero el ojo de Dios vela sobre los pequeñuelos - de no ser así, ¡mal irían las cosas! -. Por otra parte, los dos eran muy prudentes; el niño tenía tanto miedo al agua, que en verano no había modo de llevarlo la playa, donde tan a gusto chapoteaban los otros rapaces de su edad; eso lo hacía objeto de la burla general, y él tenía que aguantarla.
Un día la hijita del vecino, Juana, soñó que navegaba en un bote de vela en la Bahía de Kjöge, y que Knud se dirigía hacia ella vadeando, hasta que el agua le llegó al cuello y después lo cubrió por entero. Desde el momento en que Knud se enteró de aquel sueño, ya no soportó que lo tachasen de miedoso, aduciendo como prueba al sueño de Juana. Éste era su orgullo, mas no por eso se acercaba al mar. Los pobres padres se reunían con frecuencia, y Knud y Juana jugaban en los jardines y en el camino plantado de sauces que discurría a lo largo de los fosos. Bonitos no eran aquellos árboles, pues tenían las copas como podadas, pero no los habían plantado para adorno, sino para utilidad; más hermoso era el viejo sauce del jardín a cuyo pie, según ya hemos dicho, jugaban a menudo los dos amiguitos. En la ciudad de Kjöge hay una gran plaza-mercado, en la que, durante la feria anual, se instalan verdaderas calles de puestos que venden cintas de seda, calzados y todas las cosas imaginables. Había entonces un gran gentío, y generalmente llovía; además, apestaba a sudor de las chaquetas de los campesinos, aunque olía también a exquisito alajú, del que había toda una tienda abarrotada; pero lo mejor de todo era que el hombre que lo vendía se alojaba, durante la feria, en casa de los padres de Knud, y, naturalmente, lo obsequiaba con un pequeño pan de especias, del que participaba también Juana. Pero había algo que casi era más hermoso todavía: el comerciante sabía contar historias de casi todas las cosas, incluso de sus turrones, y una velada explicó una que produjo tal impresión en los niños, que jamás pudieron olvidarla; por eso será conveniente que la oigamos también nosotros, tanto más, cuanto que es muy breve.
- Sobre el mostrador - empezó el hombre - había dos moldes de alajú, uno en figura de un hombre con sombrero, y el otro en forma de mujer sin sombrero, pero con una mancha de oropel en la cabeza; tenían la cara de lado, vuelta hacia arriba, y había que mirarlos desde aquel ángulo y no del revés, pues jamás hay que mirar así a una persona.
El hombre llevaba en el costado izquierdo una almendra amarga, que era el corazón, mientras la mujer era dulce toda ella. Estaban para muestra en el mostrador, y llevaban ya mucho tiempo allí, por lo que se enamoraron; pero ninguno lo dijo al otro, y, sin embargo, preciso es que alguien lo diga, si ha de salir algo de tal situación. «Es hombre, y por tanto, tiene que ser el primero en hablar», pensaba ella; no obstante, se habría dado por satisfecha con saber que su amor era correspondido.
Los pensamientos de él eran mucho más ambiciosos, como siempre son los hombres; soñaba que era un golfo callejero y que tenía cuatro chelines, con los cuales se compraba la mujer y se la comía.
Así continuaron por espacio de días y semanas en el mostrador, y cada día estaban más secos; y los pensamientos de ella eran cada vez más tiernos y femeninos: «Me doy por contenta con haber estado sobre la mesa con él», pensó, y se rompió por la mitad. «Si hubiese conocido mi amor, de seguro que habría resistido un poco más», pensó él.
- Y ésta es la historia y aquí están los dos - dijo el turronero. - Son notables por su vida y por su silencioso amor, que nunca conduce a nada. ¡Vedlos ahí! - y dio a Juana el hombre, sano y entero, y a Knud, la mujer rota; pero a los niños les había emocionado tanto el cuento, que no tuvieron ánimos para comerse la enamorada pareja.
Al día siguiente se dirigieron, con las dos figuras, al cementerio, y se detuvieron junto al muro de la iglesia, cubierto, tanto en verano como en invierno, de un rico tapiz de hiedra; pusieron al sol los pasteles, entre los verdes zarcillos, y contaron a un grupo de otros niños la historia de su amor, mudo e inútil, y todos la encontraron maravillosa; y cuando volvieron a mirar a la pareja de alajú, un muchacho grandote se había comido ya la mujer despedazada, y esto, por pura maldad. Los niños se echaron a llorar, y luego – y es de suponer que lo hicieron para que el pobre hombre no quedase solo en el mundo - se lo comieron también; pero en cuanto a la historia, no la olvidaron nunca.
Los dos chiquillos seguían reuniéndose bajo el sauce o junto al saúco, y la niña cantaba canciones bellísimas con su voz argentina. A Knud, en cambio, se le pegaban las notas a la garganta, pero al menos se sabía la letra, y más vale esto que nada. La gente de Kjöge, y entre ella la señora de la quincallería, se detenían a escuchar a Juana. - ¡Qué voz más dulce! - decían.
Aquellos días fueron tan felices, que no podían durar siempre. Las dos familias vecinas se separaron; la madre de la niña había muerto, el padre deseaba ir a Copenhague, para volver a casarse y buscar trabajo; quería establecerse de mandadero, que es un oficio muy lucrativo. Los vecinos se despidieron con lágrimas, y sobre todo lloraron los niños; los padres se prometieron mutuamente escribirse por lo menos una vez al año. Y Knud entró de aprendiz de zapatero; era ya mayorcito y no se le podía dejar ocioso por más tiempo. Entonces recibió la confirmación.
¡Ah, qué no hubiera dado por estar en Copenhague aquel día solemne, y ver a Juanita! Pero no pudo ir, ni había estado nunca, a pesar de que no distaba más de cinco millas de Kjöge. Sin embargo, a través de la bahía, y con tiempo despejado, Knud había visto sus torres, y el día de la confirmación distinguió claramente la brillante cruz dorada de la iglesia de Nuestra Señora. ¡Oh, cómo se acordó de Juana! Y ella, ¿se acordaría de él? Sí, se acordaba.
Hacia Navidad llegó una carta de su padre para los de Knud. Las cosas les iban muy bien en Copenhague, y Juana, gracias a su hermosa voz, iba a tener una gran suerte; había ingresado en el teatro lírico; ya ganaba algún dinerillo, y enviaba un escudo a sus queridos vecinos de Kjöge para que celebrasen unas alegres Navidades. Quería que bebiesen a su salud, y la niña había añadido de su puño y letra estas palabras: «¡Afectuosos saludos a Knud!».
Todos derramaron lágrimas, a pesar de que las noticias eran muy agradables; pero también se llora de alegría. Día tras día Juana había ocupado el pensamiento de Knud, y ahora vio el muchacho que también ella se acordaba de él, y cuanto más se acercaba el tiempo en que ascendería a oficial zapatero, más claramente se daba cuenta de que estaba enamorado de Juana y de que ésta debía ser su mujer; y siempre que le venía esta idea se dibujaba una sonrisa en sus labios y tiraba con mayor fuerza del hilo, mientras tesaba el tirapié; a veces se clavaba la lezna en un dedo, pero ¡qué importa! Desde luego que no sería mudo, como los dos moldes de alajú; la historia había sido una buena lección.
Y ascendió a oficial. Colgóse la mochila al hombro, y por primera vez en su vida se dispuso a trasladarse a Copenhague; ya había encontrado allí un maestro. ¡Qué sorprendida quedaría Juana, y qué contenta! Contaba ahora 16 años, y él, 19.
Ya en Kjöge, se le ocurrió comprarle un anillo de oro, pero luego pensó que seguramente los encontraría mucho más hermosos en Copenhague. Se despidió de sus padres, y un día lluvioso de otoño emprendió el camino de la capital; las hojas caían de los árboles, y calado hasta los huesos llegó a la gran Copenhague y a la casa de su nuevo patrón.
El primer domingo se dispuso a visitar al padre de Juana. Sacó del baúl su vestido de oficial y el nuevo sombrero que se trajera de Kjöge y que tan bien le sentaba; antes había usado siempre gorra. Encontró la casa que buscaba, y subió los muchos peldaños que conducían al piso. ¡Era para dar vértigo la manera cómo la gente se apilaba en aquella enmarañada ciudad!
La vivienda respiraba bienestar, y el padre de Juana lo recibió muy afablemente. A su esposa no la conocía, pero ella le alargó la mano y lo invitó a tomar café.
- Juana estará contenta de verte - dijo el padre -. Te has vuelto un buen mozo. Ya la verás; es una muchacha que me da muchas alegrías y, Dios mediante, me dará más aún. Tiene su propia habitación, y nos paga por ella -. Y el hombre llamó delicadamente a la puerta, como si fuese un forastero, y entraron - ¡qué hermoso era allí! -. Seguramente en todo Kjöge no había un aposento semejante: ni la propia Reina lo tendría mejor. Había alfombras; en las ventanas, cortinas que llegaban hasta el suelo, un sillón de terciopelo auténtico y en derredor flores y cuadros, además de un espejo en el que uno casi podía meterse, pues era grande como una puerta. Knud lo abarcó todo de une ojeada, y, sin embargo, sólo veía a Juana; era una moza ya crecida, muy distinta de como la imaginara, sólo que mucho más hermosa; en toda Kjöge no se encontraría otra como ella; ¡qué fina y delicada!
La primera mirada que dirigió a Knud fue la de una extraña, pero duró sólo un instante; luego se precipitó hacia él como si quisiera besarle. No lo hizo, pero poco le faltó. Sí, estaba muy contenta de volver a ver al amigo de su niñez.
¿No brillaban lágrimas en sus ojos? Y después empezó a preguntar y a contar, pasando desde los padres de Knud hasta el saúco y el sauce; madre saúco y padre sauce, como los llamaba, cual si fuesen personas; pero bien podían pasar por tales, si lo habían sido los pasteles de alajú. De éstos habló también y de su mudo amor, cuando estaban en el mostrador y se partieron... y la muchacha se reía con toda el alma, mientras la sangre afluía a las mejillas de Knud, y su corazón palpitaba con violencia desusada. No, no se había vuelto orgullosa. Y ella fue también la causante - bien se fijó Knud - de que sus padres lo invitasen a pasar la velada con ellos. Sirvió el té y le ofreció con su propia mano una taza luego cogió un libro y se puso a leer en alta voz, y al muchacho le pareció que lo que leía trataba de su amor, hasta tal punto concordaba con sus pensamientos. Luego cantó una sencilla canción, pero cantada por ella se convirtió en toda una historia; era como si su corazón se desbordase en ella. Sí, indudablemente quería a Knud. Las lágrimas rodaron por las mejillas del muchacho sin poder él impedirlo, y no pudo sacar una sola palabra de su boca; se acusaba de tonto a sí mismo, pero ella le estrechó la mano y le dijo:
- Tienes un buen corazón, Knud. Sé siempre como ahora.
Fue una velada inolvidable. Son ocasiones después de las cuales no es posible dormir, y Knud se pasó la noche despierto.
Al despedirlo el padre de Juana le había dicho:
- Ahora no nos olvidarás. Espero que no pasará el invierno sin que vuelvas a visitarnos -. Por ello, bien podía repetir la visita el próximo domingo; y tal fue su intención. Pero cada velada, terminado el trabajo - y eso que trabajaba hasta entrada la noche -, Knud salía y se iba hasta la calle donde vivía Juana; levantaba los ojos a su ventana, casi siempre iluminada, y una noche vio incluso la sombra de su rostro en la cortina – fue una noche maravillosa -. A la señora del zapatero no le parecían bien tantas salidas vespertinas, y meneaba la cabeza dubitativamente; pero el patrón se sonreía:
- ¡Es joven! - decía. «El domingo nos veremos, y le diré que es la reina de todos mis pensamientos y que ha de ser mi esposa. Sólo soy un pobre oficial zapatero, pero puedo llegar a maestro; trabajaré y me esforzaré (sí, se lo voy a decir). A nada conduce el amor mudo, lo sé por aquellos alajús».
Y llegó el domingo, y Knud se fue a casa de Juana. Pero, ¡qué pena! Estaban invitados a otra casa, y tuvieron que decirlo al mozo. Juana le estrechó la mano y le preguntó:
- ¿Has estado en el teatro? Pues tienes que ir. Yo canto el miércoles, y, si tienes tiempo, te enviaré una entrada. Mi padre sabe la dirección de tu amo. ¡Qué atención más cariñosa de su parte! Y el miércoles llegó, efectivamente, un sobre cerrado que contenía la entrada, pero sin ninguna palabra, y aquella noche Knud fue por primera vez en su vida al teatro. ¿Qué vio? Pues sí, vio a Juana, tan hermosa y encantadora; cierto que estaba casada con un desconocido, pero aquello era comedia, una cosa imaginaria, bien lo sabía Knud; de otro modo, ella no habría osado enviarle la entrada para que lo viera. Al terminar, todo el público aplaudió y gritó «¡hurra!», y Knud también.
Hasta el Rey sonrió a Juana, como si hubiese sentido mucho placer en verla actuar. ¡Dios mío, qué pequeño se sentía Knud! Pero la quería con toda su alma, y ella lo quería también; pero es el hombre quien debe pronunciar la primera palabra, así lo pensaba también la figura del cuento. ¡Tenía mucha enjundia aquella historia!
No bien llegó el domingo, Knud se encaminó nuevamente a casa de Juana. Su estado de espíritu era serio y solemne, como si fuera a recibir la Comunión. La joven estaba sola y lo recibió; la ocasión no podía ser más propicia.
- Has hecho muy bien en venir - le dijo -. Estuve a punto de enviarte un recado por mi padre, pero presentí que volverías esta noche. Debo decirte que el viernes me marcho a Francia; tengo que hacerlo, si quiero llegar a ser algo.
Knud sintió como si el cuarto diera vueltas a su alrededor, y le pareció que su corazón iba a estallar. No asomó ni una lágrima a sus ojos, pero su desolación no era menos visible.
- Mi bueno y fiel amigo... - dijo ella, y sus palabras desataron la lengua del muchacho. Le dijo cómo la quería y cómo deseaba que fuese su esposa. Y al pronunciar estas palabras, vio que Juana palidecía y, soltándole la mano, le dijo con acento grave y afligido:
- ¡No quieras que los dos seamos desgraciados, Knud! Yo seré siempre una buena hermana para ti, siempre podrás contar conmigo, pero nada más - y le pasó la mano suave por la ardorosa frente -. Dios nos da la fuerza necesaria, con tal que nosotros lo queramos. En aquel momento la madrastra entró en el aposento.
- Knud está desolado porque me marcho - dijo Juana ¡Vamos, sé un hombre! - y le dio un golpe en el hombro; era como si no hubiesen hablado más que del viaje. - ¡Chiquillo! - añadió -. Vas a ser bueno y razonable, como cuando de niños jugábamos debajo del sauce. Parecióle a Knud que el mundo se había salido de quicio; sus ideas eran como una hebra suelta flotando a merced del viento. Quedóse sin saber si lo habían invitado o no, pero todos se mostraron afables y bondadosos; Juana le sirvió té y cantó. No era ya aquella voz de antes, y, no obstante, sonaba tan maravillosamente, que el corazón del muchacho estaba a punto de estallar. Y así se despidieron. Knud no le alargó la mano, pero ella se la cogió, diciendo:
- ¡Estrecha la mano de tu hermana para despedirte, mi viejo hermano de juego! - y se sonreía entre las lágrimas que le rodaban por las mejillas; y volvió a llamarlo hermano. ¡Valiente consuelo! Tal fue la despedida.
Se fue ella a Francia, y Knud siguió vagando por las sucias calles de Copenhague. Los compañeros del taller le preguntaron por qué estaba siempre tan caviloso, y lo invitaron a ir con ellos a divertirse; por algo era joven.
Y fue con ellos al baile, donde había muchas chicas bonitas, aunque ninguna como Juana. Allí, donde había esperado olvidarse de ella, la tenía más que nunca presente en sus pensamientos. «Dios nos da la fuerza necesaria, con tal que nosotros lo queramos», le había dicho ella; una oración acudió a su mente y juntó las manos... los violines empezaron a tocar, y las muchachas a bailar en corro. Knud se asustó; le pareció que no era aquél un lugar adecuado para Juana, pues la llevaba siempre en su corazón; salió, pues, del baile y, corriendo por las calles, pasó frente a la casa donde ella habla vivido. Estaba oscura; todo estaba oscuro, desierto y solitario. El mundo siguió su camino, y Knud el suyo.
Llegó el invierno, y se helaron las aguas; parecía como si todo se preparase para la tumba. Pero al venir la primavera y hacerse a la mar el primer vapor, entróle a Knud un gran deseo de marcharse lejos, muy lejos a correr mundo, aunque no de ir a Francia.
Cerró la mochila y se fue a Alemania, peregrinando de una población a otra, sin pararse en ninguna, hasta que, al llegar a la antigua y bella ciudad de Nuremberg, le pareció que volvía a ser señor de sus piernas y que podía quedarse allí.
Nuremberg es una antigua y maravillosa ciudad, que parece recortada de una vieja crónica ilustrada. Las calles discurren sin orden ni concierto; las casas no gustan de estar alineadas; miradores con torrecillas, volutas y estatuas resaltan por encima de las aceras, y en lo alto de los tejados, asombrosamente puntiagudos, corren canalones que desembocan sobre el centro de la calle, adoptando formas de dragones y perros de alargados cuerpos. Knud llegó a la plaza del mercado, con la mochila a la espalda, y se detuvo junto a una antigua fuente, en la que unas soberbias figuras de bronce, representativas de personajes bíblicos e históricos, se levantan entre los chorros de agua que brotan del surtidor. Una hermosa muchacha que estaba sacando agua dio de beber a Knud, y como llevara un puñado de rosas, le ofreció también una, y esto lo tomó el muchacho como un buen agüero.
Desde la cercana iglesia le llegaban sones de órgano, tan familiares como si fueran los de la iglesia de Kjöge, y el mozo entró en la vasta catedral. El sol, a través de los cristales policromados, brillaba por entre las altas y esbeltas columnas. Un gran fervor llenó sus pensamientos, y sintió en el alma una íntima paz.
Buscó y encontró en Nuremberg un buen maestro; quedóse en su casa y aprendió la lengua. Los antiguos fosos que rodean la ciudad han sido convertidos en huertecitos, pero las altas murallas continúan en pie, con sus pesadas torres. El cordelero trenza sus cuerdas en el corredor construido de vigas que, a la largo del muro, conduce a la ciudad, y allí, brotando de grietas y hendeduras, crece el saúco, extendiendo sus ramas por encima de las bajas casitas, en una de las cuales residía el maestro para quien trabajaba Knud. Sobre la ventanuca de la buhardilla que era su dormitorio, el arbusto inclinaba sus ramas.
Residió allí todo un verano y un invierno, pero al llegar la primavera no pudo resistir por más tiempo; el saúco floreció, y su fragancia le recordaba tanto su tierra, que le parecía encontrarse en el jardín de Kjöge. Por eso cambió Knud de patrón, y se buscó otro en el interior de la ciudad, en un lugar donde no crecieran saúcos.
Su taller estaba en las proximidades de un antiguo puente amurallado, encima de un bajo molino de aguas que murmuraba eternamente; por debajo fluía un río impetuoso, encajonado entre casas de cuyas paredes se proyectaban miradores corroídos, siempre a punto de caerse al agua. No había allí saúcos, ni siquiera una maceta con una planta verde, pero enfrente se levantaba un viejo y corpulento sauce, que parecía agarrarse a la casa para no ser arrastrado por la corriente. Extendía sus ramas por encima del río, exactamente como el del jardín de Kjöge lo hacía por encima del arroyo.
En realidad, había ido a parar de la madre saúco al padre sauce; especialmente en las noches de luna, aquel árbol le hacía pensar en Dinamarca. Pero este pensamiento, más que de la luz de la luna, venía del viejo sauce.
No pudo resistirlo; y ¿por qué no? Pregúntalo al sauce, pregúntalo al saúco florido. Por eso dijo adiós a su maestro de Nuremberg y prosiguió su peregrinación.

Caballería

Neil Gaiman

(¿recuerdas?)

             La Sra. Whitaker encontró el Santo Grial; estaba debajo de un abrigo de piel.
            Cada jueves por la tarde la Sra. Whitaker caminaba hasta la oficina de correos para recoger la pensión, aunque sus piernas ya no eran como antes, y de regreso a casa solía entrar en la Tienda de Oxfam y comprarse alguna cosita.
            La Tienda de Oxfam vendía ropa vieja, chucherías, restos de serie, cosas variadas y grandes cantidades de libros viejos, todo donaciones: restos de segunda mano, a menudo liquidaciones de las casas de los muertos. Las ganancias eran todas para un fin benéfico.
            Los empleados de la tienda eran voluntarios. La voluntaria de turno esa tarde era Marie, de diecisiete años, un poco gorda y con un jersey ancho malva que parecía comprado en aquella tienda.
            Marie estaba sentada junto a la caja, con un ejemplar de la revista Mujer moderna, y estaba rellenando el cuestionario "Revela tu personalidad secreta". De vez en cuando, le daba la vuelta a la última página de la revista y comprobaba los puntos correspondientes a las respuestas A), B) o C), antes de decidir cómo contestaría a la pregunta.
            La Sra. Whitaker se entretuvo mirando por la tienda.
            Se fijó en que aún no habían vendido la cobra disecada. Ya llevaba seis meses allí, acumulando polvo, con esos ojos de cristal que miraban torvamente a los percheros y al armario lleno de porcelana desportillada y juguetes mordisqueados.
            La Sra. Whitaker le dio unas palmaditas en la cabeza al pasar junto a ella.
            Cogió un par de novelas de Mills & Boon de un estante ―Un alma rugiente y Corazón turbulento, a un chelín cada una―, y consideró detenidamente la botella vacía de Mateus Rosé con pantalla decorativa, antes de decidir que en realidad no tenía dónde ponerla.
            Apartó un abrigo de piel bastante raído, que olía terriblemente a naftalina. Debajo había un bastón y un ejemplar manchado de agua de Romance y leyendas de caballeros, de A. R. Hope Moncrieff, al precio de cinco peniques. Junto al libro, de lado, estaba el Santo Grial. Tenía una etiquetita redonda en el pie, en la que estaba escrito el precio con rotulador: 30 p.
            La Sra. Whitaker cogió la copa de plata polvorienta y la valoró a través de sus gruesas gafas.
            ―Esto es bonito ―le dijo a Marie.
            Marie se encogió de hombros.
            ―Quedaría bien en la repisa de la chimenea.
            Marie volvió a encogerse de hombros.
            La Sra. Whitaker le dio cincuenta peniques a Marie, que le dio diez peniques de cambio y una bolsa de papel marrón para que metiera los libros y el Santo Grial. Luego fue al lado, al carnicero, y se compró un buen trozo de hígado. Entonces se fue a casa.
            El interior de la copa tenía una capa gruesa de polvo rojo oscuro. La Sra. Whitaker la lavó con mucho cuidado y luego la dejó en remojo durante una hora en agua tibia con un chorrito de vinagre.
            Después la limpió con limpiametales hasta dejarla reluciente y la puso en la repisa de la chimenea del salón, entre un basset de porcelana pequeño y enternecedor y una foto de su difunto marido, Henry, en la playa de Frinton en 1953.
            Había estado en lo cierto: quedaba bien.
            Aquella noche, para cenar, se comió el hígado rebozado con cebollas fritas. Estaba muy bueno.
            A la mañana siguiente era viernes; la Sra. Whitaker y la Sra. Greenberg solían visitarse un viernes cada una. Aquel día le tocaba a la Sra. Greenberg visitar a la Sra. Whitaker. Se sentaron en el salón y comieron tejas y bebieron té. La Sra. Whitaker se ponía un terrón de azúcar en el té, pero la Sra. Greenberg se ponía edulcorante, que siempre llevaba en el bolso en un recipiente pequeño de plástico.
            ―Qué bonito ―dijo la Sra. Greenberg, señalando el Grial―. ¿Qué es?
            ―Es el Santo Grial ―dijo la Sra. Whitaker―. Es la copa de la que bebió Jesús en la última cena. Más tarde, en la crucifixión, esta copa recogió Su preciada sangre cuando la lanza del centurión Le atravesó el costado.
            La Sra. Greenberg resopló. Era menuda y judía y no aprobaba las cosas poco higiénicas.
            ―Yo no sé nada de eso ―dijo―, pero es muy bonito. A nuestro Myron le dieron uno exactamente igual cuando ganó el torneo de natación, pero lleva su nombre escrito en el lado.
            ―¿Sigue con aquella chica tan simpática? ¿La peluquera?
            ―¿Bernice? Uy, sí. Están pensando en prometerse ―dijo la Sra. Greenberg.
            ―Qué bien ―dijo la Sra. Whitaker. Cogió otra teja.
            La Sra. Greenberg se hacía sus propias tejas y las traía un viernes sí y otro no: galletitas dulces, ligeras, y marrones, con almendras encima.
            Hablaron de Myron y Bernice y de Ronald, el sobrino de la Sra. Whitaker (ella no tenía hijos), y de su amiga la Sra. Perkins que estaba en el hospital por la cadera, la pobre.
            Al mediodía la Sra. Greenberg se fue a casa y la Sra. Whitaker se preparó tostadas con queso para comer y, después de la comida, se tomó las pastillas; la blanca y la roja y las dos pequeñitas de color naranja.
            Sonó el timbre.
            La Sra. Whitaker abrió la puerta. Era un hombre joven con el pelo hasta los hombros, tan rubio que era casi blanco, y llevaba una armadura de plata reluciente con un sobreveste blanco.
            ―Hola ―dijo él.
            ―Hola ―dijo la Sra. Whitaker.
            ―Estoy buscando algo ―dijo él.
            ―Qué bien ―dijo la Sra. Whitaker, sin comprometerse.
            ―¿Puedo entrar? ―preguntó él.
            La Sra. Whitaker negó con la cabeza.
            ―Lo siento, creo que no ―dijo.
            ―Estoy buscando el Santo Grial ―dijo el joven―. ¿Está aquí?
            ―¿Tiene algún documento que acredite su identidad? ―preguntó la Sra. Whitaker. Sabía que era una imprudencia permitir que extraños no identificados entrasen en casa cuando una era mayor y vivía sola. Los bolsos acaban vacíos y pasan cosas aún peores.
            El joven retrocedió por el sendero del jardín. Su caballo, un corcel gris y enorme, tan grande como un caballo de tiro, con la cabeza alta y los ojos inteligentes, estaba atado a la verja del jardín de la Sra. Whitaker. El caballero hurgó en la alforja y regresó con un pergamino.
            Estaba firmado por Arturo, rey de todos los bretones, y hacía saber a todas las personas cualquiera que fuese su rango o condición que aquí estaba Galaad, Caballero de la Tabla Redonda, y que estaba realizando una búsqueda justa, noble y elevada. Debajo había un dibujo del joven. No era un mal retrato.
            La Sra. Whitaker asintió. Se había esperado una tarjeta con una foto, pero esto impresionaba mucho más.
            ―Supongo que será mejor que entre ―dijo ella.
            Fueron a la cocina. Le preparó una taza de té a Galaad, luego le llevó al salón.
            Galaad vio el grial en la repisa de la chimenea e hincó la rodilla. Puso la taza de té con cuidado sobre la alfombra rojiza. Un rayo de luz atravesó los visillos y le tiñó el rostro sobrecogido con la luz dorada del sol y le convirtió el pelo en un halo plateado.
            ―Es realmente el Santo Grial ―dijo, en voz muy baja. Pestañeó los ojos azul pálido tres veces, muy rápido, como si estuviese conteniendo las lágrimas.
            Inclinó la cabeza como si rezara en silencio.
            Galaad se volvió a poner de pie y se giró hacia la Sra. Whitaker.
            ―Gentil señora, guardiana de lo más sagrado entre lo sagrado, permítame que ahora parta de este lugar con el cáliz bendito, para que mis viajes finalicen y yo haya llevado a cabo mi gesta.
            ―¿Disculpe? ―dijo la Sra. Whitaker.
            Galaad se acercó a ella y le cogió las viejas manos.
            ―Mi búsqueda ha concluido ―le dijo―. El Santo Grial está por fin a mi alcance.
            La Sra. Whitaker frunció la boca.
            ―¿Puede recoger su taza de té y su platito, por favor? ―dijo.
            Galaad recogió su taza de té, disculpándose.
            ―No. Creo que no ―dijo la Sra. Whitaker―. Me gusta ahí donde está. Es el sitio perfecto, entre el perro y la fotografía de mi Henry.
            ―¿Es oro lo que necesita? ¿Es eso? Señora, le traeré oro...
            ―No ―dijo la Sra. Whitaker―. No quiero oro, gracias. Sencillamente, no me interesa.
            Acompañó a Galaad hasta la puerta de la calle.
            ―Encantada de haberle conocido ―dijo.
            El caballo estaba inclinando la cabeza por encima de la verja del jardín, mordisqueando los gladiolos de la Sra. Whitaker. Varios niños del vecindario estaban en la acera, observándolo.
            Galaad cogió unos terrones de azúcar de la alforja y les enseñó a los niños más valientes a dar de comer al caballo, con las manos extendidas. Los niños se rieron. Una de las chicas mayores le acarició la nariz al caballo.
            Galaad montó de un salto con un movimiento fluido. Entonces, el caballo y el caballero se marcharon trotando por la calle Hawthorne.
            La Sra. Whitaker los siguió con la mirada hasta que los perdió de vista, entonces suspiró y volvió adentro.
            El fin de semana fue tranquilo.
            El sábado la Sra. Whitaker fue en autobús a Maresfield para visitar a su sobrino Ronald, su mujer Euphonia y sus hijas, Clarissa y Dillian. Les llevó un pastel de pasas que había hecho ella misma.
            El domingo por la mañana la Sra. Whitaker fue a misa. La iglesia del barrio era la de Santiago el Menor, que era un poco más "No pienses en esto como si fuera una iglesia, sino como en un lugar donde amigos de ideas afines se reúnen y son felices" de lo que a la Sra. Whitaker le hacía sentirse totalmente cómoda, pero le gustaba el párroco, el reverendo Bartholomew, cuando no estaba tocando la guitarra.
            Después del oficio religioso, pensó en mencionarle que tenía el Santo Grial en el salón, pero al final decidió no decírselo.
            El lunes por la mañana, la Sra. Whitaker estaba trabajando en el jardín de atrás. Tenía un pequeño herbario del que estaba orgullosísima: eneldo, verbena, menta, romero, tomillo y casi una selva de perejil. Estaba de rodillas, con unos guantes gruesos de jardinería de color verde, y estaba arrancando las malas hierbas, cogiendo babosas y metiéndolas en una bolsa de plástico.
            La Sra. Whitaker era muy bondadosa cuando se trataba de babosas. Las llevaba a la parte de atrás de su jardín, que limitaba con la vía férrea, y las tiraba por la verja.
            Cortó un poco de perejil para la ensalada. Alguien tosió detrás de ella. Galaad estaba allí, alto y hermoso, y su armadura brillaba a la luz del sol de la mañana. En los brazos llevaba un paquete largo, envuelto en cuero engrasado.
            ―He vuelto ―dijo.
            ―Hola ―dijo la Sra. Whitaker. Se levantó, bastante despacio, y se quitó los guantes de jardinería―. Bueno ―dijo―, ya que está aquí, puede echarme una mano.
            Le dio la bolsa de plástico llena de babosas y le dijo que las tirase detrás de la verja.
            Él lo hizo.
            Entonces entraron en la cocina.
            ―¿Té? ¿O limonada? ―preguntó ella.
            ―Lo que usted tome ―dijo Galaad.
            La Sra. Whitaker sacó una jarra de limonada casera de la nevera y mandó a Galaad a por una ramita de menta. Escogió dos vasos largos. Lavó la menta con cuidado y puso unas cuantas hojas en cada vaso, entonces echó la limonada.
            ―¿Su caballo está fuera? ―preguntó ella.
            ―Sí. Se llama Grizzel.
            ―Y supongo que vienen de lejos.
            ―De muy lejos.
            ―Ya veo ―dijo la Sra. Whitaker. Cogió un cuenco de plástico azul de debajo del fregadero y lo llenó de agua hasta la mitad. Galaad se lo llevó a Grizzel. Esperó mientras el caballo bebía y le devolvió el cuenco vacío a la Sra. Whitaker.
            ―Bien ―dijo ella ―, supongo que aún anda tras el Grial.
            ―Sí, aún busco el Santo Grial ―dijo él. Recogió el paquete de cuero del suelo, lo puso sobre el mantel y lo desenvolvió―. Por él, le ofrezco esto.
            Era una espada, la hoja medía más de un metro. Había palabras y símbolos trazados elegantemente a lo largo de la hoja. La empuñadura era de plata y oro labrados y había una gran gema engarzada en el pomo.
            ―Es muy bonita ―dijo la Sra. Whitaker, sin convicción.
            ―Ésta ―dijo Galaad―, es la espada Balmung, forjada por Wayland el Herrero en los albores del tiempo. Su hermana gemela es Flamberge. Quien la lleva es inexpugnable en la guerra, invencible en la batalla. Quien la lleva es incapaz de un acto cobarde o de uno innoble. Engarzada en el pomo está el sardónice Bircone, que protege a su dueño del veneno vertido disimuladamente en vino o cerveza y de la traición de los amigos.
            La Sra. Whitaker miró la espada detenidamente. "Debe de estar muy afilada", dijo, al cabo de un rato.
            ―Puede cortar en dos un cabello al vuelo. Más aún, podría cortar un rayo de sol ―dijo Galaad, con orgullo.
            ―Bueno, entonces, quizá debería guardarla ―dijo la Sra. Whitaker.
            ―¿No la quiere? ―Galaad parecía decepcionado.
            ―No, gracias ―dijo la Sra. Whitaker. Se le ocurrió que a su difunto marido, Henry, le habría gustado bastante. La habría colgado en la pared de su estudio, junto a la carpa disecada que había pescado en Escocia, y se la habría mostrado a las visitas.
            Galaad envolvió otra vez la espada Balmung en el cuero engrasado y la ató con una cuerda blanca.
            Se quedó allí sentado, desconsolado.
            La Sra. Whitaker le preparó unos bocadillos de crema de queso y pepino para el viaje de vuelta y los envolvió en papel parafinado. Le dio una manzana para Grizzel. Galaad parecía muy contento con ambos regalos.
            La Sra. Whitaker les dijo adiós con la mano.
            Aquella tarde fue en autobús hasta el hospital para ver a la Sra. Perkins, que seguía allí por su cadera, la pobre. Le llevó un poco de plumcake casero, aunque no le había puesto las nueces de la receta, porque la Sra. Perkins ya no tenía los dientes como antes.
            Miró la televisión un rato aquella noche y se fue a dormir temprano.
            El martes pasó el cartero. La Sra. Whitaker estaba arriba en el trastero del último piso, ordenando un poquito, y, como bajaba cada escalón despacio y con cuidado, no llegó a tiempo. El cartero le había dejado una nota en la que decía que había venido a entregar un paquete, pero que no había nadie en casa.
            La Sra. Whitaker suspiró.
            Metió la nota en el bolso y fue a la oficina de correos.
            El paquete era de su sobrina Shirelle, de Sidney, Australia. Contenía fotografías de su marido, Wallace, y de sus dos hijas, Dixie y Violet, y una caracola embalada en algodón.
            La Sra. Whitaker tenía unas cuantas conchas ornamentales en el dormitorio. Su favorita tenía una vista de las Bahamas pintada con esmalte. Se la había regalado su hermana Ethel, que había muerto en 1983.
            Puso la caracola y las fotos en la bolsa de la compra. Entonces, al ver que estaba en la zona, pasó por la Tienda de Oxfam de camino a casa.
            ―Hola, Sra. W. ―dijo Marie.
            La Sra. Whitaker la miró. Marie se había pintado los labios (quizá no era el tono que mejor le quedaba ni estaba aplicado muy expertamente, pero, pensó, eso era cuestión de tiempo) y llevaba una falda bastante elegante. Había mejorado mucho.
            ―Oh. Hola, querida ―dijo la Sra. Whitaker.
            ―La semana pasada vino un hombre a preguntarme por aquella cosa que usted compró. Aquella copita de metal. Le dije dónde podía encontrarla. No le importa, ¿verdad?
            ―No, querida ―dijo la Sra. Whitaker―. Me encontró.
            ―Era maravilloso. En serio, era maravilloso ―suspiró Marie, nostálgica―. Por él tal vez me habría decidido.
            ―Y hasta tenía un caballo grande y blanco ―concluyó Marie. La Sra. Whitaker observó con aprobación que también estaba más derecha.
            En el estante encontró otra novela de Mills & Boon, Una pasión majestuosa, aunque aún no se había acabado las dos que había comprado la última vez que vino.
            Cogió el ejemplar de Romance y leyenda de la caballería y lo abrió. Olía a moho. Escrito cuidadosamente con tinta roja en la parte de arriba de la primera hoja ponía: EX LIBRIS FISHER.
            Lo dejó donde lo había encontrado.
            Cuando llegó a casa, Galaad la estaba esperando. Estaba paseando a caballo a los niños del vecindario, de un extremo a otro de la calle.
            ―Me alegro de que esté aquí ―dijo ella―. Tengo unas maletas que hay que cambiar de sitio.
            Le llevó al trastero del último piso. Él le apartó todas las maletas viejas para que ella pudiese llegar al armario del fondo.
            Allí arriba todo estaba cubierto de polvo.
            La Sra. Whitaker le tuvo allí casi toda la tarde, cambiando cosas de sitio, mientras ella quitaba el polvo.
            Galaad tenía un corte en la mejilla y un brazo algo rígido.
            Hablaron un poco mientras ella quitaba el polvo y ordenaba. La Sra. Whitaker le habló de su difunto marido, Henry; y de que el seguro de vida había pagado la casa; y de que tenía todas esas cosas pero que no tenía a quién dejárselas, en realidad no tenía a nadie más que a Ronald pero a su mujer sólo le gustaban las cosas modernas. Le explicó cómo había conocido a Henry durante la guerra, cuando él estaba en el grupo de precaución contra ataques aéreos y ella no había corrido del todo las cortinas de oscurecimiento; le habló de los bailes de seis peniques a los que iban en la ciudad; y de que habían ido a Londres cuando la guerra ya había acabado y ella se había tomado su primer vaso de vino.
            Galaad le habló a la Sra. Whitaker de su madre, Elaine, que era veleidosa y no era mejor de lo que debería haber sido y además un poco bruja para rematarla; y de su abuelo, el rey Pelés, que era bienintencionado, aunque lo menos que se podía decir de él era que era un poco distraído; y de su juventud en el Castillo de Bliant en la Isla de la Alegría; y de su padre, a quien conocía como "Le Chevalier Mal Fet", que estaba más o menos completamente loco y que era en realidad Lanzarote del Lago, el mejor de los caballeros, disfrazado y desprovisto de ingenio; y de sus días como joven escudero en Camelot.
            A las cinco, la Sra. Whitaker inspeccionó el trastero y decidió que merecía su aprobación; entonces abrió la ventana para que se aireara la habitación, y bajaron a la cocina, donde ella puso agua a hervir para el té.
            Galaad se sentó a la mesa de la cocina.
            Abrió el bolso de piel que llevaba a la cintura y sacó una piedra blanca y redonda. Tenía el tamaño aproximado de una pelota de criquet.
            ―Mi señora ―dijo―, esto es para usted, a cambio del Santo Grial.
            La Sra. Whitaker cogió la piedra, que era más pesada de lo que parecía, y la puso a contraluz. Era lechosa y translúcida y, en su interior, partículas de plata emitían destellos a la luz del sol vespertino. Era cálida al tacto.
            Entonces, mientras la sostenía, una sensación extraña se fue apoderando de ella: en lo más profundo de su ser sintió quietud y una especie de paz. Serenidad, eso era; se sentía serena.
            A su pesar, volvió a poner la piedra en la mesa.
            ―Es muy bonita ―dijo.
            ―Es la piedra filosofal, que nuestro antepasado Noé colgó en el Arca para dar luz donde no la había; transforma metales de baja ley en oro y posee ciertas propiedades más ―le dijo Galaad, orgulloso―. Y eso no es todo. Hay más. Tome ―de su bolso de piel sacó un huevo y se lo pasó.
            Tenía el tamaño de un huevo de oca y era de un color negro brillante, con motas escarlatas y blancas. Cuando la Sra. Whitaker lo tocó, notó un picor en los pelos de la nuca. Su impresión inmediata fue la de un calor y una libertad increíbles. Oyó el crepitar de fuegos distantes y, por un instante, le pareció sentirse muy por encima del mundo, bajando en picado y zambulléndose con alas de fuego.
            Puso el huevo en la mesa, junto a la piedra filosofal.
            ―Es el huevo del Fénix ―dijo Galaad―. Viene de la lejana Arabia. Un día el mismo Ave Fénix saldrá del cascarón; y cuando llegue el momento, el ave construirá un nido de fuego, pondrá un huevo y morirá, para renacer de las llamas en una era posterior del mundo.
            ―Ya me había parecido que era eso ―dijo la Sra. Whitaker.
            ―Y, por último, señora ―dijo Galaad―, le he traído esto.
            Lo sacó de su bolsa y se lo dio. Era una manzana, aparentemente tallada de un solo rubí, con un pedúnculo de ámbar.
            Algo nerviosa, la Sra. Whitaker la cogió. Era suave al tacto, más de lo que parecía: la magulló con los dedos y salió un jugo de color rubí que le corrió por la mano.
            La cocina se llenó, de forma casi imperceptible y mágica, del olor de la fruta de verano, de frambuesas y melocotones y fresas y grosellas. Como si vinieran de un lugar muy remoto, oyó voces distantes que cantaban y una música lejana.
            ―Es una de las manzanas de las Hespérides ―dijo Galaad, en voz baja―. Un mordisco curará cualquier enfermedad o herida, por muy profunda que sea; un segundo mordisco devuelve la juventud y la belleza; y dicen que un tercer mordisco otorga la vida eterna.
            La Sra. Whitaker se lamió el jugo pegajoso de la mano. Sabía a vino selecto.
            Hubo un momento, entonces, en que volvió a recordar perfectamente cómo era ser joven: tener un cuerpo firme y esbelto que podía hacer lo que ella quisiera que hiciese; correr por un camino rural por el simple placer de correr, tan impropio de una dama; que los hombres le sonrieran sólo porque era ella misma y se alegraba de serlo.
            La Sra. Whitaker miró a Sir Galaad, el más hermoso de los caballeros, sentado, bello y noble, en su pequeña cocina.
            Se quedó sin respiración.
            La Sra. Whitaker puso la fruta de rubí en la mesa de la cocina. Observó la piedra filosofal, el huevo del Fénix y la manzana de la vida.
            Luego fue al salón y miró hacia la repisa de la chimenea: el pequeño basset de porcelana, el Santo Grial y la fotografía de su difunto marido, Henry, sin camisa, sonriendo y comiéndose un helado en blanco y negro, hacía casi cuarenta años.
            Volvió a la cocina. El agua había empezado a hervir. Vertió un poco de agua caliente en la tetera, la removió un poco y la tiró. Luego, puso dos cucharaditas de té y una más para la tetera y vertió el resto del agua. Hizo todo esto en silencio.
            Se giró hacia Galaad y, entonces, le miró.
            ―Guarde esa manzana ―le dijo a Galaad, con firmeza―. No debería ofrecerle cosas así a una anciana. No es correcto.
            Entonces hizo una pausa.
            ―Pero me quedaré con las otras dos cosas ―continuó, tras pensarlo un momento―. Quedarán bien en la repisa de la chimenea. Y hay que reconocer que dos por uno es un trato justo.
            Galaad esbozó una sonrisa radiante. Puso la manzana en su bolsa de piel. Luego hincó la rodilla y le besó la mano a la Sra. Whitaker.
            ―Deje, deje ―dijo la Sra. Whitaker. Sirvió una taza de té para cada uno, después de sacar la mejor loza, que era sólo para ocasiones especiales.
            Se quedaron sentados en silencio, bebiéndose el té.
            Cuando se hubieron acabado el té, fueron al salón.
            Galaad se santiguó y cogió el Grial.
            La Sra. Whitaker colocó el huevo y la piedra donde había estado el Grial. El huevo no dejaba de inclinarse hacia un lado y lo apoyó contra el perrito de porcelana.
            ―La verdad es que quedan muy bien ―dijo la Sra. Whitaker.
            ―Sí ―asintió Galaad―. Quedan muy bien.
            ―¿Quiere algo para comer antes de marcharse? ―preguntó ella.
            Él negó con la cabeza.
            ―Un poco de plumcake ―dijo ella―. Quizá ahora no le apetezca, pero dentro de unas horas se alegrará de habérselo llevado. Y probablemente debería usar el servicio. A ver, deme eso que se lo envolveré.
            Le indicó el camino al lavabo pequeño del final del pasillo y se fue a la cocina, con el Grial en la mano. Tenía un poco de papel de regalo de Navidad en la despensa y lo usó para envolver el Grial, luego ató el paquete con un cordel. Entonces, cortó una rodaja grande de plumcake y la puso en una bolsa de papel marrón, junto a un plátano y una loncha de queso fundido envuelta en papel de plata.
            Galaad volvió del lavabo. Ella le dio la bolsa de papel y el Santo Grial. Entonces se puso de puntillas y le besó en la mejilla.
            ―Es usted un buen chico ―dijo―. Cuídese.
            Él la abrazó y ella le echó de la cocina, le hizo salir por la puerta de atrás y cerró la puerta tras él. Se sirvió otra taza de té y lloró silenciosamente, enjugándose con un kleenex, mientras el ruido de los cascos resonaba por la calle Hawthorne.
            El miércoles, la Sra. Whitaker se quedó en casa todo el día.
            El jueves, fue a la oficina de correos a recoger su pensión. Luego pasó por la Tienda de Oxfam.
            La cajera era nueva.
            ―¿Dónde está Marie? ―preguntó la Sra. Whitaker.
            La cajera, que tenía el cabello gris con reflejos azules y llevaba gafas azules con monturas que acababan en puntas de estrás, negó con la cabeza y se encogió de hombros.
            ―Se fue con un joven ―dijo.― A caballo. Tsk. ¿No le parece increíble? Yo tendría que estar en la tienda de Heathfield esta tarde. Tuve que pedirle a mi Johnny que me trajera aquí, mientras buscamos a otra persona.
            ―Oh ―dijo la Sra. Whitaker―. Bueno, está bien que se haya encontrado un novio.
            ―Estará bien para ella, quizá ―dijo la señora de la caja―, pero los hay que tenían que estar en Heathfield esta tarde.
            En la estantería que había cerca del fondo de la tienda la Sra. Whitaker encontró un viejo recipiente de plata sin lustrar con un pitorro largo. Le habían puesto un precio de sesenta peniques, según la etiquetita que tenía enganchada en un lado. Se parecía un poco a una tetera achatada y alargada.
            Cogió una novela de Mills & Boon que aún no había leído. Se llamaba Un amor singular. Llevó el libro y el recipiente de plata a la cajera.
            ―Sesenta y cinco peniques, querida ―dijo la mujer, mientras cogía el objeto de plata y lo observaba―. Qué cosa tan rara, ¿verdad? Llegó esta mañana ―tenía unos caracteres chinos antiguos grabados en un lado y un asa arqueada y elegante―. Será una especie de aceitera, supongo.
            ―No, no es una aceitera ―dijo la Sra. Whitaker, que sabía exactamente de qué se trataba―. Es una lámpara.
            Había un anillito de metal, sin adornos, atado al asa de la lámpara con un cordel marrón.
            ―Mire ―dijo la Sra. Whitaker―, pensándolo bien, creo que me quedaré sólo con el libro.

            Pagó los cinco peniques por la novela y volvió a poner la lámpara donde la había encontrado, al fondo de la tienda. Después de todo, reflexionó la Sra. Whitaker mientras volvía a casa, tampoco tenía dónde ponerla.



GAIMAN, Neil, Humo y Espejos, Norma Editorial, España, 1999, p. 20,.