jueves, 22 de mayo de 2014

Noche de esfuerzo y reflexión

Llaman al siguiente mi mejor trabajo, y no pretendo objetar esa afirmación; sí existe esa posibilidad de que hayan visto en mi trabajo cosas que yo no vi, cosas buenas, por que yo no veo más que error tras error, la imagen que creé de mi investigación nunca es alcanzada, yo nunca cumplo mis propias expectativas. Es muy bueno recibir apoyo, es muy bueno que vean que mejoro, que encuentro algo de que asirme, y es muy bueno que reconozcan tu trabajo y tu esfuerzo. 
Debo admitir que casi todo lo que escribo nace orgánicamente, de ideas que saltan durante la lectura y que no me dejan en paz; es la parte más divertida de la investigación, instaurar una verdad, notar que hay mucho que ya se ha dicho sobre esos pequeños detalles. Parece tan emocionante, comprobar tu propia hipótesis y darle un sustento a tus propias ideas. 
Nada es definitivo, pero hay tanto que decir. Es la parte maravillosa de la literatura y de estudiar literatura. Y es una de las partes maravillosas de esta carrera, escribir para ser leído, aunque sean nuestros compañeros de clase, es una forma de comenzar, pero sí quiero más, lo quiero todo.
Espero haber aprendido algo de este día, de como tomaron un trabajo que no me gustó, que me parece suelto y caótico y encontraron la maravilla de trabajar con una teoría científicamente; hay tanto que decir. Espero algún día me guste algo de lo que escribo, por que debo admitir que me divierto escribiéndolo.

La infinita mirada hacia la inmensidad

*Trabajo académico presentado para la clase Literatura europea moderna, del sexto semestre de la Licenciatura en Letras, en la Universidad Autónoma de Zacatecas.


¿No evoca el vértigo abisal de las grandes profundidades, la llamada de una infinitud abierta dispuesta a devorarnos y a la cual nos sometemos como a una fatalidad? ¡Qué agradable sería poder morir arrojándose al vacío absoluto!
-E. M. Cioran,
En las cimas de la desesperación

Toda empresa tiene su elixir, esa puesta a prueba de la vida entre los peligros y la desesperación para conseguir algo que no puede venir de otra fuente. La idea de una luz cálida para la humanidad tenía un costo más allá de sólo encender la lámpara, ya fuese del petróleo que luego dominaría el mercado, había un elemento aún más preciado que era arrancado de la vida misma de la naturaleza. Las monumentales bestias que surcaban las heladas aguas del océano llevaban consigo el preciado aceite que proveía de luz cualquier morada. Arrancado de la vida de una ballena, todo se aprovechaba, tomaban su semilla, para ver lo que resta entre el agua salada y la sangre del animal; la vida del barco entre viseras y restos de cetáceos.
Pero más allá de los fines industriales que significaban estos animales, estaban las vidas de aquellos que cargaban un arpón, listos para penetrar la gruesa piel de los mamíferos; esas vidas de cientos de hombre que pasaban sus día en el mar, alejados de las reglas sociales, sumergidos en la enormidad sin más compañía que ellos mismos, sin más entretenimiento que lo que el barco era capaz de ofrecer, y atados siempre al capricho inclemente de la naturaleza. Es entonces cuanto tu vida es reducida a la practicidad de la industria, es consumida por la necesidad de otros miles.
Moby Dick, la obra que nos atañe, cuenta distintos viajes; una visión desde la proa del Pequod; e Ismael, el narrador y único sobreviviente de la monumental travesía, es la visión, la experiencia de un sólo hombre frente a la venganza, la desesperación, la naturaleza y la ballena o “el mal absoluto”. Está la aventura de este hombre que es consumido por el mar, que busca el sentido de su vida entre la extensión total en medio del viaje del Capitán que sintió las mandíbulas de la monstruosa Moby Dick. Se trata de un descendimiento del personaje, el momento cuando el temperamento es puesta a prueba por algo mucho más grande, que devorará lo que puede. Es bajar al infierno, y en la mayoría de las historias épicas es fundamental para finalizar cualquier viaje, cualquier entendimiento del yo.
El hombre, Ismael vive sin ataduras en tierra firme, lo poco que conocemos de su vida, en las primeras líneas deja claro lo que significa la sustancia de la tierra: “Hace unos años —no importa cuánto hace exactamente—, teniendo poco o ningún dinero en el bolsillo, y nada en particular que me interesara en tierra, pensé que me iría a navegar un poco por ahí”[1]; el dinero no tiene más valor que pagar la supervivencia de un día más, no hay familia ni más sueños que pueda buscar, es entonces que el mar lo llama, cómo lo hace normalmente, como cualquiera que siente que no puede más con la población se aleja a la soledad absoluta, tiene esa decepción de la tierra firme, la sobrepoblación, la industria, la despersonalización de la ciudad de Nueva York, y dice:
…cada vez que la hipocondría me domina de tal modo que hace falta un recio principio moral para impedirme salir a la calle con toda deliberación a derribar metódicamente el sombrero a los transeúntes, entonces, entiendo que es más que hora de hacerme a la mar tan pronto como pueda[2]
La soledad que prometen las aguas, el nuevo compañerismo y hermandad que nace de los hombres que arriesgan su vida día con día, hace pensar que en tierra todo es falso, todo crea preocupaciones. Pero en ese mundo oceánico, se abren las fauces que devoran al hombre que no es estable; ya en el interior de sí mismo puede que encuentre algo que lo obligue a verse diferente, que lo obligue a caminar por distintos pasos
Porque la felicidad de las moradas profundas no ha de ser abandonada con ligereza, en favor de la dispersión del yo que priva en el individuo cuando está despierto. […] ¿Quién que haya abandonado el mundo —leemos— desearía regresar de nuevo? [..] Sin embargo, en tanto que vive, la vida lo llama.[3]
Éste es el vientre de la ballena que Joseph Campbell define como adentrarse y ser asimilado por una fuerza más grande y titánica; es una referencia constante a convertirse en el alimento, ser la energía que consumir; como ya se dijo se trata del mismo mar que reclama al alma inquieta, pero las posibilidades son caprichosas e inestables. “Ya estamos atrevidamente lanzados sobre la profundidad, pero pronto nos perderemos en sus inmensidades sin orillas ni puertos”.[4]
La mayoría de los viajes, sí existen por la búsqueda de un elixir,  el conocimiento colectivo de una comunidad; muchas veces los peligros que se encuentran van más allá de la madurez y el bien común, se trata de algo que poner en segundo plano sus intereses para sacrificarse por aquello de mayor importancia. Cuando hablamos de descender al infierno, es descender a tus propios miedos e inseguridades, es una interiorización, una experiencia puramente personal.
La caverna más profunda, ese espacio en el que se acepta su propio lado oscuro; encontrar y definir la personalidad dentro de la inmensidad que te come. El hombre que debe enfrentarse a sí mismo, para alcanzar su sentido como personaje, su razón de existir, por que alejado de todo “...deja su hogar y familia, vive mucho tiempo solo, mira demasiado profundamente en el espejo oscuro, entonces el tremendo suceso del encuentro puede caer sobre él.”[5], ahora dentro de la misma otredad, el sujeto experimenta un cambio de las percepciones del su mundo. Una transformación de los valores de la vida cotidiana, lo que era de importancia desaparece en el cosmos desconocido en el cual ahora se encuentra, a partir de experiencias, umbrales y desafíos:
El individuo, por medio de prolongadas disciplinas psicológicas, renuncia completamente a todo su apego a sus limitaciones personales, idiosincrasias, esperanzas y temores, ya no resiste a la aniquilación de sí mismo que es el prerrequisito al renacimiento en la realización de la verdad y así madura, al final, para la gran reconciliación.[6]
Se busca alejar de sus limitaciones y desesperaciones, para obtener el conocimiento, encontrándose en el proceso. Este viaje interior no es por la redención de una sociedad, sino la supremacía del ser humano frente a la naturaleza, no para adaptarse a ella, más bien se trata de la unificación.
Carl Jung propone al árbol contrastado al bosque; la totalidad frene a lo individual, dice: “el bosque, como sitio oscuro y opaco, es, como la profundidad del agua y el mar, lugar propicio para lo desconocido y lo misterioso”[7] esto significa que en este caso el mar engulle al individuo perdiéndose en este, debe identificar claramente su propia personalidad para no sumirse en la inmensidad del océano; los arboles como los peces y ahora un hombre, es un ser individual que debe persistir a pesar de la profundidad y lo desconocido; el sujeto se enfrenta a sí mismo para extraer un conocimiento que libere del tormento al pensamiento.
El ser humano que presupone ese sentido de individualidad, constantemente debe enfrentarse a su propia insignificancia. La existencia cargada de penas y dudas plantea ante cualquier ser un vacío. Nada que lo ate al mundo, nada que pone a prueba la sustancia individual, ya que es un instrumento para un propósito mucho más grande, un solo hombre en una embarcación mecánica y precisa, en la que cada uno tiene una función específica y nada más; convierte a los sujetos en una parte más del mar, en peces, esperando a ser consumidos por lo desconocido, los despersonaliza; se trata de lo mortal en contraste frente a lo inmortal, lo insignificante frente a lo inmenso.
Algo tan simple como una luz de noche  representa el riesgo de cientos de individuos que sin nada más que sobrevivir, se enfrentan a los más bello y aterrador del mar, esa imagen infinita en la que lo desconocido está alrededor, y afuera está la bestia, que es el más grande de los peligros y dentro, el preciado elixir: “Y no era tanto su insólito tamaño, ni su sorprendente color, ni tampoco su deformada mandíbula inferior lo que revestía a la ballena de terror natural, cuanto esa inteligente malignidad […] que había evidenciado una vez y otra en sus ataques.”[8], la omnipresencia del animal, ésta nunca se pierde en la inmensidad, más bien juega con ella y la usa para su beneficio; no hay personaje más definido, ni más grande misterio para el hombre. Moby Dick es la presa, la última finalidad, pero también es la ballena esperando devorarte.
Es natural que el cazador se desdoble en su presa, que busque acabar con su propio lado oscuro, con sus perturbaciones, pero el capitán Ahab se pierde dentro de ellas; busca su venganza, pero su motivación es su único medio de vida; aniquilar no es la condición para enfrentársele, pues termina matándose a sí mismo. Aquello que le impulsaba a seguir es la agonía de sobrevivir al impacto del ese (su) mundo.
Ahab fue devorado, “Y entonces fue cuando, pasándole de repente por debajo su mandíbula inferior, en forma de hoz, Moby Dick había segado la pierna de Ahab, como corta un segador una brizna de hierba en el campo.”[9] Pero su personalidad fue consumida por su lado oscuro, fue asimilado por el odio y la desesperación, “— ¡Ah, Ahab! —Gritó Starbuck—, no es demasiado tarde, incluso ahora, el tercer día, para desistir. ¡Mira! Moby Dick no te busca. ¡Eres tú, eres tú el que locamente la buscas!”[10] y se demuestra en sus últimos momentos. Él trata de encontrar la verdad absoluta, que es se presenta evasiva y poderosa allá dónde el horizonte no parece terminar; por eso al alcanzarla debe ser destruido con ella y consumido totalmente.
Sin embargo hay vida después del caos, “Así, flotando al margen de la escena sucesiva […], cuando me alcanzó la succión semiextinguida del barco, fui atraído entonces, pero despacio, hacia el abismo que se cerraba.”[11] Vomitado del agua, desde la desesperación de un hombre aparece un único sobreviviente, un huérfano de esa resurrección prometida a la esencia capaz de ver al abismo directamente y no perderse; es cuando:
Después de disolver totalmente todas sus ambiciones personales, ya no trata de vivir, sino que se entrega voluntariamente a lo que haya de pasarle; o sea que se convierte en anónimo. La Ley vive en él con su consentimiento sin reservas.[12]
El individuo dentro se su propia insignificancia encontrará su personalidad, pues ha vivido, ha obtenido el conocimiento prometido, que finalmente nos lega a nosotros. Aquel a quien llamamos Ismael.
Herman Melville colocó su conocimiento enciclopédico del mar que lo acogió por años, le dio un modo de vida e historias que contar; él mismo penetro en las bestias en busca del elixir, finalmente moriría en la ciudad, olvidado pero dejándonos este monstruo. Moby Dick no es una obra fácil de tratar, es un demonio repleto de detalles, en la que impera el simbolismo y adentrarse por sí mismo representa un enfrentamiento ante las obsesiones, las inseguridades, la inmensidad y el miedo a perderse entre dolor que cargan consigo las palabras y todo lo que aquel neoyorquino fue capaz de vislumbrar.





[1] MELVILE, Herman, Moby Dick o La Ballena, Universidad Autónoma de México, México, 1984, p. 19
[2] Ibídem.
[3] CAMPBELL, Joseph, El héroe de las mil caras, Fondo de cultura Económica, México, 1959, p. 120
[4] MELVILE, Herman, Óp. Cit., p. 103
[5] CAMPBELL, Joseph, Óp. Cit., p. 118
[6] Ibíd., p. 136
[7] JUNG, Carl Gustave, Simbología del espíritu, Fondo de cultura Económica, México, 2001, p, 60
[8] MELVILE, Herman, Óp. Cit., p. 134
[9] Ibid., p. 135
[10] Ibid., p. 385
[11] Ibid., p. 389
[12] CAMPBELL, Óp. Cit., p.136