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viernes, 22 de noviembre de 2019

Dile que sí

Recargar una guitarra acústica en una esquina es un elemento ornamental perfecto como fondo de selfie, grabar un video o invitar a una chica linda a tu cuarto, de la misma manera que enriquecer una biblioteca con libros que nunca se han leído y que sin embargo su naturaleza canónica los vuelven una pieza imprescindible de la antes mencionada biblioteca.
Par mí, más allá de la pretensión que significa llamarte músico o lector ávido, existe otro discurso tal vez más snob, tal vez más noble, que es el aceptar tal ornamento no para presumir de lo que sabes tocar o de lo que has leído sin que ninguna de estas dos cosas sea verdad, sino hacer saber a todos que aceptas que la cultura misma es hermosa y vale la pena hacerle un pequeño altar en tu santuario que es tu cuarto o tu librero. Es decirle al mundo: “no sé tocar, pero me encanta la guitarra como objeto, me encanta la gente que sí la toca, me encanta tanto lo qué se ha hecho con ella en la música del siglo XX, que la tengo aquí en mi cuarto como emblema de todo eso, aunque nunca se halla tocado en la historia”. Por eso, creo yo, la gente recarga guitarras en la esquina de su cuarto, o cuelga Les Paul sunburst en la pared, porque es algo demasiado genial para hacerle no un monumento.
Lo mismo sucede con los libros que nunca leemos pero que curamos cuidadosamente para acompañar los que sí leímos en nuestro librero. Habla de nosotros, de lo que entendemos por literatura, por lectura, lo que esperamos leer, y lo que sabemos que nunca leeremos pero que son bellos. ¿Es todo esto una exageración y ensalzamiento del consumismo? Lo que es cierto es que los objetos cuentan historias y aquellos que elegimos con atención para adornar nuestro espacio dicen más de nosotros de lo que imaginamos. Hay que recordar que nuestro cuarto es una proyección de nuestra mente.

domingo, 6 de enero de 2019

El mito absoluto de seguir aquí

¿Por qué no puede ser ésta una imagen?


5 de enero del 2019, sábado. No estoy esperando a los reyes magos, sino a él que dijo que llamaría. Mientras me convenzo de que no llamará pongo un disco y leo un libro. El disco: Bloom de Beach House. No me lo esperaba, suena brillante, dulce y claro; es una experiencia preciosa escucharlo help me to name it[1], cada que lo escuche recordaré este momento, encontré una canción para todo el 2018. No he cenado pero sigo esperando.
El libro: Los Desesperados de Joselo Rangel. Tampoco lo esperaba. No soy fan de su música pero he disfrutado su literatura. Es una historia de amor, rock y el fin del mundo, como debe de ser. Lo acompaña una playlist pero sigo con un solo disco. Me he reído mucho con este libro; tiene razón, tu instrumento te define ¿en verdad? Todos los bajistas son raros, conozco varios, otros no. Creo que los bajistas son cool en general, llaman la atención porque no sobresalen, pero una vez que escuchas el bajo no puedes dejar de escucharlo. Yo entendía que uno escoge la guitarra como acto de ir a la tienda a comprarla, pero es el bajo el que te escoge a ti.
No publiqué una breve reflexión musical en Facebook, pero lancé una pregunta al aire ¿No se cansan de los tributos? Hubo quien respondió sin responder, unos cuantos me gusta, pero así, como abierta es la pregunta dos respondieron: no. No me molesta que la gente toque sus canciones favoritas y cobre por ello, si es en verdad el caso, pero en general me preocupa que lo que el público quiera escuchar es lo mismo de siempre. Aparecen bandas como Greta Von Fleet, que suena vieja, literalmente, una copia más de Led Zeppelin. Ahí están los discos, no tienen que ir a un tributo, a un bar a escuchar una banda de covers. La experiencia de quedarse quieto un rato y escuchar un disco, verdaderamente escucharlo es mucho mejor. Pero la gente paga por spotify, pone una lista en youtube y se creen escuchas de una banda, ya no se tiene el esfuerzo de levantarse a cambiar el lado del disco. Me di cuenta: la música no debe ser infinita, parte de su esencia es comienza y termina, hay un silencio ahí, dónde uno puede detenerse a escuchar de verdad.
Ayer viernes, mientras esperábamos por el grupo de covers de mi hermano, en la pantalla se veían videos de Los Enanitos Verdes viejitos tocando las canciones que todos conocen, unos tales Matute tocando covers ochenteros mientras se visten como reggetoneros, Los Hombres G tocando canciones de chavitos viéndose como los papás rabo verde de alguna compañerita de primaria. Pueden parecer duras mis sentencias, pero mi incomodidad fue esa ¿es lo que la gente viene a escuchar? Me reclamaron en Facebook porque yo misma tocaba covers. No, ya no me hacia feliz. Creía que mi banda merecia más, exigirse más; pero tocamos mucho muy rápido, no dejó espacio para sopesar qué estábamos haciendo y qué queríamos. Me frustré. No me gustaba esa actitud paternalista de todos a nuestro alrededor consintiéndonos más de lo justo. Cuando estoy triste veo el documental de las Ultrasónicas Todos están muriendo aquí ¿es que he idealizado el fracaso? Tal vez fracaso es una palabra fuerte. Todo fue más complejo para otras mujeres en la música, les tomó mucho ser tomadas en serio ¿y quién dice que a nosotras nos tomaban en serio? Parecía más bien una cosa rara que todos querían mirar y presumir, como una tierna mascota a la que todos quieren acariciar. Más frustración. Tres de la mañana. Ya vete a dormir.



[1] Myth, BEACH HOUSE, Sub Pop, 2012.

lunes, 24 de septiembre de 2018

Rock de chicas

"Women aren’t interested in music. Women don’t make music. Women don’t buy music…”[1]


Los amplificadores se callaron. Los murmullos del publico llenan el espacio con un ruido sordo y amorfo. Llegó el momento de que otra agrupación suba al escenario, cinco chicas armadas con nada más que sus instrumentos, se enredan entre cables, toman posiciones, suben volúmenes, hay unos pocos golpes a la batería. De entre las voces fusionadas del público, se distingue una que grita arrogante: “¡mucha ropa!”.
Esa ha sido la única falta de respeto que hemos experimentado. Nos unimos nerviosas, imaginando toda clase de improperios por el hecho de ser mujeres, por el hecho de atrevernos a tocar rock; meternos a cuevas repletas de violencia y testosterona, exponiéndonos al escrutinio de los hombres que creen que tienen el derecho de gritar lo que les de la gana, convertirnos en objetos para su entretenimiento, nuestro lugar está entre sus piernas y no en un escenario. Sin embargo nos encontramos con una situación muy diferente, el público siempre nos ha tratado con respeto, siempre recibimos apoyo y una agradable energía. Levantamos la cabeza, pues nos hemos atrevido a pararnos frente a todos y hacernos sonar.
Desde el primer momento, la banda recibió numerosas invitaciones y oportunidad para presentarnos en distintos foros. Ganamos un poco de reconocimiento y actualmente somos de las pocas banda de chicas activas en el estado. Parecía que algunos habían encontrado una mascota que presumir frente a todos, la novedad extraña que estuvo de moda ¿no es una forma también de represión? No hay nada de malo con todo esto, siempre y cuando se pueda capitalizar en verdaderas oportunidades, se pueda sacar provecho a toda esa visibilidad, porque contrario a lo que la experiencia nos ha enseñado, la visibilidad es el principal problema de las mujeres en el rock.
No hay una forma correcta de nombrarlo ¿rock femenino? ¿rock de mujeres? Como si hubiera una distinción entre lo que una banda convencional, formada por hombres y una formada por mujeres es capaz de hacer. Es sólo música, no importa el sexo. Nunca se sintió diferente, desde el principio no éramos más que cinco personas reunidas para tocar canciones que les gustaban, no hay un esfera aparte, ni un umbral indescifrable simplemente un gusto por la música.
No son pocas las mujeres que han deseado dejar su mensaje, de hacerse escuchar; liberar todas sus opiniones, frustraciones y experiencias con ayuda de distorsiones y un volumen alto; sin embargo han tenido poca oportunidad de darse a conocer puesto que la industria nunca se ha visto capaz de tomarlas en serio. Mucho de esto se debe a la creencia de que el carácter masculino del género musical es lo que le da identidad.
La relación de las mujeres y el rock n’roll es complicada. Se trata de un medio sexista dominado por hombres en que las mujeres no son más que objetos que se desechan e intercambian fácilmente, y sin embargo son una presencia constante; donde haya una banda, allí habrá una chica, tal vez más. Las groupies no nacieron siendo las que se acuestan con los músicos, comenzaron queriendo estar ahí por y para la música, buscar y entregarse completamente a una agrupación, y amar tanto una pieza musical que vivían su vida en ello.
Nos han inculcado que nosotras no nos paramos frente a una multitud a gritar nuestras inquietudes, a expresar nuestras posturas. Pero ¿quién dice que las mujeres no lo hacen? Van por el mundo expresando sus ideas, relegadas en los espacios donde los hombres quieren verlas; y los hombres no las quieren ver en bandas de Rock, no las quieren tomar en serio como músicos ni como interpretes, sin embargo hay una lista (no tan larga como debería) de mujeres que se impusieron ante ese pensamiento, que a pesar de lo adverso se pararon frente a una multitud a gritar: ¡jódanse! Y vale la pena admirar a cada una de ellas, y desear compartir con ellas ese valor, de tomar una guitarra o lo que les de la gana, una pluma, un megáfono y decir lo que se tenga que decir. Ahora tenemos la oportunidad de que nos tomen en serio, y por eso debemos aprovechar cada espacio para hacer todo el ruido posible. Nosotras que nos atrevimos a tomar un instrumento, a subirle al volumen, a buscar a otras como nosotras y hacer ese dulce Rock n’ Roll.

lunes, 30 de julio de 2018

Lo que me queda


Hoy es mi día libre. Quiero quedarme todo el día en cama, todo el día en el sofá, todo el día escuchando música. Hace dos años esa era mi rutina. Cambié todo eso por viajes en autobús, trasnochadas semanas malcomiendo. Más que todo eso, dejé de escribir, dejé de leer, dejé de escuchar música. Estoy agotada, agotada por mi propia conciencia, por mis propios pensamientos que se acumulan como en una torre muy alta que va a colapsar en cualquier momento. Ya se ha escrito mucho al respecto, pero hay un vacío en medio de todo esto, es eso que hace que todo se sienta tan frágil, a punto de derrumbarse.
El viernes en la madrugada me dio por llorar. Algo me despertó en la ventana, en la cama y mi cabeza se llenó de ideas. Eso me pasaba muy seguido cuando era niña, cuando no era feliz, porque todo eran reclamos y un sentimiento de soledad constante. Así me siento ahora; en una cama que no era la mía, durmiendo en una casa que no era la mía. Durmiendo junto a alguien, alguien que me moría de ganas de abrazar, de que me rodeara en sus brazos y me perdiera en su respiración, en sus latidos. Lo tenía ahí a mí lado y lo sentía tan lejano, que pensé que esa era la verdadera ausencia, la verdadera soledad. Estar tan cerca de alguien y no poderlo alcanzar.
Lo soñé en un estacionamiento. Hace ya tanto de eso. Estaba ahí rodeada de gente, rodeada de desesperación, le gritaba pero sólo se alejaba, sólo lo veía alejarse. Siempre se va en mis sueños. Aunque esté ahí durmiendo en sus brazos. Una cadena de anhelos incumplidos.
En el sofá me le quedaba viendo. Tratando de reconocer ese rostro y sintiéndome bien por eso. Te veo, porque a pesar de los enfados, de los reproches, de las amarguras todavía reconozco al hombre del que estoy enamorada. Todavía lo veo claramente en los gestos, en las risas. Es lo único que siento ahora, es lo que me permite seguir, lo que me entristece. Lo que me queda.
Algo está muy mal conmigo. Lo vi ahí consintiendo a su cachorro y me dieron ganas de darle un hijo. Como si lo único que me quedará es ofrecerle cosas. Una traición de mi útero. Al final en qué lugar me dejaría. Parecía perfecto, tan dispuesto a cuidar, a querer, a proteger, tan capaz de construir algo –¡sí! Yo quiero construir contigo–. Son esos sentimientos, esas ideas las que me hicieron llorar. Empecé a hablar en voz alta, ahí en la oscuridad de la madrugada, con las piernas enredadas bajo las cobijas. No sé si me escuchó, no sé si le dio sentido a mis palabras. No sé si lo olvidó entre sueños. Es lo que me queda: una confesión nocturna, una felación matutina.

miércoles, 5 de julio de 2017

De huecos pamboleros


Es algo tarde para hablar de futbol, pero el verano aún no ha terminado. Debo decir que soy aficionada al deporte, me entretiene verlo; no lo practico, pero tampoco creo que sea un cáncer creado para sacar las peores actitudes del ser humano, ni un medio de distracción para las masas (aunque a veces tenga esa función). Me gusta verlo, me emociona ver a mi equipo jugar, y lo sufro, tanto que prefiero alejarme en situaciones extremas hasta que mi presencia sea absolutamente necesaria –porque me lo demande mi afición–. Este entusiasmo por el deporte es propio de mi familia, no nos fue inculcado con horarios y programaciones, fue algo que nació de la observación, algo que mamamos del seno familiar; un ritual que permitía que cualquier rencor, enojo o preocupación desapareciera, que como familia nos salvó de oscuros momentos, que aún hoy nos da razones para reunirnos, desayunar juntos o comentar durante la sobremesa, tanto así que una de las pocas fotos familiares que existen nos muestra a todos usando el jersey de los Pumas.
Mi padre fue el primer entusiasta. Él alimento su pasión con la experiencia de las pequeñas pandillas jóvenes en la vecindad; lo llevó hasta el estadio, le permitió ver al mismísimo rey Pelé en el mundial de México 70; lo arrastro hasta las  pasionales hinchas, dónde llevó a sus hermanos y después a sus hijos. Egresado de la Universidad Nacional Autónoma de México, apoyó en todas sus disciplinas a su alma mater. Los Pumas eran su orgullo, sus desplantes de furia y de sus preocupaciones, fue justamente eso lo que nos heredó.
Ver a Chile jugar la semana pasada fue uno de esos momentos en que puedes genuinamente emocionarte por el deporte, y sufrir cada oportunidad de gol desperdiciada. Puedes ver la pasión en la cara de los jugadores, ese poderoso empuje que termina golpeándose de cara ante la imposibilidad, ante el orden tan natural de una selección como la alemana. Es el juego en su estado frío y calculador, pero al mismo tiempo en su versión más efervescente, más furiosa. Un partido digno para cualquiera de los dos, una final en la que las lágrimas no faltaron y el pasto se llevo más de un golpe.  Después el tema del análisis es el México ostentador del cuarto lugar, que se vio casi ahogado en más de una ocasión y que dejó que una poderosa Alemania le pasara por encima ¿para qué vino hasta acá? ¿por qué no puede tomar un lugar junto a los grandes o aspirar a eventos heroicos?  ¿Mejorará algún día? Yo no soy optimista.
El futbol mexicano no es motivo de orgullo. Está podrido en su núcleo y nunca se recuperará. Se alimenta de la corrupción como cualquier otro representante nacional, como el gobierno mismo que personifica. Es una mentira del mismo sistema de futbol mundial, que le hace creer que es una selección importante, poderosa, histórica y necesaria, puede que todo esto sea cierto, pero como enorme aportador de dinero, riqueza que nunca sabemos de dónde viene y termina en los bolsillos de unos pocos, a cambio de la pasión y la “esperanza” de un país. El futbol mexicano carece de identidad porque nace de un país que aún no ha superado su complejo adolescente, que le cuesta comprender su historia, que trata caricaturescamente sus símbolos nacionales, que se hunde en su propia putrefacción. Cada equipo que adoramos incondicionalmente tiene tras de sí la sombra de dos televisoras, que alimentan su poder con la afición de la población, la más humilde y honesta, así como la sombra de una federación impulsada por compadrazgos: conveniencias que terminan por truncar el talento y los sueños de los jóvenes que son desplazados para que unos cuantos sudamericanos cobren un poco más, para inflar aún más los bolsillos de quién sabe quién y consumir ese futbol mexicano que se jacta de ganar una copa de oro, que se frustra por no poderle ganar a Argentina o a Alemania, que no ha podido nunca ganar un partido de eliminación directa en un mundial. Ese es el legado del futbol mexicano, un legado de mediocridad que trae consigo millones de dólares.
La próxima vez que veamos a México jugándosela en la cancha, enredándose con sus propios pies estaremos viendo el resultado de una identidad truncada, incapacitada que da mucho poder a la hegemonía de las televisoras, que sí realza los sentimientos patrióticos empujados al fondo durante las ceremonias de honores a la bandera los lunes. Hipocresía es lo que se respira en el Estadio Azteca, tal vez el único momento en que puedan entonar el himno nacional con orgullo, tragándose ese teatro fácilmente, permitiendo esa suciedad siempre y cuando les permitan gritar: ¡Puto!

miércoles, 19 de abril de 2017

Algo sabes de mí


voy a deshacerme de ti
de todos las confesiones publicadas
y ese beso que fue indigesto

eres eso que duele en la mañana

una selfie de vez en cuando
un tuit vacío soltado en el momento menos indicado
eres todo lo que yo pida
¿está enojado, triste o insufriblemente enamorado?

algo sabes de mí dice un presagio

si te sirviera verme encarcelada
puedo abandonar el teléfono
dejar mensajes sin respuesta


hasta te insinué que te fueras con ella