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domingo, 6 de enero de 2019

Recuento del 2018

Me gustaron Sueño en otro idioma y Los adioses. Me gusto mucho Proyecto Florida. Me gustaron mucho más Roma y Museo.Me divertí viendo Black Panther. Me divertí mucho más con Infinity War. Venom es graciosa pero nada más.

Me encantó The Marvelous Mrs. Maisel, todo el mundo debería estar viéndola y hablando de ella. Lloré con Mad Men, porque tiene muchos capítulos de año nuevo. Lloré de nuevo con Gilmore Girls. 

Principalmente leí no-ficción. Mención especial para Misterios de la sala oscura de Fernanda Solórzano y La chica de la banda, autobiografía de Kim Gordon. 

St. Vincent sigue siendo genial. Screaming Females súper genial. La canción del año es Myth de Beach House, me llegó tarde es cierto. No más rock progresivo ni metal, aunque Tool está bien. Primus, es fuera de serie. Expresiones burdas para hablar de cosas grandiosas. 

Magic es muy divertido y complejo, vale la pena seguir jugando. Hay juegos de mesa que son realmente divertidos: Las siete maravillas, Love Letter y Ticket to Ride. 

Tocar en un escenario es la cosa más genial del mundo. Hay una batería en mi sala y un amplificador siempre conectado.

Volví a hacer flan. Me dejaron plantada. Me llamaron de sorpresa. Fui a un festival de música local. Me subi a cantar en un bar, no me volvieron a llamar. Conocí a varias personas vegetarianas, amo la carne. Fui a varias entrevistas de trabajo, me dijeron que no en una Sex Shop. Nunca seré maestra de primaria. No sé porque pasan las cosas que pasan. Nunca maduramos. 26 años.

jueves, 4 de octubre de 2018

Hoy

Hay cosas bellas en sí mismas: Me encanta que el bajo tenga un alma (o una guitarra en su defecto). Es maravilloso que la madera esté viva, tiene una resonancia, se expande, se contrae, reacciona al clima y a las personas. Me encanta que los discos tengan surcos y ahí se esconda la música. Me encanta que los perritos sólo busquen un lugar dónde apoyar su cabeza. Es increíble que puedas tener toda una historia en tus manos, que una fotografía detenga un momento. Es increíble que una melodía te haga llorar o que un aroma te recuerde tantas cosas. Es maravilloso regresar a casa y que toda huela a comida recién hecha. Es maravilloso que una persona te mantenga tibio por la noche.

miércoles, 14 de junio de 2017

Crónica de una huida aplazada

Si hay frente a mí una pantalla en blanco, no consigue llamar mi atención (Siempre hablas de la pagina en blanco, es un lugar común; y lo es). Llevo varios días distraída. Me golpean imágenes de días pasados. El tiempo se siente como un cúmulo de situaciones sin sentido en forma de un pasillo largo y una incertidumbre en el pecho. Puedo recordar lo frenético de las situaciones, de repente el cielo se mezcla en tonos de morado y ya sólo queda la noche.
Es 12 de junio de 2014, son la 11:30 de la noche, no queda nadie en la sala de espera. Un estéril quirófano queda en silencio. Un completo desconocido viene a darte una ineludible noticia: tu madre dejó de respirar, su corazón no pudo más. Acaba de morir. Trato de pensar ¿Cómo debe sentirse mi cuerpo? ¿cómo debe reaccionar? Quiere desmoronarse, quiere llorar sin remedio; en cambio mi cerebro repite las palabras, repite las imágenes. Podría ser mañana, podría ser ayer. Ya no lo sé.
Es jueves, amaneció y eso no fue doloroso; pero por la tarde los gritos y el sudor inundan la casa ¿qué debo hacer con mis manos? No tengo idea de cómo permanecer parada. Mañana viernes tengo un examen. A media noche mando un mensaje: No podré llegar, avísale a la maestra. Mi mamá murió.
Son las dos de la mañana en la funeraria. Sólo escucho rezos y llantos descontrolados. Estoy cansada, quiero dormir, quiero alejarme de todos, este es uno de esos días en que no quiero ser yo, quiero correr y no volver; pero debo estar aquí, debo estar destrozada, para los dolientes. Les encanta criticarme, porque yo soy hija, porque tengo algo de culpa, porque nací egoísta, nunca deje de serlo, porque continué yendo a la escuela en vez de pasar todo mi tiempo en el hospital, porque no me he desmayado o porque permanezco quieta en mi rincón.
Es medio día, todo sigue igual allá afuera. Los niños acaban de salir de la escuela y el día parece más brillante que los anteriores. Dentro de la funeraria todo es oscuro y repleto de cuchicheos. Yo sólo quiero un trago de vodka y tirarme a dormir. Nunca me he sentido tan sola en mi vida, porque todos piensan en su dolor, no importan los demás. Solamente quiero alguien que me haga sentir normal. Los tengo: Una, dos, cuatro, una más. Ellos vinieron para mí, yo no se los pedí. Que dulces fueron, hoy se los digo.
Pasan de las cuatro. Estamos frente a un cementerio. Un hoyo en la tierra. Gente que llora y grita. Estoy perdida en la multitud. Soy una extraña en el entierro de mi madre. Algunos me abrazan queriendo callar su propio dolor.  La gente se desmaya, se desmorona. Estoy molesta ¡¿cómo pudiste abandonarme aquí? ¿cómo no te importó dejarme sola?! Quiero irme y no volver.
No quiero ir a casa ¿puedo ir a la tuya? No quiero ver esa puerta, no quiero ver esa sala, no quiero ver esa cama ¿Puedo quedarme aquí un par de horas? Hablar del examen de esta mañana.
Cinco (¿cuatro?) días después estoy frente al examen. Sólo debo pensar en la morfosintaxis. Sólo debo pensar en arborizaciones: sintagma nominal, sintagma verbal, sujeto, verbo, objeto… Regreso a casa pensando: sujeto, verbo, objeto… ¿qué hubiera dicho mi madre? Me hubiera dado su bendición, me hubiera dado un beso de buena suerte. Ahora me toca llorar en el camión. Veo la ruta que me sé de memoria. Cada tramo del boulevard, cada mínimo cambio, con el llanto que no lloré en el funeral, con la soledad que tanto anhelaba. Por fin estoy sola. Entonces debí irme y no regresar, pero sí regresé y ahora estoy aquí.

Es 12 de junio de 2017. Escucho a un poeta hablar de la muerte. De la casa abandonada, la ropa que se dejó atrás, la partida de damas chinas que dejamos incompleta, la serie que quedó sin terminar, la película que no vimos. Escucho a un poeta hablar de la muerte y sólo puedo llorar, porque cada año es tan igual que el anterior que no logro recordar esos en los que no era huérfana. Otro febrero, otro marzo, puedo sentir la ausencia, la vuelvo a sentir el 10 de mayo, me golpea en junio, me deja tranquila un par de meses, es evidente en diciembre y todo vuelve a empezar. En verdad necesito irme.

lunes, 17 de abril de 2017

¿Cómo le he hecho para escribirme de esta manera?

Llevo casi nueve años con este blog. Ha sido tan inconstante como solamente yo puedo serlo. Ha tenido muchas formas y ha pasado por varías etapas, tan ingenuas como deben ser, tan perfeccionistas como lo es permitido, tan vacías como la actividad de describir la vida de una chica puede significar. Aquí hay anécdotas, opiniones, ensayos, cuentos, poemas, testimonios, reflexiones y confesiones. Lo creé en 2009 porque necesitaba existir en algún lado del internet, necesitaba ser, y tener un referente para cuando alguien me preguntara quién soy y cómo puedo definirme. En ese entonces no existía Facebook, no había un algoritmo que te indicara qué debe gustarte o quiénes deben ser tus amigos, debías esforzarte por hacerte de una voz y blogger era la opción más sencilla. Hoy hay tantos opciones para dejar salir las ideas y opiniones sin discriminación alguna. 
Claro que en 2009 existía fecebook, pero en México era algo ajeno todavía, sólo unos cuanto jóvenes se aventuraban a ese mundo que prometía lo que prometieron Myspace o Hi5 antes, de alguna manera lo hacía más sencillo. Por esos años fue que abrí Facebook también, pero no me atrevía a vaciar ahí mis inquietudes, después poco a poco me animé, pero no me llevo muy lejos. Hoy en día, lo abro por inercia, difícilmente escribo algo personal, casi no interactúo, me limito sólo a compartir cosas que me interesen leer más adelante y a actualizar mi foto de perfil y portada. Sigo atada a este blog, es de los pocos referentes de lo que soy, aunque no he sido completamente honesta todo el tiempo. Deseo de hacerme de una voz que impulse a los demás a leer, a comentar, pero hace falta tanto. Perdí lectores cuando cambié la dirección para que encajara con el resto de mis redes sociales, en cierta forma eso también es construcción de identidad. Busquen the bleu velvet en google y me hallaran sólo a mí.  
Sólo me queda esperar por otros ocho años, que siga existiendo blogger, que quede este testimonio de que alguna vez existí. Dejen comentarios de sus inquietudes, quién quiera que esté para leer esto.

lunes, 24 de octubre de 2016

Crisis de identidad II

Ayer me sentía muy triste. Me senté a llorar comiendo pasta mientras veía Antes de la Medianoche, nada parecía ser lo suficiente, es uno de esos momentos en que estas sola y todo se siente extrañamente pesado. Recién había terminado de leer el libro y todo se volvió gloomy las canciones con la que acompañaba la lectura me empujaban hacía ese profundo abismo de soledad. Por supuesto que exagero la descripción, pero en verdad tuve un pequeño empujón a la depresión. Quería seguir en ese mundo de fiestas, excesos y rock and roll, quería volver a las anécdotas de pretensión artística en la música urbana popular. Me sentía como si me hubieran abandonado en la estación de autobuses y los hubiera visto marcharse sin mí.


Playlist:
The Stooges - T.V. Eye
New York Dolls - Personality Crisis
Iggy Pop - The Passenger
The Velvet Underground - I’m waiting for the men

sábado, 31 de octubre de 2015

Se trata de un caballo de diferente color: breve revisión al clásico El Mago de Oz



 El arte y el cine llevan en consideraciones por décadas, esa línea entre el consumismo comercial y la artística creación a penas se delineaba en el naciente medio. Las majestuosas estrellas del cine en su época de oro trajeron historias universales que alimentaban una industria así como creaban los parámetros para el arte en años posteriores.
Hace setenta años el cine existía sólo en inmensas pantallas, se trataba de un pacto dispuesto a revelarnos nuestros más imaginativos deseos convertidos en formidables escenarios llenos de vividos colores. En el año de 1939 la fabrica de sueños eran enormes estudios principalmente bajo la distribución de Metro-Goldwyn-Mayer; ese año, Victor Fleming presentaba la monumental producción: El Mago de Oz.
Dedicada, al principio del metraje, a los jóvenes de corazón, retrataba una historia fantástica que juega entre el tedio en color sepia y los vibrantes colores de los sueños hechos realidad; un optimista cuento que recuerda que a pesar de los orígenes, cada individuo puede encontrar lo que cree haber perdido dentro de sí mismo, así se trate de su valor, su sensibilidad, su inteligencia y por su puesto su hogar; recuerda que si aquello que creemos perdido no se encuentra en el patio de la casa, no lo hemos perdido realmente.
Todo aparece ante nuestros ojos por medio de una joven Judy Garland, quien daba efervescentes pasos a través de un camino amarillo lleno de posibilidades, se trata de Dorothy Gale, una huérfana que siempre tiene su mente ocupada por sueños de mundo ideales más allá del arcoíris. Tal papel lanzaría al estrellato a la interprete de increíble talento, se trata del punto más alto de su carrera por el cual sería siempre inmortalizada.
El viaje de la inocencia hacia la madurez, al igual que toda experiencia fantástica, convence al espectador en ese mágico cambio de la gris e incipiente realidad, hacia el mundo más allá del arcoíris, donde existe la magia y los cuadrúpedos cambian de color.  Así como podemos ser atrapados por nuestros sueños, estos pueden sumirnos en nuestros miedos e inseguridades. Dorothy debe aprender más de sí misma si espera regresar a su hogar tranquilo, apacible y seguro. Como toda introspección a través del agujero del conejo, es un viaje de autodescubrimiento, en el que la personalidad de nuestra pequeña e ingenua heroína debe superarse ante las adversidades que representa la maldad, aquella a la que el niño pequeño teme al apagar la luz o ver bajo su cama.


Recurro a reseñar esta historia, porque imagino que debemos regresar a los cuentos básicos de descubrimiento y valor para poder enfrentarnos a la psicología de la sociedad, del individuo o la existencia, para recordar la juventud que hay en los corazones. Esta obra cinematográfica es la más viva representación del cine clásico, rebosante de inocencia y personalidad que volvían al arte en simplemente una fantasía hecha realidad.

sábado, 28 de marzo de 2015

Fechado para hoy

Parece que no pasa el tiempo, cuando uno como estudiante se congrega cada año; y tan fácil le da a uno la nostalgia. Una semana puede ser tan poco y de la nada vuelve uno a la normalidad, que ya no se sabe si se vivió o sobrevivió. Regresamos hoy, con ganas de quedarse, con ganas de no volver, pero así es esto, así va a ser.

lunes, 16 de marzo de 2015

4


Así mueren los hombres ahora. Pudriéndose en las calles, como animales se devoran entre ellos. No quieren saber nada de nadie, no pueden. Las calles son laberintos, sin salida, tan confusos y abstractos que se abren y se cierran, pero nadie se da cuenta. Ahí esta el callejón, donde una vez las personas convivieron juntas, tenían vecinos, amigos, confidentes; tenían familia, recuerdos. Ahora sólo tienen hambre.
El callejón olía a podredumbre, los cuerpos se apilaban en las esquinas, cubiertos de gusanos ratas y perros que peleaban por los huesos. El agua estancada olía a mierda, sangre, orina, carne podrida, lodo y basura. Todo combinado provoca repugnancia; los hombres ya no lo notan y se arrastran entre la porquería, siempre en busca de sobrevivir, devorando aquello que alcanzan.
Ella apenas caminaba por ese callejón, arrastraba un pie gangrenado que mutilaba lentamente su pierna, tenia el brazo estaba roto y lo sujetaba con el otro.  Un dolor insoportable inundaba sus nervios. Cada paso mataba de dolor, apenas consiente. Su cabello eran unos cuantos mechones sucios, ensangrentados y enredados; apenas y podía ver en esa oscuridad, tenía los ojos hundidos y la piel tan blanca y seca que se quebraba tan solo con respirar. Tan flaca y hambrienta, quien sabe desde cuando no comía, sólo existía, prácticamente muerta.
Ya no pudo caminar más, la pierna no la dejaba. Cayó boca abajo en el agua podrida. Trataba de gritar de dolor, sólo podía retorcerse. Las ratas llegaron en cuanto la vieron moverse. En su intento de levantarse sólo encontraba el dolor, y soltaba gritos que se ahogaban en su garganta, los dedos se enterraban en el agua en la tierra, dejando atrás piel, uñas y sangre.
Cientos de ratas la rodearon, la olían, la mordisqueaban lentamente, abrían su piel y la devoraba. Fue entonces cuando logró gritar y sacudírselas. Sangraba por todas partes. El olor atraía a las criaturas a su pierna, y entre la sangre podrida lograban adentrarse en su piel, llegando hasta el hueso que se limaba de tan débil y quebradizo. Cada latigazo de dolor se cortaba en gritos, retorcía su espalda, quebraba su cuerpo.
En su desesperación se estiro, golpeando a los animales, apartándolos. Una se entrelazo en sus dedos; la rata se retorcía y la mordía, escupía insignificantes chillidos entre sus movimientos, la golpeo contra el suelo hasta que dejo de moverse. Sólo veía la carne del animal, animal que vivía entre la putrefacción. La llevo hasta su boca por el instinto, con la mandíbula alrededor de la cabeza, lentamente le arranco un pedazo y trago sin masticar; la carne era dura, sucia y fétida, la sangre maloliente escurría por su rostro, por su cuello, penetrando el olor de la muerte por la calle.

Las ratas seguían devorándola, sólo tenía un brazo para sujetar su presa y engullirla lentamente, moviéndose como un animal hambriento; agarrando, despedazando lo que encontraba. Su cuerpo se envolvió en sangre.  Llegaron ratas más grandes, perros enfermos, hombres hambrientos y demacrados que se arrastraban entre los animales y la inmundicia alimentándose de lo que encontraban, de carne humana todos tomaron su parte.

jueves, 26 de junio de 2014

A Margarita

Rubén Darío


Margarita, está linda la mar,
y el viento
lleva esencia sutil de azahar;
yo siento
en el alma una alondra cantar:
tu acento.
Margarita, te voy a contar
un cuento.

Éste era un rey que tenía
un palacio de diamantes,
una tienda hecha del día
y un rebaño de elefantes,

un kiosco de malaquita,
un gran manto de tisú,
y una gentil princesita,
tan bonita
Margarita,
tan bonita como tú.

Una tarde la princesa
vio una estrella aparecer;
la princesa era traviesa
y la quiso ir a coger.

La quería para hacerla
decorar un prendedor,
con un verso y una perla,
y una pluma y una flor.

Las princesas primorosas
se parecen mucho a ti:
cortan lirios, cortan rosas,
cortan astros. Son así.

Pues se fue la niña bella,
bajo el cielo y sobre el mar,
a cortar la blanca estrella
que la hacía suspirar.

Y siguió camino arriba,
por la luna y más allá;
mas lo malo es que ella iba
sin permiso del papá.

Cuando estuvo ya de vuelta
de los parques del Señor,
se miraba toda envuelta
en un dulce resplandor.

Y el rey dijo: "¿Qué te has hecho?
Te he buscado y no te hallé;
y ¿qué tienes en el pecho,
que encendido se te ve?"

La princesa no mentía.
Y así, dijo la verdad:
"Fui a cortar la estrella mía
a la azul inmensidad".

Y el rey clama: "¿No te he dicho
que el azul no hay que tocar?
¡Qué locura! ¡Qué capricho!
El Señor se va a enojar".

Y dice ella: "No hubo intento:
yo me fui no sé por qué
por las olas y en el viento
fui a la estrella y la corté".

Y el papá dice enojado:
 "Un castigo has de tener:
vuelve al cielo, y lo robado
vas ahora a devolver".

La princesa se entristece
por su dulce flor de luz,
cuando entonces aparece
sonriendo el Buen Jesús.

Y así dice: "En mis campiñas
esa rosa le ofrecí:
son mis flores de las niñas
que al soñar piensan en mí".

Viste el rey ropas brillantes,
y luego hace desfilar
cuatrocientos elefantes
a la orilla de la mar.

La princesita está bella,
pues ya tiene el prendedor
en que lucen, con la estrella,
verso, perla, pluma y flor.


Margarita, está linda la mar,
y el viento
lleva esencia sutil de azahar:
tu aliento.
Ya que lejos de mi vas a estar,
guarda, niña, un gentil pensamiento
al que un día te quiso contar
un cuento.

Bajo el sauce

Hans Christian Andersen


La comarca de Kjöge es ácida y pelada; la ciudad está a orillas del mar, y esto es siempre una ventaja, pero es innegable que podría ser más hermosa de lo que es en realidad; todo alrededor son campos lisos, y el bosque queda a mucha distancia. Sin embargo, cuando nos encontramos a gusto en un lugar, siempre descubrimos algo de bello en él, y más tarde lo echaremos de menos, aunque nos hallemos en el sitio más hermoso del mundo. Y forzoso es admitir que en verano tienen su belleza los arrabales de Kjöge, con sus pobres jardincitos extendidos hasta el arroyo que allí se vierte en el mar; y así lo creían en particular Knud y Juana, hijos de dos familias vecinas, que jugaban juntos y se reunían atravesando a rastras los groselleros. En uno de los jardines crecía un saúco, en el otro un viejo sauce, y debajo de éste gustaban de jugar sobre todo los niños; y se les permitía hacerlo, a pesar de que el árbol estaba muy cerca del río, y los chiquillos corrían peligro de caer en él. Pero el ojo de Dios vela sobre los pequeñuelos - de no ser así, ¡mal irían las cosas! -. Por otra parte, los dos eran muy prudentes; el niño tenía tanto miedo al agua, que en verano no había modo de llevarlo la playa, donde tan a gusto chapoteaban los otros rapaces de su edad; eso lo hacía objeto de la burla general, y él tenía que aguantarla.
Un día la hijita del vecino, Juana, soñó que navegaba en un bote de vela en la Bahía de Kjöge, y que Knud se dirigía hacia ella vadeando, hasta que el agua le llegó al cuello y después lo cubrió por entero. Desde el momento en que Knud se enteró de aquel sueño, ya no soportó que lo tachasen de miedoso, aduciendo como prueba al sueño de Juana. Éste era su orgullo, mas no por eso se acercaba al mar. Los pobres padres se reunían con frecuencia, y Knud y Juana jugaban en los jardines y en el camino plantado de sauces que discurría a lo largo de los fosos. Bonitos no eran aquellos árboles, pues tenían las copas como podadas, pero no los habían plantado para adorno, sino para utilidad; más hermoso era el viejo sauce del jardín a cuyo pie, según ya hemos dicho, jugaban a menudo los dos amiguitos. En la ciudad de Kjöge hay una gran plaza-mercado, en la que, durante la feria anual, se instalan verdaderas calles de puestos que venden cintas de seda, calzados y todas las cosas imaginables. Había entonces un gran gentío, y generalmente llovía; además, apestaba a sudor de las chaquetas de los campesinos, aunque olía también a exquisito alajú, del que había toda una tienda abarrotada; pero lo mejor de todo era que el hombre que lo vendía se alojaba, durante la feria, en casa de los padres de Knud, y, naturalmente, lo obsequiaba con un pequeño pan de especias, del que participaba también Juana. Pero había algo que casi era más hermoso todavía: el comerciante sabía contar historias de casi todas las cosas, incluso de sus turrones, y una velada explicó una que produjo tal impresión en los niños, que jamás pudieron olvidarla; por eso será conveniente que la oigamos también nosotros, tanto más, cuanto que es muy breve.
- Sobre el mostrador - empezó el hombre - había dos moldes de alajú, uno en figura de un hombre con sombrero, y el otro en forma de mujer sin sombrero, pero con una mancha de oropel en la cabeza; tenían la cara de lado, vuelta hacia arriba, y había que mirarlos desde aquel ángulo y no del revés, pues jamás hay que mirar así a una persona.
El hombre llevaba en el costado izquierdo una almendra amarga, que era el corazón, mientras la mujer era dulce toda ella. Estaban para muestra en el mostrador, y llevaban ya mucho tiempo allí, por lo que se enamoraron; pero ninguno lo dijo al otro, y, sin embargo, preciso es que alguien lo diga, si ha de salir algo de tal situación. «Es hombre, y por tanto, tiene que ser el primero en hablar», pensaba ella; no obstante, se habría dado por satisfecha con saber que su amor era correspondido.
Los pensamientos de él eran mucho más ambiciosos, como siempre son los hombres; soñaba que era un golfo callejero y que tenía cuatro chelines, con los cuales se compraba la mujer y se la comía.
Así continuaron por espacio de días y semanas en el mostrador, y cada día estaban más secos; y los pensamientos de ella eran cada vez más tiernos y femeninos: «Me doy por contenta con haber estado sobre la mesa con él», pensó, y se rompió por la mitad. «Si hubiese conocido mi amor, de seguro que habría resistido un poco más», pensó él.
- Y ésta es la historia y aquí están los dos - dijo el turronero. - Son notables por su vida y por su silencioso amor, que nunca conduce a nada. ¡Vedlos ahí! - y dio a Juana el hombre, sano y entero, y a Knud, la mujer rota; pero a los niños les había emocionado tanto el cuento, que no tuvieron ánimos para comerse la enamorada pareja.
Al día siguiente se dirigieron, con las dos figuras, al cementerio, y se detuvieron junto al muro de la iglesia, cubierto, tanto en verano como en invierno, de un rico tapiz de hiedra; pusieron al sol los pasteles, entre los verdes zarcillos, y contaron a un grupo de otros niños la historia de su amor, mudo e inútil, y todos la encontraron maravillosa; y cuando volvieron a mirar a la pareja de alajú, un muchacho grandote se había comido ya la mujer despedazada, y esto, por pura maldad. Los niños se echaron a llorar, y luego – y es de suponer que lo hicieron para que el pobre hombre no quedase solo en el mundo - se lo comieron también; pero en cuanto a la historia, no la olvidaron nunca.
Los dos chiquillos seguían reuniéndose bajo el sauce o junto al saúco, y la niña cantaba canciones bellísimas con su voz argentina. A Knud, en cambio, se le pegaban las notas a la garganta, pero al menos se sabía la letra, y más vale esto que nada. La gente de Kjöge, y entre ella la señora de la quincallería, se detenían a escuchar a Juana. - ¡Qué voz más dulce! - decían.
Aquellos días fueron tan felices, que no podían durar siempre. Las dos familias vecinas se separaron; la madre de la niña había muerto, el padre deseaba ir a Copenhague, para volver a casarse y buscar trabajo; quería establecerse de mandadero, que es un oficio muy lucrativo. Los vecinos se despidieron con lágrimas, y sobre todo lloraron los niños; los padres se prometieron mutuamente escribirse por lo menos una vez al año. Y Knud entró de aprendiz de zapatero; era ya mayorcito y no se le podía dejar ocioso por más tiempo. Entonces recibió la confirmación.
¡Ah, qué no hubiera dado por estar en Copenhague aquel día solemne, y ver a Juanita! Pero no pudo ir, ni había estado nunca, a pesar de que no distaba más de cinco millas de Kjöge. Sin embargo, a través de la bahía, y con tiempo despejado, Knud había visto sus torres, y el día de la confirmación distinguió claramente la brillante cruz dorada de la iglesia de Nuestra Señora. ¡Oh, cómo se acordó de Juana! Y ella, ¿se acordaría de él? Sí, se acordaba.
Hacia Navidad llegó una carta de su padre para los de Knud. Las cosas les iban muy bien en Copenhague, y Juana, gracias a su hermosa voz, iba a tener una gran suerte; había ingresado en el teatro lírico; ya ganaba algún dinerillo, y enviaba un escudo a sus queridos vecinos de Kjöge para que celebrasen unas alegres Navidades. Quería que bebiesen a su salud, y la niña había añadido de su puño y letra estas palabras: «¡Afectuosos saludos a Knud!».
Todos derramaron lágrimas, a pesar de que las noticias eran muy agradables; pero también se llora de alegría. Día tras día Juana había ocupado el pensamiento de Knud, y ahora vio el muchacho que también ella se acordaba de él, y cuanto más se acercaba el tiempo en que ascendería a oficial zapatero, más claramente se daba cuenta de que estaba enamorado de Juana y de que ésta debía ser su mujer; y siempre que le venía esta idea se dibujaba una sonrisa en sus labios y tiraba con mayor fuerza del hilo, mientras tesaba el tirapié; a veces se clavaba la lezna en un dedo, pero ¡qué importa! Desde luego que no sería mudo, como los dos moldes de alajú; la historia había sido una buena lección.
Y ascendió a oficial. Colgóse la mochila al hombro, y por primera vez en su vida se dispuso a trasladarse a Copenhague; ya había encontrado allí un maestro. ¡Qué sorprendida quedaría Juana, y qué contenta! Contaba ahora 16 años, y él, 19.
Ya en Kjöge, se le ocurrió comprarle un anillo de oro, pero luego pensó que seguramente los encontraría mucho más hermosos en Copenhague. Se despidió de sus padres, y un día lluvioso de otoño emprendió el camino de la capital; las hojas caían de los árboles, y calado hasta los huesos llegó a la gran Copenhague y a la casa de su nuevo patrón.
El primer domingo se dispuso a visitar al padre de Juana. Sacó del baúl su vestido de oficial y el nuevo sombrero que se trajera de Kjöge y que tan bien le sentaba; antes había usado siempre gorra. Encontró la casa que buscaba, y subió los muchos peldaños que conducían al piso. ¡Era para dar vértigo la manera cómo la gente se apilaba en aquella enmarañada ciudad!
La vivienda respiraba bienestar, y el padre de Juana lo recibió muy afablemente. A su esposa no la conocía, pero ella le alargó la mano y lo invitó a tomar café.
- Juana estará contenta de verte - dijo el padre -. Te has vuelto un buen mozo. Ya la verás; es una muchacha que me da muchas alegrías y, Dios mediante, me dará más aún. Tiene su propia habitación, y nos paga por ella -. Y el hombre llamó delicadamente a la puerta, como si fuese un forastero, y entraron - ¡qué hermoso era allí! -. Seguramente en todo Kjöge no había un aposento semejante: ni la propia Reina lo tendría mejor. Había alfombras; en las ventanas, cortinas que llegaban hasta el suelo, un sillón de terciopelo auténtico y en derredor flores y cuadros, además de un espejo en el que uno casi podía meterse, pues era grande como una puerta. Knud lo abarcó todo de une ojeada, y, sin embargo, sólo veía a Juana; era una moza ya crecida, muy distinta de como la imaginara, sólo que mucho más hermosa; en toda Kjöge no se encontraría otra como ella; ¡qué fina y delicada!
La primera mirada que dirigió a Knud fue la de una extraña, pero duró sólo un instante; luego se precipitó hacia él como si quisiera besarle. No lo hizo, pero poco le faltó. Sí, estaba muy contenta de volver a ver al amigo de su niñez.
¿No brillaban lágrimas en sus ojos? Y después empezó a preguntar y a contar, pasando desde los padres de Knud hasta el saúco y el sauce; madre saúco y padre sauce, como los llamaba, cual si fuesen personas; pero bien podían pasar por tales, si lo habían sido los pasteles de alajú. De éstos habló también y de su mudo amor, cuando estaban en el mostrador y se partieron... y la muchacha se reía con toda el alma, mientras la sangre afluía a las mejillas de Knud, y su corazón palpitaba con violencia desusada. No, no se había vuelto orgullosa. Y ella fue también la causante - bien se fijó Knud - de que sus padres lo invitasen a pasar la velada con ellos. Sirvió el té y le ofreció con su propia mano una taza luego cogió un libro y se puso a leer en alta voz, y al muchacho le pareció que lo que leía trataba de su amor, hasta tal punto concordaba con sus pensamientos. Luego cantó una sencilla canción, pero cantada por ella se convirtió en toda una historia; era como si su corazón se desbordase en ella. Sí, indudablemente quería a Knud. Las lágrimas rodaron por las mejillas del muchacho sin poder él impedirlo, y no pudo sacar una sola palabra de su boca; se acusaba de tonto a sí mismo, pero ella le estrechó la mano y le dijo:
- Tienes un buen corazón, Knud. Sé siempre como ahora.
Fue una velada inolvidable. Son ocasiones después de las cuales no es posible dormir, y Knud se pasó la noche despierto.
Al despedirlo el padre de Juana le había dicho:
- Ahora no nos olvidarás. Espero que no pasará el invierno sin que vuelvas a visitarnos -. Por ello, bien podía repetir la visita el próximo domingo; y tal fue su intención. Pero cada velada, terminado el trabajo - y eso que trabajaba hasta entrada la noche -, Knud salía y se iba hasta la calle donde vivía Juana; levantaba los ojos a su ventana, casi siempre iluminada, y una noche vio incluso la sombra de su rostro en la cortina – fue una noche maravillosa -. A la señora del zapatero no le parecían bien tantas salidas vespertinas, y meneaba la cabeza dubitativamente; pero el patrón se sonreía:
- ¡Es joven! - decía. «El domingo nos veremos, y le diré que es la reina de todos mis pensamientos y que ha de ser mi esposa. Sólo soy un pobre oficial zapatero, pero puedo llegar a maestro; trabajaré y me esforzaré (sí, se lo voy a decir). A nada conduce el amor mudo, lo sé por aquellos alajús».
Y llegó el domingo, y Knud se fue a casa de Juana. Pero, ¡qué pena! Estaban invitados a otra casa, y tuvieron que decirlo al mozo. Juana le estrechó la mano y le preguntó:
- ¿Has estado en el teatro? Pues tienes que ir. Yo canto el miércoles, y, si tienes tiempo, te enviaré una entrada. Mi padre sabe la dirección de tu amo. ¡Qué atención más cariñosa de su parte! Y el miércoles llegó, efectivamente, un sobre cerrado que contenía la entrada, pero sin ninguna palabra, y aquella noche Knud fue por primera vez en su vida al teatro. ¿Qué vio? Pues sí, vio a Juana, tan hermosa y encantadora; cierto que estaba casada con un desconocido, pero aquello era comedia, una cosa imaginaria, bien lo sabía Knud; de otro modo, ella no habría osado enviarle la entrada para que lo viera. Al terminar, todo el público aplaudió y gritó «¡hurra!», y Knud también.
Hasta el Rey sonrió a Juana, como si hubiese sentido mucho placer en verla actuar. ¡Dios mío, qué pequeño se sentía Knud! Pero la quería con toda su alma, y ella lo quería también; pero es el hombre quien debe pronunciar la primera palabra, así lo pensaba también la figura del cuento. ¡Tenía mucha enjundia aquella historia!
No bien llegó el domingo, Knud se encaminó nuevamente a casa de Juana. Su estado de espíritu era serio y solemne, como si fuera a recibir la Comunión. La joven estaba sola y lo recibió; la ocasión no podía ser más propicia.
- Has hecho muy bien en venir - le dijo -. Estuve a punto de enviarte un recado por mi padre, pero presentí que volverías esta noche. Debo decirte que el viernes me marcho a Francia; tengo que hacerlo, si quiero llegar a ser algo.
Knud sintió como si el cuarto diera vueltas a su alrededor, y le pareció que su corazón iba a estallar. No asomó ni una lágrima a sus ojos, pero su desolación no era menos visible.
- Mi bueno y fiel amigo... - dijo ella, y sus palabras desataron la lengua del muchacho. Le dijo cómo la quería y cómo deseaba que fuese su esposa. Y al pronunciar estas palabras, vio que Juana palidecía y, soltándole la mano, le dijo con acento grave y afligido:
- ¡No quieras que los dos seamos desgraciados, Knud! Yo seré siempre una buena hermana para ti, siempre podrás contar conmigo, pero nada más - y le pasó la mano suave por la ardorosa frente -. Dios nos da la fuerza necesaria, con tal que nosotros lo queramos. En aquel momento la madrastra entró en el aposento.
- Knud está desolado porque me marcho - dijo Juana ¡Vamos, sé un hombre! - y le dio un golpe en el hombro; era como si no hubiesen hablado más que del viaje. - ¡Chiquillo! - añadió -. Vas a ser bueno y razonable, como cuando de niños jugábamos debajo del sauce. Parecióle a Knud que el mundo se había salido de quicio; sus ideas eran como una hebra suelta flotando a merced del viento. Quedóse sin saber si lo habían invitado o no, pero todos se mostraron afables y bondadosos; Juana le sirvió té y cantó. No era ya aquella voz de antes, y, no obstante, sonaba tan maravillosamente, que el corazón del muchacho estaba a punto de estallar. Y así se despidieron. Knud no le alargó la mano, pero ella se la cogió, diciendo:
- ¡Estrecha la mano de tu hermana para despedirte, mi viejo hermano de juego! - y se sonreía entre las lágrimas que le rodaban por las mejillas; y volvió a llamarlo hermano. ¡Valiente consuelo! Tal fue la despedida.
Se fue ella a Francia, y Knud siguió vagando por las sucias calles de Copenhague. Los compañeros del taller le preguntaron por qué estaba siempre tan caviloso, y lo invitaron a ir con ellos a divertirse; por algo era joven.
Y fue con ellos al baile, donde había muchas chicas bonitas, aunque ninguna como Juana. Allí, donde había esperado olvidarse de ella, la tenía más que nunca presente en sus pensamientos. «Dios nos da la fuerza necesaria, con tal que nosotros lo queramos», le había dicho ella; una oración acudió a su mente y juntó las manos... los violines empezaron a tocar, y las muchachas a bailar en corro. Knud se asustó; le pareció que no era aquél un lugar adecuado para Juana, pues la llevaba siempre en su corazón; salió, pues, del baile y, corriendo por las calles, pasó frente a la casa donde ella habla vivido. Estaba oscura; todo estaba oscuro, desierto y solitario. El mundo siguió su camino, y Knud el suyo.
Llegó el invierno, y se helaron las aguas; parecía como si todo se preparase para la tumba. Pero al venir la primavera y hacerse a la mar el primer vapor, entróle a Knud un gran deseo de marcharse lejos, muy lejos a correr mundo, aunque no de ir a Francia.
Cerró la mochila y se fue a Alemania, peregrinando de una población a otra, sin pararse en ninguna, hasta que, al llegar a la antigua y bella ciudad de Nuremberg, le pareció que volvía a ser señor de sus piernas y que podía quedarse allí.
Nuremberg es una antigua y maravillosa ciudad, que parece recortada de una vieja crónica ilustrada. Las calles discurren sin orden ni concierto; las casas no gustan de estar alineadas; miradores con torrecillas, volutas y estatuas resaltan por encima de las aceras, y en lo alto de los tejados, asombrosamente puntiagudos, corren canalones que desembocan sobre el centro de la calle, adoptando formas de dragones y perros de alargados cuerpos. Knud llegó a la plaza del mercado, con la mochila a la espalda, y se detuvo junto a una antigua fuente, en la que unas soberbias figuras de bronce, representativas de personajes bíblicos e históricos, se levantan entre los chorros de agua que brotan del surtidor. Una hermosa muchacha que estaba sacando agua dio de beber a Knud, y como llevara un puñado de rosas, le ofreció también una, y esto lo tomó el muchacho como un buen agüero.
Desde la cercana iglesia le llegaban sones de órgano, tan familiares como si fueran los de la iglesia de Kjöge, y el mozo entró en la vasta catedral. El sol, a través de los cristales policromados, brillaba por entre las altas y esbeltas columnas. Un gran fervor llenó sus pensamientos, y sintió en el alma una íntima paz.
Buscó y encontró en Nuremberg un buen maestro; quedóse en su casa y aprendió la lengua. Los antiguos fosos que rodean la ciudad han sido convertidos en huertecitos, pero las altas murallas continúan en pie, con sus pesadas torres. El cordelero trenza sus cuerdas en el corredor construido de vigas que, a la largo del muro, conduce a la ciudad, y allí, brotando de grietas y hendeduras, crece el saúco, extendiendo sus ramas por encima de las bajas casitas, en una de las cuales residía el maestro para quien trabajaba Knud. Sobre la ventanuca de la buhardilla que era su dormitorio, el arbusto inclinaba sus ramas.
Residió allí todo un verano y un invierno, pero al llegar la primavera no pudo resistir por más tiempo; el saúco floreció, y su fragancia le recordaba tanto su tierra, que le parecía encontrarse en el jardín de Kjöge. Por eso cambió Knud de patrón, y se buscó otro en el interior de la ciudad, en un lugar donde no crecieran saúcos.
Su taller estaba en las proximidades de un antiguo puente amurallado, encima de un bajo molino de aguas que murmuraba eternamente; por debajo fluía un río impetuoso, encajonado entre casas de cuyas paredes se proyectaban miradores corroídos, siempre a punto de caerse al agua. No había allí saúcos, ni siquiera una maceta con una planta verde, pero enfrente se levantaba un viejo y corpulento sauce, que parecía agarrarse a la casa para no ser arrastrado por la corriente. Extendía sus ramas por encima del río, exactamente como el del jardín de Kjöge lo hacía por encima del arroyo.
En realidad, había ido a parar de la madre saúco al padre sauce; especialmente en las noches de luna, aquel árbol le hacía pensar en Dinamarca. Pero este pensamiento, más que de la luz de la luna, venía del viejo sauce.
No pudo resistirlo; y ¿por qué no? Pregúntalo al sauce, pregúntalo al saúco florido. Por eso dijo adiós a su maestro de Nuremberg y prosiguió su peregrinación.