Caperucita se adentró en el bosque una vez más para llenar sus manos de sangre, se imaginaba vívidamente aquella situación en que prometieron devorarla. Escondida en sus inseguridades se acariciaba temerosamente, casi sintiendo el cálido aliento que acabará con cada uno de sus gemidos.
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jueves, 21 de abril de 2016
viernes, 3 de octubre de 2014
El Asco
Llegará
a ser demasiado tarde, el tiempo se mueve rápido entrada la madrugada. Se
detiene un momento para darle un trago a la ginebra, el trago que queda de la
botella recién arrojada al basurero, siente como baja y quema su garganta, calienta
el cuerpo que se arrastró buscando algo que morder. Con las magulladas manos
sujeta fuertemente el revolver buscando estabilidad. La sangre se mueve con
rapidez estando justo frente a la puerta, temiendo entrar. La olerá, el miedo
en su sudor, debe darse prisa o marcharse.
La pesada puerta de metal está delante del perro, el
peor de todos, ese estúpido y maloliente animal, imagina su sucio hocico
escupiendo ecos guturales, ahuyentando su valor. Malditas criaturas, todos son
iguales tras esa puerta, transpiran la mierda y la orina que cargan por
semanas, sólo tocados por la lluvia, escurriendo la podredumbre; los animales y
las mujeres aquí no tienen diferencia, son iguales, viven por el odio, atados
al mismo infeliz, podría coger con cualquiera sin notar la diferencia. Que
muera primero el perro, liberarlo de su desgraciada existencia.
Empuja la puerta, no logra ver al animal pero escucha
los gruñidos y su despiadada respiración ahogada por la cadena. Lo mira
fijamente, lo recuerda devorando la carne de los fetos que le arrojaba, sin titubear
suelta el primer disparo. La sangre le salpica la cara, un hedor más, como el putrefacto
olor a él. Ella impregnada está de su cuerpo, sus fluidos, la imagen de su
deforme y diminuto pene. Perseguida por el recuerdo del vello púbico, de sus bolas,
su pito desde la primera vez que la puso de rodillas y la obligó a chupar. Su
mente vacila, con la repulsión y su estómago en la garganta, un espasmo de
sus entrañas saca su asco; retorciéndose y vomitando sobre el perro destrozado,
sobre sí misma, embarrando la ropa, mezclándose con la mierda, la orina y la
sangre.
Desde la entrada hay un enorme patio de tierra, a cada
paso más largo. Esa puta casa del fondo, un pequeño espacio donde guarda las
mujeres para cogérselas. Al final la quemará, la gasolina apartará el olor, el
fuego lo terminara, así tenga que echárselo en la piel. Antes había una puerta
en la entrada, fue arrancada cuando las mujeres intentaron atrancarla; así él puede
salir y cagar mientras las domina.
Y ahí está, por fin lo ve, tirado en el piso con varias
de ellas, entre sus piernas, sobre su semen fresco y la orina seca, intoxicado
sin haber escuchado el primer disparo siquiera. Quiere verlo a los ojos y
quiere verlo morir. Dispara a la pared, despiertan de un sobre salto, las
mujeres gritan, él la mira, no ve que le apunta con ambas manos, en la
oscuridad apenas la reconoce. Ahogado en su saliva y flemas le escucha decir:
«¿Ahora qué quieres puta?». No cierra los ojos, no tiembla, dispara.
miércoles, 24 de septiembre de 2014
La Carnicería
La
búsqueda de alimentos siempre tiene cierto placer en la rutina de Quina. Es un
recorrido guiado por las expresiones más mundanas que ofrece su comunidad. Ir a
la carnicería es en particular un evento excitante, que Quina disfruta más si
hay gente que alargue su presencia en el establecimiento. Primero está la
carne, en su estado crudo con su particular color, su forma y textura que la
hace pensar en los violentos métodos para arrancarla del animal; es imposible
no imaginar el estado de la criatura apunto de morir, pensamiento que por
supuesto le creaba todo tipo de sensaciones, le despertaba un ansia de devorar
el músculo aún tibio y con sangre. Se sentía más humana por eso y lo saboreaba
lentamente.
La
verdadera causa de su diversión se hallaba en el carnicero, ese hombre grande y
corpulento rodeado de objetos punzocortantes, que traía el olor a la carne y a
metal, era increíblemente seductor y no podía evitar entrar en un juego de
fantasías donde el carnicero es el protagonista, aunque su interés por él era
más bien voyerista. Lo imaginaba con su esposa, esa mujer gruesa y ancha, de
corpulentos brazos y prominentes pechos, de cara ovalada y cuyas piernas y
trasero eran particularmente grandes. Imaginaba la combinación de sus cuerpos
desnudos y el juego de caricias que comparten especímenes tan grandes, su
prominente miembro penetrando –porque un hombre de tal complexión y anchura
debe encontrarse bien dotado– y casi
podía escudar los gemidos y el sonido de la piel chocando.
Era
fascinante imaginar esas regordetas manos y gruesos dedos pasando de las formidables
nalgas de su esposa a su amplio coño. Era una imagen tan sensual que se quedaba
permanente en su mente. Entonces el carnicero pregunta qué va a llevar, y de su
mirada aún llena de lascivos pensamientos nace una juguetona sonrisa y las
palabras ‘un kilo de carne’ pero Quina aun tiene en la mente los fluidos,
gemidos y pliegues de la carne; ansia preguntar: ¿Le da duro a su esposa? ¿Aquí
mismo? ¿En el piso? ¿Por dónde le da? Y queda en su pensamiento para seguir
jugando con su sonrisa que el carnicero contesta amistosamente.
Saliendo
de la carnicería piensa en el carnicero y su esposa en el sucio piso de la
carnicería. Continúa sonriendo con las vibrantes imágenes en su mente, llegando
a casa piensa en la mirada y sonrisa del carnicero, tal vez la malinterpretó
como una coquetería, supuso que ahora él fantasearía sobre ella, quizá estando
con su esposa. Una visión apareció en su mente: el acto sexual de carnicero y
su mujer mientras él pensaba en Quina, un trio aún más incitante en que ellos
serían parte del juego que ella comenzó. Mejor aún, puede que le dedique alguna
masturbación matutina y sonrió imaginándose en los más sucios pensamientos
sexuales de ese hombre grande y grueso. No desperdiciaría la carne en algo
simple, se divertiría con ella y no la
cocería demasiado.
jueves, 26 de junio de 2014
A Margarita
Rubén Darío
Margarita, está linda la
mar,
y el viento
lleva esencia sutil de
azahar;
yo siento
en el alma una alondra
cantar:
tu acento.
Margarita, te voy a contar
un cuento.
Éste era un rey que tenía
un palacio de diamantes,
una tienda hecha del día
y un rebaño de elefantes,
un kiosco de malaquita,
un gran manto de tisú,
y una gentil princesita,
tan bonita
Margarita,
tan bonita como tú.
Una tarde la princesa
vio una estrella aparecer;
la princesa era traviesa
y la quiso ir a coger.
La quería para hacerla
decorar un prendedor,
con un verso y una perla,
y una pluma y una flor.
Las princesas primorosas
se parecen mucho a ti:
cortan lirios, cortan
rosas,
cortan astros. Son así.
Pues se fue la niña bella,
bajo el cielo y sobre el
mar,
a cortar la blanca
estrella
que la hacía suspirar.
Y siguió camino arriba,
por la luna y más allá;
mas lo malo es que ella
iba
sin permiso del papá.
Cuando estuvo ya de vuelta
de los parques del Señor,
se miraba toda envuelta
en un dulce resplandor.
Y el rey dijo: "¿Qué
te has hecho?
Te he buscado y no te
hallé;
y ¿qué tienes en el pecho,
que encendido se te
ve?"
La princesa no mentía.
Y así, dijo la verdad:
"Fui a cortar la
estrella mía
a la azul
inmensidad".
Y el rey clama: "¿No
te he dicho
que el azul no hay que
tocar?
¡Qué locura! ¡Qué
capricho!
El Señor se va a
enojar".
Y dice ella: "No hubo
intento:
yo me fui no sé por qué
por las olas y en el
viento
fui a la estrella y la
corté".
Y el papá dice enojado:
"Un castigo has de tener:
vuelve al cielo, y lo
robado
vas ahora a devolver".
La princesa se entristece
por su dulce flor de luz,
cuando entonces aparece
sonriendo el Buen Jesús.
Y así dice: "En mis
campiñas
esa rosa le ofrecí:
son mis flores de las
niñas
que al soñar piensan en
mí".
Viste el rey ropas
brillantes,
y luego hace desfilar
cuatrocientos elefantes
a la orilla de la mar.
La princesita está bella,
pues ya tiene el prendedor
en que lucen, con la
estrella,
verso, perla, pluma y
flor.
Margarita, está linda la
mar,
y el viento
lleva esencia sutil de
azahar:
tu aliento.
Ya que lejos de mi vas a
estar,
guarda, niña, un gentil
pensamiento
al que un día te quiso
contar
un
cuento.
Bajo el sauce
Hans Christian Andersen
La comarca de Kjöge es ácida y pelada; la ciudad está
a orillas del mar, y esto es siempre una ventaja, pero es innegable que podría ser
más hermosa de lo que es en realidad; todo alrededor son campos lisos, y el
bosque queda a mucha distancia. Sin embargo, cuando nos encontramos a gusto en
un lugar, siempre descubrimos algo de bello en él, y más tarde lo echaremos de
menos, aunque nos hallemos en el sitio más hermoso del mundo. Y forzoso es
admitir que en verano tienen su belleza los arrabales de Kjöge, con sus pobres
jardincitos extendidos hasta el arroyo que allí se vierte en el mar; y así lo
creían en particular Knud y Juana, hijos de dos familias vecinas, que jugaban
juntos y se reunían atravesando a rastras los groselleros. En uno de los
jardines crecía un saúco, en el otro un viejo sauce, y debajo de éste gustaban
de jugar sobre todo los niños; y se les permitía hacerlo, a pesar de que el
árbol estaba muy cerca del río, y los chiquillos corrían peligro de caer en él.
Pero el ojo de Dios vela sobre los pequeñuelos - de no ser así, ¡mal irían las
cosas! -. Por otra parte, los dos eran muy prudentes; el niño tenía tanto miedo
al agua, que en verano no había modo de llevarlo la playa, donde tan a gusto
chapoteaban los otros rapaces de su edad; eso lo hacía objeto de la burla general,
y él tenía que aguantarla.
Un día la hijita del vecino, Juana, soñó que
navegaba en un bote de vela en la Bahía de Kjöge, y que Knud se dirigía hacia
ella vadeando, hasta que el agua le llegó al cuello y después lo cubrió por
entero. Desde el momento en que Knud se enteró de aquel sueño, ya no soportó
que lo tachasen de miedoso, aduciendo como prueba al sueño de Juana. Éste era
su orgullo, mas no por eso se acercaba al mar. Los pobres padres se reunían con
frecuencia, y Knud y Juana jugaban en los jardines y en el camino plantado de
sauces que discurría a lo largo de los fosos. Bonitos no eran aquellos árboles,
pues tenían las copas como podadas, pero no los habían plantado para adorno,
sino para utilidad; más hermoso era el viejo sauce del jardín a cuyo pie, según
ya hemos dicho, jugaban a menudo los dos amiguitos. En la ciudad de Kjöge hay
una gran plaza-mercado, en la que, durante la feria anual, se instalan
verdaderas calles de puestos que venden cintas de seda, calzados y todas las
cosas imaginables. Había entonces un gran gentío, y generalmente llovía; además,
apestaba a sudor de las chaquetas de los campesinos, aunque olía también a exquisito
alajú, del que había toda una tienda abarrotada; pero lo mejor de todo era que
el hombre que lo vendía se alojaba, durante la feria, en casa de los padres de
Knud, y, naturalmente, lo obsequiaba con un pequeño pan de especias, del que
participaba también Juana. Pero había algo que casi era más hermoso todavía: el
comerciante sabía contar historias de casi todas las cosas, incluso de sus
turrones, y una velada explicó una que produjo tal impresión en los niños, que
jamás pudieron olvidarla; por eso será conveniente que la oigamos también nosotros,
tanto más, cuanto que es muy breve.
- Sobre el mostrador -
empezó el hombre - había dos moldes de alajú, uno en figura de un hombre con
sombrero, y el otro en forma de mujer sin sombrero, pero con una mancha de
oropel en la cabeza; tenían la cara de lado, vuelta hacia arriba, y había que mirarlos
desde aquel ángulo y no del revés, pues jamás hay que mirar así a una persona.
El hombre llevaba en el
costado izquierdo una almendra amarga, que era el corazón, mientras la mujer
era dulce toda ella. Estaban para muestra en el mostrador, y llevaban ya mucho
tiempo allí, por lo que se enamoraron; pero ninguno lo dijo al otro, y, sin embargo,
preciso es que alguien lo diga, si ha de salir algo de tal situación. «Es
hombre, y por tanto, tiene que ser el primero en hablar», pensaba ella; no
obstante, se habría dado por satisfecha con saber que su amor era
correspondido.
Los pensamientos de él eran
mucho más ambiciosos, como siempre son los hombres; soñaba que era un golfo
callejero y que tenía cuatro chelines, con los cuales se compraba la mujer y se
la comía.
Así continuaron por espacio
de días y semanas en el mostrador, y cada día estaban más secos; y los
pensamientos de ella eran cada vez más tiernos y femeninos: «Me doy por contenta
con haber estado sobre la mesa con él», pensó, y se rompió por la mitad. «Si
hubiese conocido mi amor, de seguro que habría resistido un poco más», pensó
él.
- Y ésta es la historia y
aquí están los dos - dijo el turronero. - Son notables por su vida y por su
silencioso amor, que nunca conduce a nada. ¡Vedlos ahí! - y dio a Juana el hombre,
sano y entero, y a Knud, la mujer rota; pero a los niños les había emocionado tanto
el cuento, que no tuvieron ánimos para comerse la enamorada pareja.
Al día siguiente se
dirigieron, con las dos figuras, al cementerio, y se detuvieron junto al muro
de la iglesia, cubierto, tanto en verano como en invierno, de un rico tapiz de hiedra;
pusieron al sol los pasteles, entre los verdes zarcillos, y contaron a un grupo
de otros niños la historia de su amor, mudo e inútil, y todos la encontraron
maravillosa; y cuando volvieron a mirar a la pareja de alajú, un muchacho
grandote se había comido ya la mujer despedazada, y esto, por pura maldad. Los
niños se echaron a llorar, y luego – y es de suponer que lo hicieron para que
el pobre hombre no quedase solo en el mundo - se lo comieron también; pero en
cuanto a la historia, no la olvidaron nunca.
Los dos chiquillos seguían
reuniéndose bajo el sauce o junto al saúco, y la niña cantaba canciones
bellísimas con su voz argentina. A Knud, en cambio, se le pegaban las notas a la
garganta, pero al menos se sabía la letra, y más vale esto que nada. La gente
de Kjöge, y entre ella la señora de la quincallería, se detenían a escuchar a
Juana. - ¡Qué voz más dulce! - decían.
Aquellos días fueron tan
felices, que no podían durar siempre. Las dos familias vecinas se separaron; la
madre de la niña había muerto, el padre deseaba ir a Copenhague, para volver a
casarse y buscar trabajo; quería establecerse de mandadero, que es un oficio muy
lucrativo. Los vecinos se despidieron con lágrimas, y sobre todo lloraron los
niños; los padres se prometieron mutuamente escribirse por lo menos una vez al
año. Y Knud entró de aprendiz de zapatero; era ya mayorcito y no se le podía
dejar ocioso por más tiempo. Entonces recibió la confirmación.
¡Ah, qué no hubiera dado por
estar en Copenhague aquel día solemne, y ver a Juanita! Pero no pudo ir, ni
había estado nunca, a pesar de que no distaba más de cinco millas de Kjöge. Sin
embargo, a través de la bahía, y con tiempo despejado, Knud había visto sus torres,
y el día de la confirmación distinguió claramente la brillante cruz dorada de
la iglesia de Nuestra Señora. ¡Oh, cómo se acordó de Juana! Y ella, ¿se
acordaría de él? Sí, se acordaba.
Hacia Navidad llegó una
carta de su padre para los de Knud. Las cosas les iban muy bien en Copenhague,
y Juana, gracias a su hermosa voz, iba a tener una gran suerte; había ingresado
en el teatro lírico; ya ganaba algún dinerillo, y enviaba un escudo a sus queridos
vecinos de Kjöge para que celebrasen unas alegres Navidades. Quería que bebiesen
a su salud, y la niña había añadido de su puño y letra estas palabras: «¡Afectuosos
saludos a Knud!».
Todos derramaron lágrimas, a
pesar de que las noticias eran muy agradables; pero también se llora de
alegría. Día tras día Juana había ocupado el pensamiento de Knud, y ahora vio
el muchacho que también ella se acordaba de él, y cuanto más se acercaba el tiempo
en que ascendería a oficial zapatero, más claramente se daba cuenta de que estaba
enamorado de Juana y de que ésta debía ser su mujer; y siempre que le venía
esta idea se dibujaba una sonrisa en sus labios y tiraba con mayor fuerza del
hilo, mientras tesaba el tirapié; a veces se clavaba la lezna en un dedo, pero
¡qué importa! Desde luego que no sería mudo, como los dos moldes de alajú; la
historia había sido una buena lección.
Y ascendió a oficial.
Colgóse la mochila al hombro, y por primera vez en su vida se dispuso a
trasladarse a Copenhague; ya había encontrado allí un maestro. ¡Qué sorprendida
quedaría Juana, y qué contenta! Contaba ahora 16 años, y él, 19.
Ya en Kjöge, se le ocurrió comprarle un anillo de
oro, pero luego pensó que seguramente los encontraría mucho más hermosos en
Copenhague. Se despidió de sus padres, y un día lluvioso de otoño emprendió el
camino de la capital; las hojas caían de los árboles, y calado hasta los huesos
llegó a la gran Copenhague y a la casa de su nuevo patrón.
El primer domingo se dispuso
a visitar al padre de Juana. Sacó del baúl su vestido de oficial y el nuevo
sombrero que se trajera de Kjöge y que tan bien le sentaba; antes había usado
siempre gorra. Encontró la casa que buscaba, y subió los muchos peldaños que
conducían al piso. ¡Era para dar vértigo la manera cómo la gente se apilaba en aquella
enmarañada ciudad!
La vivienda respiraba
bienestar, y el padre de Juana lo recibió muy afablemente. A su esposa no la
conocía, pero ella le alargó la mano y lo invitó a tomar café.
- Juana estará contenta de
verte - dijo el padre -. Te has vuelto un buen mozo. Ya la verás; es una
muchacha que me da muchas alegrías y, Dios mediante, me dará más aún. Tiene su
propia habitación, y nos paga por ella -. Y el hombre llamó delicadamente a la puerta,
como si fuese un forastero, y entraron - ¡qué hermoso era allí! -. Seguramente
en todo Kjöge no había un aposento semejante: ni la propia Reina lo tendría
mejor. Había alfombras; en las ventanas, cortinas que llegaban hasta el suelo,
un sillón de terciopelo auténtico y en derredor flores y cuadros, además de un
espejo en el que uno casi podía meterse, pues era grande como una puerta. Knud
lo abarcó todo de une ojeada, y, sin embargo, sólo veía a Juana; era una moza
ya crecida, muy distinta de como la imaginara, sólo que mucho más hermosa; en
toda Kjöge no se encontraría otra como ella; ¡qué fina y delicada!
La primera mirada que dirigió
a Knud fue la de una extraña, pero duró sólo un instante; luego se precipitó
hacia él como si quisiera besarle. No lo hizo, pero poco le faltó. Sí, estaba
muy contenta de volver a ver al amigo de su niñez.
¿No brillaban lágrimas en sus ojos? Y después
empezó a preguntar y a contar, pasando desde los padres de Knud hasta el saúco
y el sauce; madre saúco y padre sauce, como los llamaba, cual si fuesen
personas; pero bien podían pasar por tales, si lo habían sido los pasteles de
alajú. De éstos habló también y de su mudo amor, cuando estaban en el mostrador
y se partieron... y la muchacha se reía con toda el alma, mientras la sangre afluía
a las mejillas de Knud, y su corazón palpitaba con violencia desusada. No, no
se había vuelto orgullosa. Y ella fue también la causante - bien se fijó Knud -
de que sus padres lo invitasen a pasar la velada con ellos. Sirvió el té y le
ofreció con su propia mano una taza luego cogió un libro y se puso a leer en
alta voz, y al muchacho le pareció que lo que leía trataba de su amor, hasta
tal punto concordaba con sus pensamientos. Luego cantó una sencilla canción,
pero cantada por ella se convirtió en toda una historia; era como si su corazón
se desbordase en ella. Sí, indudablemente quería a Knud. Las lágrimas rodaron
por las mejillas del muchacho sin poder él impedirlo, y no pudo sacar una sola
palabra de su boca; se acusaba de tonto a sí mismo, pero ella le estrechó la
mano y le dijo:
- Tienes un buen corazón,
Knud. Sé siempre como ahora.
Fue una velada inolvidable.
Son ocasiones después de las cuales no es posible dormir, y Knud se pasó la
noche despierto.
Al despedirlo el padre de Juana le había dicho:
- Ahora no nos olvidarás.
Espero que no pasará el invierno sin que vuelvas a visitarnos -. Por ello, bien
podía repetir la visita el próximo domingo; y tal fue su intención. Pero cada
velada, terminado el trabajo - y eso que trabajaba hasta entrada la noche -,
Knud salía y se iba hasta la calle donde vivía Juana; levantaba los ojos a su
ventana, casi siempre iluminada, y una noche vio incluso la sombra de su rostro
en la cortina – fue una noche maravillosa -. A la señora del zapatero no le
parecían bien tantas salidas vespertinas, y meneaba la cabeza dubitativamente;
pero el patrón se sonreía:
- ¡Es joven! - decía. «El
domingo nos veremos, y le diré que es la reina de todos mis pensamientos y que
ha de ser mi esposa. Sólo soy un pobre oficial zapatero, pero puedo llegar a
maestro; trabajaré y me esforzaré (sí, se lo voy a decir). A nada conduce el
amor mudo, lo sé por aquellos alajús».
Y llegó el domingo, y Knud
se fue a casa de Juana. Pero, ¡qué pena! Estaban invitados a otra casa, y
tuvieron que decirlo al mozo. Juana le estrechó la mano y le preguntó:
- ¿Has estado en el teatro?
Pues tienes que ir. Yo canto el miércoles, y, si tienes tiempo, te enviaré una
entrada. Mi padre sabe la dirección de tu amo. ¡Qué atención más cariñosa de su
parte! Y el miércoles llegó, efectivamente, un sobre cerrado que contenía la
entrada, pero sin ninguna palabra, y aquella noche Knud fue por primera vez en
su vida al teatro. ¿Qué vio? Pues sí, vio a Juana, tan hermosa y encantadora;
cierto que estaba casada con un desconocido, pero aquello era comedia, una cosa
imaginaria, bien lo sabía Knud; de otro modo, ella no habría osado enviarle la entrada
para que lo viera. Al terminar, todo el público aplaudió y gritó «¡hurra!», y Knud
también.
Hasta el Rey sonrió a Juana,
como si hubiese sentido mucho placer en verla actuar. ¡Dios mío, qué pequeño se
sentía Knud! Pero la quería con toda su alma, y ella lo quería también; pero es
el hombre quien debe pronunciar la primera palabra, así lo pensaba también la figura
del cuento. ¡Tenía mucha enjundia aquella historia!
No bien llegó el domingo,
Knud se encaminó nuevamente a casa de Juana. Su estado de espíritu era serio y
solemne, como si fuera a recibir la Comunión. La joven estaba sola y lo
recibió; la ocasión no podía ser más propicia.
- Has hecho muy bien en
venir - le dijo -. Estuve a punto de enviarte un recado por mi padre, pero
presentí que volverías esta noche. Debo decirte que el viernes me marcho a Francia;
tengo que hacerlo, si quiero llegar a ser algo.
Knud sintió como si el cuarto diera vueltas a su
alrededor, y le pareció que su corazón iba a estallar. No asomó ni una lágrima
a sus ojos, pero su desolación no era menos visible.
- Mi bueno y fiel amigo... -
dijo ella, y sus palabras desataron la lengua del muchacho. Le dijo cómo la
quería y cómo deseaba que fuese su esposa. Y al pronunciar estas palabras, vio
que Juana palidecía y, soltándole la mano, le dijo con acento grave y afligido:
- ¡No quieras que los dos
seamos desgraciados, Knud! Yo seré siempre una buena hermana para ti, siempre
podrás contar conmigo, pero nada más - y le pasó la mano suave por la ardorosa
frente -. Dios nos da la fuerza necesaria, con tal que nosotros lo queramos. En
aquel momento la madrastra entró en el aposento.
- Knud está desolado porque
me marcho - dijo Juana ¡Vamos, sé un hombre! - y le dio un golpe en el hombro;
era como si no hubiesen hablado más que del viaje. - ¡Chiquillo! - añadió -.
Vas a ser bueno y razonable, como cuando de niños jugábamos debajo del sauce. Parecióle
a Knud que el mundo se había salido de quicio; sus ideas eran como una hebra suelta
flotando a merced del viento. Quedóse sin saber si lo habían invitado o no,
pero todos se mostraron afables y bondadosos; Juana le sirvió té y cantó. No
era ya aquella voz de antes, y, no obstante, sonaba tan maravillosamente, que
el corazón del muchacho estaba a punto de estallar. Y así se despidieron. Knud
no le alargó la mano, pero ella se la cogió, diciendo:
- ¡Estrecha la mano de tu
hermana para despedirte, mi viejo hermano de juego! - y se sonreía entre las
lágrimas que le rodaban por las mejillas; y volvió a llamarlo hermano. ¡Valiente
consuelo! Tal fue la despedida.
Se fue ella a Francia, y
Knud siguió vagando por las sucias calles de Copenhague. Los compañeros del
taller le preguntaron por qué estaba siempre tan caviloso, y lo invitaron a ir
con ellos a divertirse; por algo era joven.
Y fue con ellos al baile,
donde había muchas chicas bonitas, aunque ninguna como Juana. Allí, donde había
esperado olvidarse de ella, la tenía más que nunca presente en sus
pensamientos. «Dios nos da la fuerza necesaria, con tal que nosotros lo
queramos», le había dicho ella; una oración acudió a su mente y juntó las
manos... los violines empezaron a tocar, y las muchachas a bailar en corro. Knud
se asustó; le pareció que no era aquél un lugar adecuado para Juana, pues la
llevaba siempre en su corazón; salió, pues, del baile y, corriendo por las
calles, pasó frente a la casa donde ella habla vivido. Estaba oscura; todo
estaba oscuro, desierto y solitario. El mundo siguió su camino, y Knud el suyo.
Llegó el invierno, y se
helaron las aguas; parecía como si todo se preparase para la tumba. Pero al
venir la primavera y hacerse a la mar el primer vapor, entróle a Knud un gran deseo
de marcharse lejos, muy lejos a correr mundo, aunque no de ir a Francia.
Cerró la mochila y se fue a
Alemania, peregrinando de una población a otra, sin pararse en ninguna, hasta
que, al llegar a la antigua y bella ciudad de Nuremberg, le pareció que volvía
a ser señor de sus piernas y que podía quedarse allí.
Nuremberg es una antigua y
maravillosa ciudad, que parece recortada de una vieja crónica ilustrada. Las
calles discurren sin orden ni concierto; las casas no gustan de estar
alineadas; miradores con torrecillas, volutas y estatuas resaltan por encima de
las aceras, y en lo alto de los tejados, asombrosamente puntiagudos, corren
canalones que desembocan sobre el centro de la calle, adoptando formas de
dragones y perros de alargados cuerpos. Knud llegó a la plaza del mercado, con
la mochila a la espalda, y se detuvo junto a una antigua fuente, en la que unas
soberbias figuras de bronce, representativas de personajes bíblicos e
históricos, se levantan entre los chorros de agua que brotan del surtidor. Una hermosa
muchacha que estaba sacando agua dio de beber a Knud, y como llevara un puñado
de rosas, le ofreció también una, y esto lo tomó el muchacho como un buen agüero.
Desde la cercana iglesia le
llegaban sones de órgano, tan familiares como si fueran los de la iglesia de
Kjöge, y el mozo entró en la vasta catedral. El sol, a través de los cristales
policromados, brillaba por entre las altas y esbeltas columnas. Un gran fervor llenó
sus pensamientos, y sintió en el alma una íntima paz.
Buscó y encontró en
Nuremberg un buen maestro; quedóse en su casa y aprendió la lengua. Los
antiguos fosos que rodean la ciudad han sido convertidos en huertecitos, pero
las altas murallas continúan en pie, con sus pesadas torres. El cordelero
trenza sus cuerdas en el corredor construido de vigas que, a la largo del muro,
conduce a la ciudad, y allí, brotando de grietas y hendeduras, crece el saúco,
extendiendo sus ramas por encima de las bajas casitas, en una de las cuales
residía el maestro para quien trabajaba Knud. Sobre la ventanuca de la
buhardilla que era su dormitorio, el arbusto inclinaba sus ramas.
Residió allí todo un verano
y un invierno, pero al llegar la primavera no pudo resistir por más tiempo; el
saúco floreció, y su fragancia le recordaba tanto su tierra, que le parecía
encontrarse en el jardín de Kjöge. Por eso cambió Knud de patrón, y se buscó otro
en el interior de la ciudad, en un lugar donde no crecieran saúcos.
Su taller estaba en las
proximidades de un antiguo puente amurallado, encima de un bajo molino de aguas
que murmuraba eternamente; por debajo fluía un río impetuoso, encajonado entre
casas de cuyas paredes se proyectaban miradores corroídos, siempre a punto de
caerse al agua. No había allí saúcos, ni siquiera una maceta con una planta verde,
pero enfrente se levantaba un viejo y corpulento sauce, que parecía agarrarse a
la casa para no ser arrastrado por la corriente. Extendía sus ramas por encima
del río, exactamente como el del jardín de Kjöge lo hacía por encima del
arroyo.
En realidad, había ido a
parar de la madre saúco al padre sauce; especialmente en las noches de luna,
aquel árbol le hacía pensar en Dinamarca. Pero este pensamiento, más que de la
luz de la luna, venía del viejo sauce.
No pudo resistirlo; y ¿por qué no? Pregúntalo al
sauce, pregúntalo al saúco florido. Por eso dijo adiós a su maestro de
Nuremberg y prosiguió su peregrinación.
Caballería
Neil Gaiman
(¿recuerdas?)
La Sra. Whitaker encontró el Santo Grial;
estaba debajo de un abrigo de piel.
Cada
jueves por la tarde la Sra. Whitaker caminaba hasta la oficina de correos para
recoger la pensión, aunque sus piernas ya no eran como antes, y de regreso a
casa solía entrar en la Tienda de Oxfam y comprarse alguna cosita.
La
Tienda de Oxfam vendía ropa vieja, chucherías, restos de serie, cosas variadas
y grandes cantidades de libros viejos, todo donaciones: restos de segunda mano,
a menudo liquidaciones de las casas de los muertos. Las ganancias eran todas
para un fin benéfico.
Los
empleados de la tienda eran voluntarios. La voluntaria de turno esa tarde era
Marie, de diecisiete años, un poco gorda y con un jersey ancho malva que parecía
comprado en aquella tienda.
Marie
estaba sentada junto a la caja, con un ejemplar de la revista Mujer moderna, y estaba rellenando el
cuestionario "Revela tu personalidad secreta". De vez en cuando, le
daba la vuelta a la última página de la revista y comprobaba los puntos
correspondientes a las respuestas A), B) o C), antes de decidir cómo contestaría
a la pregunta.
La
Sra. Whitaker se entretuvo mirando por la tienda.
Se
fijó en que aún no habían vendido la cobra disecada. Ya llevaba seis meses allí,
acumulando polvo, con esos ojos de cristal que miraban torvamente a los
percheros y al armario lleno de porcelana desportillada y juguetes
mordisqueados.
La
Sra. Whitaker le dio unas palmaditas en la cabeza al pasar junto a ella.
Cogió
un par de novelas de Mills & Boon de un estante ―Un alma rugiente y Corazón turbulento, a un chelín cada una―, y consideró detenidamente
la botella vacía de Mateus Rosé con pantalla decorativa, antes de decidir que
en realidad no tenía dónde ponerla.
Apartó
un abrigo de piel bastante raído, que olía terriblemente a naftalina. Debajo
había un bastón y un ejemplar manchado de agua de Romance y leyendas de caballeros, de A. R. Hope Moncrieff, al
precio de cinco peniques. Junto al libro, de lado, estaba el Santo Grial. Tenía
una etiquetita redonda en el pie, en la que estaba escrito el precio con
rotulador: 30 p.
La
Sra. Whitaker cogió la copa de plata polvorienta y la valoró a través de sus
gruesas gafas.
―Esto
es bonito ―le dijo a Marie.
Marie
se encogió de hombros.
―Quedaría
bien en la repisa de la chimenea.
Marie
volvió a encogerse de hombros.
La
Sra. Whitaker le dio cincuenta peniques a Marie, que le dio diez peniques de
cambio y una bolsa de papel marrón para que metiera los libros y el Santo
Grial. Luego fue al lado, al carnicero, y se compró un buen trozo de hígado.
Entonces se fue a casa.
El
interior de la copa tenía una capa gruesa de polvo rojo oscuro. La Sra.
Whitaker la lavó con mucho cuidado y luego la dejó en remojo durante una hora
en agua tibia con un chorrito de vinagre.
Después
la limpió con limpiametales hasta dejarla reluciente y la puso en la repisa de
la chimenea del salón, entre un basset de porcelana pequeño y enternecedor y
una foto de su difunto marido, Henry, en la playa de Frinton en 1953.
Había
estado en lo cierto: quedaba bien.
Aquella
noche, para cenar, se comió el hígado rebozado con cebollas fritas. Estaba muy
bueno.
A
la mañana siguiente era viernes; la Sra. Whitaker y la Sra. Greenberg solían
visitarse un viernes cada una. Aquel día le tocaba a la Sra. Greenberg visitar
a la Sra. Whitaker. Se sentaron en el salón y comieron tejas y bebieron té. La
Sra. Whitaker se ponía un terrón de azúcar en el té, pero la Sra. Greenberg se
ponía edulcorante, que siempre llevaba en el bolso en un recipiente pequeño de
plástico.
―Qué
bonito ―dijo la Sra. Greenberg, señalando el Grial―. ¿Qué es?
―Es
el Santo Grial ―dijo la Sra. Whitaker―. Es la copa de la que bebió Jesús en la última
cena. Más tarde, en la crucifixión, esta copa recogió Su preciada sangre cuando
la lanza del centurión Le atravesó el costado.
La
Sra. Greenberg resopló. Era menuda y judía y no aprobaba las cosas poco higiénicas.
―Yo
no sé nada de eso ―dijo―, pero es muy bonito. A nuestro Myron le dieron uno
exactamente igual cuando ganó el torneo de natación, pero lleva su nombre
escrito en el lado.
―¿Sigue
con aquella chica tan simpática? ¿La peluquera?
―¿Bernice?
Uy, sí. Están pensando en prometerse ―dijo la Sra. Greenberg.
―Qué
bien ―dijo la Sra. Whitaker. Cogió otra teja.
La
Sra. Greenberg se hacía sus propias tejas y las traía un viernes sí y otro no:
galletitas dulces, ligeras, y marrones, con almendras encima.
Hablaron
de Myron y Bernice y de Ronald, el sobrino de la Sra. Whitaker (ella no tenía
hijos), y de su amiga la Sra. Perkins que estaba en el hospital por la cadera,
la pobre.
Al
mediodía la Sra. Greenberg se fue a casa y la Sra. Whitaker se preparó tostadas
con queso para comer y, después de la comida, se tomó las pastillas; la blanca
y la roja y las dos pequeñitas de color naranja.
Sonó
el timbre.
La
Sra. Whitaker abrió la puerta. Era un hombre joven con el pelo hasta los
hombros, tan rubio que era casi blanco, y llevaba una armadura de plata
reluciente con un sobreveste blanco.
―Hola
―dijo él.
―Hola
―dijo la Sra. Whitaker.
―Estoy
buscando algo ―dijo él.
―Qué
bien ―dijo la Sra. Whitaker, sin comprometerse.
―¿Puedo
entrar? ―preguntó él.
La
Sra. Whitaker negó con la cabeza.
―Lo
siento, creo que no ―dijo.
―Estoy
buscando el Santo Grial ―dijo el joven―. ¿Está aquí?
―¿Tiene
algún documento que acredite su identidad? ―preguntó la Sra. Whitaker. Sabía
que era una imprudencia permitir que extraños no identificados entrasen en casa
cuando una era mayor y vivía sola. Los bolsos acaban vacíos y pasan cosas aún
peores.
El
joven retrocedió por el sendero del jardín. Su caballo, un corcel gris y
enorme, tan grande como un caballo de tiro, con la cabeza alta y los ojos
inteligentes, estaba atado a la verja del jardín de la Sra. Whitaker. El
caballero hurgó en la alforja y regresó con un pergamino.
Estaba
firmado por Arturo, rey de todos los bretones, y hacía saber a todas las
personas cualquiera que fuese su rango o condición que aquí estaba Galaad,
Caballero de la Tabla Redonda, y que estaba realizando una búsqueda justa,
noble y elevada. Debajo había un dibujo del joven. No era un mal retrato.
La
Sra. Whitaker asintió. Se había esperado una tarjeta con una foto, pero esto
impresionaba mucho más.
―Supongo
que será mejor que entre ―dijo ella.
Fueron
a la cocina. Le preparó una taza de té a Galaad, luego le llevó al salón.
Galaad
vio el grial en la repisa de la chimenea e hincó la rodilla. Puso la taza de té
con cuidado sobre la alfombra rojiza. Un rayo de luz atravesó los visillos y le
tiñó el rostro sobrecogido con la luz dorada del sol y le convirtió el pelo en
un halo plateado.
―Es
realmente el Santo Grial ―dijo, en voz muy baja. Pestañeó los ojos azul pálido
tres veces, muy rápido, como si estuviese conteniendo las lágrimas.
Inclinó
la cabeza como si rezara en silencio.
Galaad
se volvió a poner de pie y se giró hacia la Sra. Whitaker.
―Gentil
señora, guardiana de lo más sagrado entre lo sagrado, permítame que ahora parta
de este lugar con el cáliz bendito, para que mis viajes finalicen y yo haya
llevado a cabo mi gesta.
―¿Disculpe?
―dijo la Sra. Whitaker.
Galaad
se acercó a ella y le cogió las viejas manos.
―Mi
búsqueda ha concluido ―le dijo―. El Santo Grial está por fin a mi alcance.
La
Sra. Whitaker frunció la boca.
―¿Puede
recoger su taza de té y su platito, por favor? ―dijo.
Galaad
recogió su taza de té, disculpándose.
―No.
Creo que no ―dijo la Sra. Whitaker―. Me gusta ahí donde está. Es el sitio
perfecto, entre el perro y la fotografía de mi Henry.
―¿Es
oro lo que necesita? ¿Es eso? Señora, le traeré oro...
―No
―dijo la Sra. Whitaker―. No quiero oro, gracias. Sencillamente, no me interesa.
Acompañó
a Galaad hasta la puerta de la calle.
―Encantada
de haberle conocido ―dijo.
El
caballo estaba inclinando la cabeza por encima de la verja del jardín,
mordisqueando los gladiolos de la Sra. Whitaker. Varios niños del vecindario
estaban en la acera, observándolo.
Galaad
cogió unos terrones de azúcar de la alforja y les enseñó a los niños más
valientes a dar de comer al caballo, con las manos extendidas. Los niños se
rieron. Una de las chicas mayores le acarició la nariz al caballo.
Galaad
montó de un salto con un movimiento fluido. Entonces, el caballo y el caballero
se marcharon trotando por la calle Hawthorne.
La
Sra. Whitaker los siguió con la mirada hasta que los perdió de vista, entonces
suspiró y volvió adentro.
El
fin de semana fue tranquilo.
El
sábado la Sra. Whitaker fue en autobús a Maresfield para visitar a su sobrino
Ronald, su mujer Euphonia y sus hijas, Clarissa y Dillian. Les llevó un pastel
de pasas que había hecho ella misma.
El
domingo por la mañana la Sra. Whitaker fue a misa. La iglesia del barrio era la
de Santiago el Menor, que era un poco más "No pienses en esto como si
fuera una iglesia, sino como en un lugar donde amigos de ideas afines se reúnen
y son felices" de lo que a la Sra. Whitaker le hacía sentirse totalmente cómoda,
pero le gustaba el párroco, el reverendo Bartholomew, cuando no estaba tocando
la guitarra.
Después
del oficio religioso, pensó en mencionarle que tenía el Santo Grial en el salón,
pero al final decidió no decírselo.
El
lunes por la mañana, la Sra. Whitaker estaba trabajando en el jardín de atrás.
Tenía un pequeño herbario del que estaba orgullosísima: eneldo, verbena, menta,
romero, tomillo y casi una selva de perejil. Estaba de rodillas, con unos
guantes gruesos de jardinería de color verde, y estaba arrancando las malas
hierbas, cogiendo babosas y metiéndolas en una bolsa de plástico.
La
Sra. Whitaker era muy bondadosa cuando se trataba de babosas. Las llevaba a la parte
de atrás de su jardín, que limitaba con la vía férrea, y las tiraba por la
verja.
Cortó
un poco de perejil para la ensalada. Alguien tosió detrás de ella. Galaad
estaba allí, alto y hermoso, y su armadura brillaba a la luz del sol de la mañana.
En los brazos llevaba un paquete largo, envuelto en cuero engrasado.
―He
vuelto ―dijo.
―Hola
―dijo la Sra. Whitaker. Se levantó, bastante despacio, y se quitó los guantes
de jardinería―. Bueno ―dijo―, ya que está aquí, puede echarme una mano.
Le
dio la bolsa de plástico llena de babosas y le dijo que las tirase detrás de la
verja.
Él
lo hizo.
Entonces
entraron en la cocina.
―¿Té?
¿O limonada? ―preguntó ella.
―Lo
que usted tome ―dijo Galaad.
La
Sra. Whitaker sacó una jarra de limonada casera de la nevera y mandó a Galaad a
por una ramita de menta. Escogió dos vasos largos. Lavó la menta con cuidado y
puso unas cuantas hojas en cada vaso, entonces echó la limonada.
―¿Su
caballo está fuera? ―preguntó ella.
―Sí.
Se llama Grizzel.
―Y
supongo que vienen de lejos.
―De
muy lejos.
―Ya
veo ―dijo la Sra. Whitaker. Cogió un cuenco de plástico azul de debajo del
fregadero y lo llenó de agua hasta la mitad. Galaad se lo llevó a Grizzel.
Esperó mientras el caballo bebía y le devolvió el cuenco vacío a la Sra.
Whitaker.
―Bien
―dijo ella ―, supongo que aún anda tras el Grial.
―Sí,
aún busco el Santo Grial ―dijo él. Recogió el paquete de cuero del suelo, lo
puso sobre el mantel y lo desenvolvió―. Por él, le ofrezco esto.
Era
una espada, la hoja medía más de un metro. Había palabras y símbolos trazados
elegantemente a lo largo de la hoja. La empuñadura era de plata y oro labrados
y había una gran gema engarzada en el pomo.
―Es
muy bonita ―dijo la Sra. Whitaker, sin convicción.
―Ésta
―dijo Galaad―, es la espada Balmung, forjada por Wayland el Herrero en los
albores del tiempo. Su hermana gemela es Flamberge. Quien la lleva es
inexpugnable en la guerra, invencible en la batalla. Quien la lleva es incapaz
de un acto cobarde o de uno innoble. Engarzada en el pomo está el sardónice
Bircone, que protege a su dueño del veneno vertido disimuladamente en vino o
cerveza y de la traición de los amigos.
La
Sra. Whitaker miró la espada detenidamente. "Debe de estar muy
afilada", dijo, al cabo de un rato.
―Puede
cortar en dos un cabello al vuelo. Más aún, podría cortar un rayo de sol ―dijo
Galaad, con orgullo.
―Bueno,
entonces, quizá debería guardarla ―dijo la Sra. Whitaker.
―¿No
la quiere? ―Galaad parecía decepcionado.
―No,
gracias ―dijo la Sra. Whitaker. Se le ocurrió que a su difunto marido, Henry,
le habría gustado bastante. La habría colgado en la pared de su estudio, junto
a la carpa disecada que había pescado en Escocia, y se la habría mostrado a las
visitas.
Galaad
envolvió otra vez la espada Balmung en el cuero engrasado y la ató con una
cuerda blanca.
Se
quedó allí sentado, desconsolado.
La
Sra. Whitaker le preparó unos bocadillos de crema de queso y pepino para el
viaje de vuelta y los envolvió en papel parafinado. Le dio una manzana para
Grizzel. Galaad parecía muy contento con ambos regalos.
La
Sra. Whitaker les dijo adiós con la mano.
Aquella
tarde fue en autobús hasta el hospital para ver a la Sra. Perkins, que seguía
allí por su cadera, la pobre. Le llevó un poco de plumcake casero, aunque no le
había puesto las nueces de la receta, porque la Sra. Perkins ya no tenía los
dientes como antes.
Miró
la televisión un rato aquella noche y se fue a dormir temprano.
El
martes pasó el cartero. La Sra. Whitaker estaba arriba en el trastero del último
piso, ordenando un poquito, y, como bajaba cada escalón despacio y con cuidado,
no llegó a tiempo. El cartero le había dejado una nota en la que decía que había
venido a entregar un paquete, pero que no había nadie en casa.
La
Sra. Whitaker suspiró.
Metió
la nota en el bolso y fue a la oficina de correos.
El
paquete era de su sobrina Shirelle, de Sidney, Australia. Contenía fotografías
de su marido, Wallace, y de sus dos hijas, Dixie y Violet, y una caracola
embalada en algodón.
La
Sra. Whitaker tenía unas cuantas conchas ornamentales en el dormitorio. Su
favorita tenía una vista de las Bahamas pintada con esmalte. Se la había
regalado su hermana Ethel, que había muerto en 1983.
Puso
la caracola y las fotos en la bolsa de la compra. Entonces, al ver que estaba
en la zona, pasó por la Tienda de Oxfam de camino a casa.
―Hola,
Sra. W. ―dijo Marie.
La
Sra. Whitaker la miró. Marie se había pintado los labios (quizá no era el tono
que mejor le quedaba ni estaba aplicado muy expertamente, pero, pensó, eso era
cuestión de tiempo) y llevaba una falda bastante elegante. Había mejorado
mucho.
―Oh.
Hola, querida ―dijo la Sra. Whitaker.
―La
semana pasada vino un hombre a preguntarme por aquella cosa que usted compró.
Aquella copita de metal. Le dije dónde podía encontrarla. No le importa, ¿verdad?
―No,
querida ―dijo la Sra. Whitaker―. Me encontró.
―Era
maravilloso. En serio, era maravilloso ―suspiró Marie, nostálgica―. Por él tal
vez me habría decidido.
―Y
hasta tenía un caballo grande y blanco ―concluyó Marie. La Sra. Whitaker observó
con aprobación que también estaba más derecha.
En
el estante encontró otra novela de Mills & Boon, Una pasión majestuosa, aunque aún no se había acabado las dos que
había comprado la última vez que vino.
Cogió
el ejemplar de Romance y leyenda de la
caballería y lo abrió. Olía a moho. Escrito cuidadosamente con tinta roja
en la parte de arriba de la primera hoja ponía: EX LIBRIS FISHER.
Lo
dejó donde lo había encontrado.
Cuando
llegó a casa, Galaad la estaba esperando. Estaba paseando a caballo a los niños
del vecindario, de un extremo a otro de la calle.
―Me
alegro de que esté aquí ―dijo ella―. Tengo unas maletas que hay que cambiar de
sitio.
Le
llevó al trastero del último piso. Él le apartó todas las maletas viejas para
que ella pudiese llegar al armario del fondo.
Allí
arriba todo estaba cubierto de polvo.
La
Sra. Whitaker le tuvo allí casi toda la tarde, cambiando cosas de sitio,
mientras ella quitaba el polvo.
Galaad
tenía un corte en la mejilla y un brazo algo rígido.
Hablaron
un poco mientras ella quitaba el polvo y ordenaba. La Sra. Whitaker le habló de
su difunto marido, Henry; y de que el seguro de vida había pagado la casa; y de
que tenía todas esas cosas pero que no tenía a quién dejárselas, en realidad no
tenía a nadie más que a Ronald pero a su mujer sólo le gustaban las cosas
modernas. Le explicó cómo había conocido a Henry durante la guerra, cuando él
estaba en el grupo de precaución contra ataques aéreos y ella no había corrido
del todo las cortinas de oscurecimiento; le habló de los bailes de seis
peniques a los que iban en la ciudad; y de que habían ido a Londres cuando la
guerra ya había acabado y ella se había tomado su primer vaso de vino.
Galaad
le habló a la Sra. Whitaker de su madre, Elaine, que era veleidosa y no era
mejor de lo que debería haber sido y además un poco bruja para rematarla; y de
su abuelo, el rey Pelés, que era bienintencionado, aunque lo menos que se podía
decir de él era que era un poco distraído; y de su juventud en el Castillo de
Bliant en la Isla de la Alegría; y de su padre, a quien conocía como "Le
Chevalier Mal Fet", que estaba más o menos completamente loco y que era en
realidad Lanzarote del Lago, el mejor de los caballeros, disfrazado y
desprovisto de ingenio; y de sus días como joven escudero en Camelot.
A
las cinco, la Sra. Whitaker inspeccionó el trastero y decidió que merecía su
aprobación; entonces abrió la ventana para que se aireara la habitación, y
bajaron a la cocina, donde ella puso agua a hervir para el té.
Galaad
se sentó a la mesa de la cocina.
Abrió
el bolso de piel que llevaba a la cintura y sacó una piedra blanca y redonda.
Tenía el tamaño aproximado de una pelota de criquet.
―Mi
señora ―dijo―, esto es para usted, a cambio del Santo Grial.
La
Sra. Whitaker cogió la piedra, que era más pesada de lo que parecía, y la puso
a contraluz. Era lechosa y translúcida y, en su interior, partículas de plata
emitían destellos a la luz del sol vespertino. Era cálida al tacto.
Entonces,
mientras la sostenía, una sensación extraña se fue apoderando de ella: en lo más
profundo de su ser sintió quietud y una especie de paz. Serenidad, eso era; se sentía serena.
A
su pesar, volvió a poner la piedra en la mesa.
―Es
muy bonita ―dijo.
―Es
la piedra filosofal, que nuestro antepasado Noé colgó en el Arca para dar luz
donde no la había; transforma metales de baja ley en oro y posee ciertas
propiedades más ―le dijo Galaad, orgulloso―. Y eso no es todo. Hay más. Tome ―de
su bolso de piel sacó un huevo y se lo pasó.
Tenía
el tamaño de un huevo de oca y era de un color negro brillante, con motas
escarlatas y blancas. Cuando la Sra. Whitaker lo tocó, notó un picor en los
pelos de la nuca. Su impresión inmediata fue la de un calor y una libertad
increíbles. Oyó el crepitar de fuegos distantes y, por un instante, le pareció
sentirse muy por encima del mundo, bajando en picado y zambulléndose con alas
de fuego.
Puso
el huevo en la mesa, junto a la piedra filosofal.
―Es
el huevo del Fénix ―dijo Galaad―. Viene de la lejana Arabia. Un día el mismo
Ave Fénix saldrá del cascarón; y cuando llegue el momento, el ave construirá un
nido de fuego, pondrá un huevo y morirá, para renacer de las llamas en una era
posterior del mundo.
―Ya
me había parecido que era eso ―dijo la Sra. Whitaker.
―Y,
por último, señora ―dijo Galaad―, le he traído esto.
Lo
sacó de su bolsa y se lo dio. Era una manzana, aparentemente tallada de un solo
rubí, con un pedúnculo de ámbar.
Algo
nerviosa, la Sra. Whitaker la cogió. Era suave al tacto, más de lo que parecía:
la magulló con los dedos y salió un jugo de color rubí que le corrió por la
mano.
La
cocina se llenó, de forma casi imperceptible y mágica, del olor de la fruta de
verano, de frambuesas y melocotones y fresas y grosellas. Como si vinieran de
un lugar muy remoto, oyó voces distantes que cantaban y una música lejana.
―Es
una de las manzanas de las Hespérides ―dijo Galaad, en voz baja―. Un mordisco
curará cualquier enfermedad o herida, por muy profunda que sea; un segundo
mordisco devuelve la juventud y la belleza; y dicen que un tercer mordisco
otorga la vida eterna.
La
Sra. Whitaker se lamió el jugo pegajoso de la mano. Sabía a vino selecto.
Hubo
un momento, entonces, en que volvió a recordar perfectamente cómo era ser
joven: tener un cuerpo firme y esbelto que podía hacer lo que ella quisiera que
hiciese; correr por un camino rural por el simple placer de correr, tan impropio
de una dama; que los hombres le sonrieran sólo porque era ella misma y se
alegraba de serlo.
La
Sra. Whitaker miró a Sir Galaad, el más hermoso de los caballeros, sentado,
bello y noble, en su pequeña cocina.
Se
quedó sin respiración.
La
Sra. Whitaker puso la fruta de rubí en la mesa de la cocina. Observó la piedra
filosofal, el huevo del Fénix y la manzana de la vida.
Luego
fue al salón y miró hacia la repisa de la chimenea: el pequeño basset de
porcelana, el Santo Grial y la fotografía de su difunto marido, Henry, sin
camisa, sonriendo y comiéndose un helado en blanco y negro, hacía casi cuarenta
años.
Volvió
a la cocina. El agua había empezado a hervir. Vertió un poco de agua caliente
en la tetera, la removió un poco y la tiró. Luego, puso dos cucharaditas de té
y una más para la tetera y vertió el resto del agua. Hizo todo esto en
silencio.
Se
giró hacia Galaad y, entonces, le miró.
―Guarde
esa manzana ―le dijo a Galaad, con firmeza―. No debería ofrecerle cosas así a
una anciana. No es correcto.
Entonces
hizo una pausa.
―Pero
me quedaré con las otras dos cosas ―continuó, tras pensarlo un momento―. Quedarán
bien en la repisa de la chimenea. Y hay que reconocer que dos por uno es un
trato justo.
Galaad
esbozó una sonrisa radiante. Puso la manzana en su bolsa de piel. Luego hincó
la rodilla y le besó la mano a la Sra. Whitaker.
―Deje,
deje ―dijo la Sra. Whitaker. Sirvió una taza de té para cada uno, después de
sacar la mejor loza, que era sólo para ocasiones especiales.
Se
quedaron sentados en silencio, bebiéndose el té.
Cuando
se hubieron acabado el té, fueron al salón.
Galaad
se santiguó y cogió el Grial.
La
Sra. Whitaker colocó el huevo y la piedra donde había estado el Grial. El huevo
no dejaba de inclinarse hacia un lado y lo apoyó contra el perrito de
porcelana.
―La
verdad es que quedan muy bien ―dijo la Sra. Whitaker.
―Sí
―asintió Galaad―. Quedan muy bien.
―¿Quiere
algo para comer antes de marcharse? ―preguntó ella.
Él
negó con la cabeza.
―Un
poco de plumcake ―dijo ella―. Quizá ahora no le apetezca, pero dentro de unas
horas se alegrará de habérselo llevado. Y probablemente debería usar el
servicio. A ver, deme eso que se lo envolveré.
Le
indicó el camino al lavabo pequeño del final del pasillo y se fue a la cocina,
con el Grial en la mano. Tenía un poco de papel de regalo de Navidad en la
despensa y lo usó para envolver el Grial, luego ató el paquete con un cordel.
Entonces, cortó una rodaja grande de plumcake y la puso en una bolsa de papel
marrón, junto a un plátano y una loncha de queso fundido envuelta en papel de
plata.
Galaad
volvió del lavabo. Ella le dio la bolsa de papel y el Santo Grial. Entonces se
puso de puntillas y le besó en la mejilla.
―Es
usted un buen chico ―dijo―. Cuídese.
Él
la abrazó y ella le echó de la cocina, le hizo salir por la puerta de atrás y
cerró la puerta tras él. Se sirvió otra taza de té y lloró silenciosamente,
enjugándose con un kleenex, mientras el ruido de los cascos resonaba por la
calle Hawthorne.
El
miércoles, la Sra. Whitaker se quedó en casa todo el día.
El
jueves, fue a la oficina de correos a recoger su pensión. Luego pasó por la
Tienda de Oxfam.
La
cajera era nueva.
―¿Dónde
está Marie? ―preguntó la Sra. Whitaker.
La
cajera, que tenía el cabello gris con reflejos azules y llevaba gafas azules
con monturas que acababan en puntas de estrás, negó con la cabeza y se encogió
de hombros.
―Se
fue con un joven ―dijo.― A caballo. Tsk. ¿No le parece increíble? Yo tendría
que estar en la tienda de Heathfield esta tarde. Tuve que pedirle a mi Johnny
que me trajera aquí, mientras buscamos a otra persona.
―Oh
―dijo la Sra. Whitaker―. Bueno, está bien que se haya encontrado un novio.
―Estará
bien para ella, quizá ―dijo la señora de la caja―, pero los hay que tenían que
estar en Heathfield esta tarde.
En
la estantería que había cerca del fondo de la tienda la Sra. Whitaker encontró
un viejo recipiente de plata sin lustrar con un pitorro largo. Le habían puesto
un precio de sesenta peniques, según la etiquetita que tenía enganchada en un
lado. Se parecía un poco a una tetera achatada y alargada.
Cogió
una novela de Mills & Boon que aún no había leído. Se llamaba Un amor singular. Llevó el libro y el
recipiente de plata a la cajera.
―Sesenta
y cinco peniques, querida ―dijo la mujer, mientras cogía el objeto de plata y
lo observaba―. Qué cosa tan rara, ¿verdad? Llegó esta mañana ―tenía unos
caracteres chinos antiguos grabados en un lado y un asa arqueada y elegante―.
Será una especie de aceitera, supongo.
―No,
no es una aceitera ―dijo la Sra. Whitaker, que sabía exactamente de qué se
trataba―. Es una lámpara.
Había
un anillito de metal, sin adornos, atado al asa de la lámpara con un cordel
marrón.
―Mire
―dijo la Sra. Whitaker―, pensándolo bien, creo que me quedaré sólo con el
libro.
Pagó
los cinco peniques por la novela y volvió a poner la lámpara donde la había
encontrado, al fondo de la tienda. Después de todo, reflexionó la Sra. Whitaker
mientras volvía a casa, tampoco tenía dónde ponerla.
GAIMAN, Neil, Humo y Espejos, Norma Editorial, España, 1999, p. 20,.
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