jueves, 26 de junio de 2014

Caballería

Neil Gaiman

(¿recuerdas?)

             La Sra. Whitaker encontró el Santo Grial; estaba debajo de un abrigo de piel.
            Cada jueves por la tarde la Sra. Whitaker caminaba hasta la oficina de correos para recoger la pensión, aunque sus piernas ya no eran como antes, y de regreso a casa solía entrar en la Tienda de Oxfam y comprarse alguna cosita.
            La Tienda de Oxfam vendía ropa vieja, chucherías, restos de serie, cosas variadas y grandes cantidades de libros viejos, todo donaciones: restos de segunda mano, a menudo liquidaciones de las casas de los muertos. Las ganancias eran todas para un fin benéfico.
            Los empleados de la tienda eran voluntarios. La voluntaria de turno esa tarde era Marie, de diecisiete años, un poco gorda y con un jersey ancho malva que parecía comprado en aquella tienda.
            Marie estaba sentada junto a la caja, con un ejemplar de la revista Mujer moderna, y estaba rellenando el cuestionario "Revela tu personalidad secreta". De vez en cuando, le daba la vuelta a la última página de la revista y comprobaba los puntos correspondientes a las respuestas A), B) o C), antes de decidir cómo contestaría a la pregunta.
            La Sra. Whitaker se entretuvo mirando por la tienda.
            Se fijó en que aún no habían vendido la cobra disecada. Ya llevaba seis meses allí, acumulando polvo, con esos ojos de cristal que miraban torvamente a los percheros y al armario lleno de porcelana desportillada y juguetes mordisqueados.
            La Sra. Whitaker le dio unas palmaditas en la cabeza al pasar junto a ella.
            Cogió un par de novelas de Mills & Boon de un estante ―Un alma rugiente y Corazón turbulento, a un chelín cada una―, y consideró detenidamente la botella vacía de Mateus Rosé con pantalla decorativa, antes de decidir que en realidad no tenía dónde ponerla.
            Apartó un abrigo de piel bastante raído, que olía terriblemente a naftalina. Debajo había un bastón y un ejemplar manchado de agua de Romance y leyendas de caballeros, de A. R. Hope Moncrieff, al precio de cinco peniques. Junto al libro, de lado, estaba el Santo Grial. Tenía una etiquetita redonda en el pie, en la que estaba escrito el precio con rotulador: 30 p.
            La Sra. Whitaker cogió la copa de plata polvorienta y la valoró a través de sus gruesas gafas.
            ―Esto es bonito ―le dijo a Marie.
            Marie se encogió de hombros.
            ―Quedaría bien en la repisa de la chimenea.
            Marie volvió a encogerse de hombros.
            La Sra. Whitaker le dio cincuenta peniques a Marie, que le dio diez peniques de cambio y una bolsa de papel marrón para que metiera los libros y el Santo Grial. Luego fue al lado, al carnicero, y se compró un buen trozo de hígado. Entonces se fue a casa.
            El interior de la copa tenía una capa gruesa de polvo rojo oscuro. La Sra. Whitaker la lavó con mucho cuidado y luego la dejó en remojo durante una hora en agua tibia con un chorrito de vinagre.
            Después la limpió con limpiametales hasta dejarla reluciente y la puso en la repisa de la chimenea del salón, entre un basset de porcelana pequeño y enternecedor y una foto de su difunto marido, Henry, en la playa de Frinton en 1953.
            Había estado en lo cierto: quedaba bien.
            Aquella noche, para cenar, se comió el hígado rebozado con cebollas fritas. Estaba muy bueno.
            A la mañana siguiente era viernes; la Sra. Whitaker y la Sra. Greenberg solían visitarse un viernes cada una. Aquel día le tocaba a la Sra. Greenberg visitar a la Sra. Whitaker. Se sentaron en el salón y comieron tejas y bebieron té. La Sra. Whitaker se ponía un terrón de azúcar en el té, pero la Sra. Greenberg se ponía edulcorante, que siempre llevaba en el bolso en un recipiente pequeño de plástico.
            ―Qué bonito ―dijo la Sra. Greenberg, señalando el Grial―. ¿Qué es?
            ―Es el Santo Grial ―dijo la Sra. Whitaker―. Es la copa de la que bebió Jesús en la última cena. Más tarde, en la crucifixión, esta copa recogió Su preciada sangre cuando la lanza del centurión Le atravesó el costado.
            La Sra. Greenberg resopló. Era menuda y judía y no aprobaba las cosas poco higiénicas.
            ―Yo no sé nada de eso ―dijo―, pero es muy bonito. A nuestro Myron le dieron uno exactamente igual cuando ganó el torneo de natación, pero lleva su nombre escrito en el lado.
            ―¿Sigue con aquella chica tan simpática? ¿La peluquera?
            ―¿Bernice? Uy, sí. Están pensando en prometerse ―dijo la Sra. Greenberg.
            ―Qué bien ―dijo la Sra. Whitaker. Cogió otra teja.
            La Sra. Greenberg se hacía sus propias tejas y las traía un viernes sí y otro no: galletitas dulces, ligeras, y marrones, con almendras encima.
            Hablaron de Myron y Bernice y de Ronald, el sobrino de la Sra. Whitaker (ella no tenía hijos), y de su amiga la Sra. Perkins que estaba en el hospital por la cadera, la pobre.
            Al mediodía la Sra. Greenberg se fue a casa y la Sra. Whitaker se preparó tostadas con queso para comer y, después de la comida, se tomó las pastillas; la blanca y la roja y las dos pequeñitas de color naranja.
            Sonó el timbre.
            La Sra. Whitaker abrió la puerta. Era un hombre joven con el pelo hasta los hombros, tan rubio que era casi blanco, y llevaba una armadura de plata reluciente con un sobreveste blanco.
            ―Hola ―dijo él.
            ―Hola ―dijo la Sra. Whitaker.
            ―Estoy buscando algo ―dijo él.
            ―Qué bien ―dijo la Sra. Whitaker, sin comprometerse.
            ―¿Puedo entrar? ―preguntó él.
            La Sra. Whitaker negó con la cabeza.
            ―Lo siento, creo que no ―dijo.
            ―Estoy buscando el Santo Grial ―dijo el joven―. ¿Está aquí?
            ―¿Tiene algún documento que acredite su identidad? ―preguntó la Sra. Whitaker. Sabía que era una imprudencia permitir que extraños no identificados entrasen en casa cuando una era mayor y vivía sola. Los bolsos acaban vacíos y pasan cosas aún peores.
            El joven retrocedió por el sendero del jardín. Su caballo, un corcel gris y enorme, tan grande como un caballo de tiro, con la cabeza alta y los ojos inteligentes, estaba atado a la verja del jardín de la Sra. Whitaker. El caballero hurgó en la alforja y regresó con un pergamino.
            Estaba firmado por Arturo, rey de todos los bretones, y hacía saber a todas las personas cualquiera que fuese su rango o condición que aquí estaba Galaad, Caballero de la Tabla Redonda, y que estaba realizando una búsqueda justa, noble y elevada. Debajo había un dibujo del joven. No era un mal retrato.
            La Sra. Whitaker asintió. Se había esperado una tarjeta con una foto, pero esto impresionaba mucho más.
            ―Supongo que será mejor que entre ―dijo ella.
            Fueron a la cocina. Le preparó una taza de té a Galaad, luego le llevó al salón.
            Galaad vio el grial en la repisa de la chimenea e hincó la rodilla. Puso la taza de té con cuidado sobre la alfombra rojiza. Un rayo de luz atravesó los visillos y le tiñó el rostro sobrecogido con la luz dorada del sol y le convirtió el pelo en un halo plateado.
            ―Es realmente el Santo Grial ―dijo, en voz muy baja. Pestañeó los ojos azul pálido tres veces, muy rápido, como si estuviese conteniendo las lágrimas.
            Inclinó la cabeza como si rezara en silencio.
            Galaad se volvió a poner de pie y se giró hacia la Sra. Whitaker.
            ―Gentil señora, guardiana de lo más sagrado entre lo sagrado, permítame que ahora parta de este lugar con el cáliz bendito, para que mis viajes finalicen y yo haya llevado a cabo mi gesta.
            ―¿Disculpe? ―dijo la Sra. Whitaker.
            Galaad se acercó a ella y le cogió las viejas manos.
            ―Mi búsqueda ha concluido ―le dijo―. El Santo Grial está por fin a mi alcance.
            La Sra. Whitaker frunció la boca.
            ―¿Puede recoger su taza de té y su platito, por favor? ―dijo.
            Galaad recogió su taza de té, disculpándose.
            ―No. Creo que no ―dijo la Sra. Whitaker―. Me gusta ahí donde está. Es el sitio perfecto, entre el perro y la fotografía de mi Henry.
            ―¿Es oro lo que necesita? ¿Es eso? Señora, le traeré oro...
            ―No ―dijo la Sra. Whitaker―. No quiero oro, gracias. Sencillamente, no me interesa.
            Acompañó a Galaad hasta la puerta de la calle.
            ―Encantada de haberle conocido ―dijo.
            El caballo estaba inclinando la cabeza por encima de la verja del jardín, mordisqueando los gladiolos de la Sra. Whitaker. Varios niños del vecindario estaban en la acera, observándolo.
            Galaad cogió unos terrones de azúcar de la alforja y les enseñó a los niños más valientes a dar de comer al caballo, con las manos extendidas. Los niños se rieron. Una de las chicas mayores le acarició la nariz al caballo.
            Galaad montó de un salto con un movimiento fluido. Entonces, el caballo y el caballero se marcharon trotando por la calle Hawthorne.
            La Sra. Whitaker los siguió con la mirada hasta que los perdió de vista, entonces suspiró y volvió adentro.
            El fin de semana fue tranquilo.
            El sábado la Sra. Whitaker fue en autobús a Maresfield para visitar a su sobrino Ronald, su mujer Euphonia y sus hijas, Clarissa y Dillian. Les llevó un pastel de pasas que había hecho ella misma.
            El domingo por la mañana la Sra. Whitaker fue a misa. La iglesia del barrio era la de Santiago el Menor, que era un poco más "No pienses en esto como si fuera una iglesia, sino como en un lugar donde amigos de ideas afines se reúnen y son felices" de lo que a la Sra. Whitaker le hacía sentirse totalmente cómoda, pero le gustaba el párroco, el reverendo Bartholomew, cuando no estaba tocando la guitarra.
            Después del oficio religioso, pensó en mencionarle que tenía el Santo Grial en el salón, pero al final decidió no decírselo.
            El lunes por la mañana, la Sra. Whitaker estaba trabajando en el jardín de atrás. Tenía un pequeño herbario del que estaba orgullosísima: eneldo, verbena, menta, romero, tomillo y casi una selva de perejil. Estaba de rodillas, con unos guantes gruesos de jardinería de color verde, y estaba arrancando las malas hierbas, cogiendo babosas y metiéndolas en una bolsa de plástico.
            La Sra. Whitaker era muy bondadosa cuando se trataba de babosas. Las llevaba a la parte de atrás de su jardín, que limitaba con la vía férrea, y las tiraba por la verja.
            Cortó un poco de perejil para la ensalada. Alguien tosió detrás de ella. Galaad estaba allí, alto y hermoso, y su armadura brillaba a la luz del sol de la mañana. En los brazos llevaba un paquete largo, envuelto en cuero engrasado.
            ―He vuelto ―dijo.
            ―Hola ―dijo la Sra. Whitaker. Se levantó, bastante despacio, y se quitó los guantes de jardinería―. Bueno ―dijo―, ya que está aquí, puede echarme una mano.
            Le dio la bolsa de plástico llena de babosas y le dijo que las tirase detrás de la verja.
            Él lo hizo.
            Entonces entraron en la cocina.
            ―¿Té? ¿O limonada? ―preguntó ella.
            ―Lo que usted tome ―dijo Galaad.
            La Sra. Whitaker sacó una jarra de limonada casera de la nevera y mandó a Galaad a por una ramita de menta. Escogió dos vasos largos. Lavó la menta con cuidado y puso unas cuantas hojas en cada vaso, entonces echó la limonada.
            ―¿Su caballo está fuera? ―preguntó ella.
            ―Sí. Se llama Grizzel.
            ―Y supongo que vienen de lejos.
            ―De muy lejos.
            ―Ya veo ―dijo la Sra. Whitaker. Cogió un cuenco de plástico azul de debajo del fregadero y lo llenó de agua hasta la mitad. Galaad se lo llevó a Grizzel. Esperó mientras el caballo bebía y le devolvió el cuenco vacío a la Sra. Whitaker.
            ―Bien ―dijo ella ―, supongo que aún anda tras el Grial.
            ―Sí, aún busco el Santo Grial ―dijo él. Recogió el paquete de cuero del suelo, lo puso sobre el mantel y lo desenvolvió―. Por él, le ofrezco esto.
            Era una espada, la hoja medía más de un metro. Había palabras y símbolos trazados elegantemente a lo largo de la hoja. La empuñadura era de plata y oro labrados y había una gran gema engarzada en el pomo.
            ―Es muy bonita ―dijo la Sra. Whitaker, sin convicción.
            ―Ésta ―dijo Galaad―, es la espada Balmung, forjada por Wayland el Herrero en los albores del tiempo. Su hermana gemela es Flamberge. Quien la lleva es inexpugnable en la guerra, invencible en la batalla. Quien la lleva es incapaz de un acto cobarde o de uno innoble. Engarzada en el pomo está el sardónice Bircone, que protege a su dueño del veneno vertido disimuladamente en vino o cerveza y de la traición de los amigos.
            La Sra. Whitaker miró la espada detenidamente. "Debe de estar muy afilada", dijo, al cabo de un rato.
            ―Puede cortar en dos un cabello al vuelo. Más aún, podría cortar un rayo de sol ―dijo Galaad, con orgullo.
            ―Bueno, entonces, quizá debería guardarla ―dijo la Sra. Whitaker.
            ―¿No la quiere? ―Galaad parecía decepcionado.
            ―No, gracias ―dijo la Sra. Whitaker. Se le ocurrió que a su difunto marido, Henry, le habría gustado bastante. La habría colgado en la pared de su estudio, junto a la carpa disecada que había pescado en Escocia, y se la habría mostrado a las visitas.
            Galaad envolvió otra vez la espada Balmung en el cuero engrasado y la ató con una cuerda blanca.
            Se quedó allí sentado, desconsolado.
            La Sra. Whitaker le preparó unos bocadillos de crema de queso y pepino para el viaje de vuelta y los envolvió en papel parafinado. Le dio una manzana para Grizzel. Galaad parecía muy contento con ambos regalos.
            La Sra. Whitaker les dijo adiós con la mano.
            Aquella tarde fue en autobús hasta el hospital para ver a la Sra. Perkins, que seguía allí por su cadera, la pobre. Le llevó un poco de plumcake casero, aunque no le había puesto las nueces de la receta, porque la Sra. Perkins ya no tenía los dientes como antes.
            Miró la televisión un rato aquella noche y se fue a dormir temprano.
            El martes pasó el cartero. La Sra. Whitaker estaba arriba en el trastero del último piso, ordenando un poquito, y, como bajaba cada escalón despacio y con cuidado, no llegó a tiempo. El cartero le había dejado una nota en la que decía que había venido a entregar un paquete, pero que no había nadie en casa.
            La Sra. Whitaker suspiró.
            Metió la nota en el bolso y fue a la oficina de correos.
            El paquete era de su sobrina Shirelle, de Sidney, Australia. Contenía fotografías de su marido, Wallace, y de sus dos hijas, Dixie y Violet, y una caracola embalada en algodón.
            La Sra. Whitaker tenía unas cuantas conchas ornamentales en el dormitorio. Su favorita tenía una vista de las Bahamas pintada con esmalte. Se la había regalado su hermana Ethel, que había muerto en 1983.
            Puso la caracola y las fotos en la bolsa de la compra. Entonces, al ver que estaba en la zona, pasó por la Tienda de Oxfam de camino a casa.
            ―Hola, Sra. W. ―dijo Marie.
            La Sra. Whitaker la miró. Marie se había pintado los labios (quizá no era el tono que mejor le quedaba ni estaba aplicado muy expertamente, pero, pensó, eso era cuestión de tiempo) y llevaba una falda bastante elegante. Había mejorado mucho.
            ―Oh. Hola, querida ―dijo la Sra. Whitaker.
            ―La semana pasada vino un hombre a preguntarme por aquella cosa que usted compró. Aquella copita de metal. Le dije dónde podía encontrarla. No le importa, ¿verdad?
            ―No, querida ―dijo la Sra. Whitaker―. Me encontró.
            ―Era maravilloso. En serio, era maravilloso ―suspiró Marie, nostálgica―. Por él tal vez me habría decidido.
            ―Y hasta tenía un caballo grande y blanco ―concluyó Marie. La Sra. Whitaker observó con aprobación que también estaba más derecha.
            En el estante encontró otra novela de Mills & Boon, Una pasión majestuosa, aunque aún no se había acabado las dos que había comprado la última vez que vino.
            Cogió el ejemplar de Romance y leyenda de la caballería y lo abrió. Olía a moho. Escrito cuidadosamente con tinta roja en la parte de arriba de la primera hoja ponía: EX LIBRIS FISHER.
            Lo dejó donde lo había encontrado.
            Cuando llegó a casa, Galaad la estaba esperando. Estaba paseando a caballo a los niños del vecindario, de un extremo a otro de la calle.
            ―Me alegro de que esté aquí ―dijo ella―. Tengo unas maletas que hay que cambiar de sitio.
            Le llevó al trastero del último piso. Él le apartó todas las maletas viejas para que ella pudiese llegar al armario del fondo.
            Allí arriba todo estaba cubierto de polvo.
            La Sra. Whitaker le tuvo allí casi toda la tarde, cambiando cosas de sitio, mientras ella quitaba el polvo.
            Galaad tenía un corte en la mejilla y un brazo algo rígido.
            Hablaron un poco mientras ella quitaba el polvo y ordenaba. La Sra. Whitaker le habló de su difunto marido, Henry; y de que el seguro de vida había pagado la casa; y de que tenía todas esas cosas pero que no tenía a quién dejárselas, en realidad no tenía a nadie más que a Ronald pero a su mujer sólo le gustaban las cosas modernas. Le explicó cómo había conocido a Henry durante la guerra, cuando él estaba en el grupo de precaución contra ataques aéreos y ella no había corrido del todo las cortinas de oscurecimiento; le habló de los bailes de seis peniques a los que iban en la ciudad; y de que habían ido a Londres cuando la guerra ya había acabado y ella se había tomado su primer vaso de vino.
            Galaad le habló a la Sra. Whitaker de su madre, Elaine, que era veleidosa y no era mejor de lo que debería haber sido y además un poco bruja para rematarla; y de su abuelo, el rey Pelés, que era bienintencionado, aunque lo menos que se podía decir de él era que era un poco distraído; y de su juventud en el Castillo de Bliant en la Isla de la Alegría; y de su padre, a quien conocía como "Le Chevalier Mal Fet", que estaba más o menos completamente loco y que era en realidad Lanzarote del Lago, el mejor de los caballeros, disfrazado y desprovisto de ingenio; y de sus días como joven escudero en Camelot.
            A las cinco, la Sra. Whitaker inspeccionó el trastero y decidió que merecía su aprobación; entonces abrió la ventana para que se aireara la habitación, y bajaron a la cocina, donde ella puso agua a hervir para el té.
            Galaad se sentó a la mesa de la cocina.
            Abrió el bolso de piel que llevaba a la cintura y sacó una piedra blanca y redonda. Tenía el tamaño aproximado de una pelota de criquet.
            ―Mi señora ―dijo―, esto es para usted, a cambio del Santo Grial.
            La Sra. Whitaker cogió la piedra, que era más pesada de lo que parecía, y la puso a contraluz. Era lechosa y translúcida y, en su interior, partículas de plata emitían destellos a la luz del sol vespertino. Era cálida al tacto.
            Entonces, mientras la sostenía, una sensación extraña se fue apoderando de ella: en lo más profundo de su ser sintió quietud y una especie de paz. Serenidad, eso era; se sentía serena.
            A su pesar, volvió a poner la piedra en la mesa.
            ―Es muy bonita ―dijo.
            ―Es la piedra filosofal, que nuestro antepasado Noé colgó en el Arca para dar luz donde no la había; transforma metales de baja ley en oro y posee ciertas propiedades más ―le dijo Galaad, orgulloso―. Y eso no es todo. Hay más. Tome ―de su bolso de piel sacó un huevo y se lo pasó.
            Tenía el tamaño de un huevo de oca y era de un color negro brillante, con motas escarlatas y blancas. Cuando la Sra. Whitaker lo tocó, notó un picor en los pelos de la nuca. Su impresión inmediata fue la de un calor y una libertad increíbles. Oyó el crepitar de fuegos distantes y, por un instante, le pareció sentirse muy por encima del mundo, bajando en picado y zambulléndose con alas de fuego.
            Puso el huevo en la mesa, junto a la piedra filosofal.
            ―Es el huevo del Fénix ―dijo Galaad―. Viene de la lejana Arabia. Un día el mismo Ave Fénix saldrá del cascarón; y cuando llegue el momento, el ave construirá un nido de fuego, pondrá un huevo y morirá, para renacer de las llamas en una era posterior del mundo.
            ―Ya me había parecido que era eso ―dijo la Sra. Whitaker.
            ―Y, por último, señora ―dijo Galaad―, le he traído esto.
            Lo sacó de su bolsa y se lo dio. Era una manzana, aparentemente tallada de un solo rubí, con un pedúnculo de ámbar.
            Algo nerviosa, la Sra. Whitaker la cogió. Era suave al tacto, más de lo que parecía: la magulló con los dedos y salió un jugo de color rubí que le corrió por la mano.
            La cocina se llenó, de forma casi imperceptible y mágica, del olor de la fruta de verano, de frambuesas y melocotones y fresas y grosellas. Como si vinieran de un lugar muy remoto, oyó voces distantes que cantaban y una música lejana.
            ―Es una de las manzanas de las Hespérides ―dijo Galaad, en voz baja―. Un mordisco curará cualquier enfermedad o herida, por muy profunda que sea; un segundo mordisco devuelve la juventud y la belleza; y dicen que un tercer mordisco otorga la vida eterna.
            La Sra. Whitaker se lamió el jugo pegajoso de la mano. Sabía a vino selecto.
            Hubo un momento, entonces, en que volvió a recordar perfectamente cómo era ser joven: tener un cuerpo firme y esbelto que podía hacer lo que ella quisiera que hiciese; correr por un camino rural por el simple placer de correr, tan impropio de una dama; que los hombres le sonrieran sólo porque era ella misma y se alegraba de serlo.
            La Sra. Whitaker miró a Sir Galaad, el más hermoso de los caballeros, sentado, bello y noble, en su pequeña cocina.
            Se quedó sin respiración.
            La Sra. Whitaker puso la fruta de rubí en la mesa de la cocina. Observó la piedra filosofal, el huevo del Fénix y la manzana de la vida.
            Luego fue al salón y miró hacia la repisa de la chimenea: el pequeño basset de porcelana, el Santo Grial y la fotografía de su difunto marido, Henry, sin camisa, sonriendo y comiéndose un helado en blanco y negro, hacía casi cuarenta años.
            Volvió a la cocina. El agua había empezado a hervir. Vertió un poco de agua caliente en la tetera, la removió un poco y la tiró. Luego, puso dos cucharaditas de té y una más para la tetera y vertió el resto del agua. Hizo todo esto en silencio.
            Se giró hacia Galaad y, entonces, le miró.
            ―Guarde esa manzana ―le dijo a Galaad, con firmeza―. No debería ofrecerle cosas así a una anciana. No es correcto.
            Entonces hizo una pausa.
            ―Pero me quedaré con las otras dos cosas ―continuó, tras pensarlo un momento―. Quedarán bien en la repisa de la chimenea. Y hay que reconocer que dos por uno es un trato justo.
            Galaad esbozó una sonrisa radiante. Puso la manzana en su bolsa de piel. Luego hincó la rodilla y le besó la mano a la Sra. Whitaker.
            ―Deje, deje ―dijo la Sra. Whitaker. Sirvió una taza de té para cada uno, después de sacar la mejor loza, que era sólo para ocasiones especiales.
            Se quedaron sentados en silencio, bebiéndose el té.
            Cuando se hubieron acabado el té, fueron al salón.
            Galaad se santiguó y cogió el Grial.
            La Sra. Whitaker colocó el huevo y la piedra donde había estado el Grial. El huevo no dejaba de inclinarse hacia un lado y lo apoyó contra el perrito de porcelana.
            ―La verdad es que quedan muy bien ―dijo la Sra. Whitaker.
            ―Sí ―asintió Galaad―. Quedan muy bien.
            ―¿Quiere algo para comer antes de marcharse? ―preguntó ella.
            Él negó con la cabeza.
            ―Un poco de plumcake ―dijo ella―. Quizá ahora no le apetezca, pero dentro de unas horas se alegrará de habérselo llevado. Y probablemente debería usar el servicio. A ver, deme eso que se lo envolveré.
            Le indicó el camino al lavabo pequeño del final del pasillo y se fue a la cocina, con el Grial en la mano. Tenía un poco de papel de regalo de Navidad en la despensa y lo usó para envolver el Grial, luego ató el paquete con un cordel. Entonces, cortó una rodaja grande de plumcake y la puso en una bolsa de papel marrón, junto a un plátano y una loncha de queso fundido envuelta en papel de plata.
            Galaad volvió del lavabo. Ella le dio la bolsa de papel y el Santo Grial. Entonces se puso de puntillas y le besó en la mejilla.
            ―Es usted un buen chico ―dijo―. Cuídese.
            Él la abrazó y ella le echó de la cocina, le hizo salir por la puerta de atrás y cerró la puerta tras él. Se sirvió otra taza de té y lloró silenciosamente, enjugándose con un kleenex, mientras el ruido de los cascos resonaba por la calle Hawthorne.
            El miércoles, la Sra. Whitaker se quedó en casa todo el día.
            El jueves, fue a la oficina de correos a recoger su pensión. Luego pasó por la Tienda de Oxfam.
            La cajera era nueva.
            ―¿Dónde está Marie? ―preguntó la Sra. Whitaker.
            La cajera, que tenía el cabello gris con reflejos azules y llevaba gafas azules con monturas que acababan en puntas de estrás, negó con la cabeza y se encogió de hombros.
            ―Se fue con un joven ―dijo.― A caballo. Tsk. ¿No le parece increíble? Yo tendría que estar en la tienda de Heathfield esta tarde. Tuve que pedirle a mi Johnny que me trajera aquí, mientras buscamos a otra persona.
            ―Oh ―dijo la Sra. Whitaker―. Bueno, está bien que se haya encontrado un novio.
            ―Estará bien para ella, quizá ―dijo la señora de la caja―, pero los hay que tenían que estar en Heathfield esta tarde.
            En la estantería que había cerca del fondo de la tienda la Sra. Whitaker encontró un viejo recipiente de plata sin lustrar con un pitorro largo. Le habían puesto un precio de sesenta peniques, según la etiquetita que tenía enganchada en un lado. Se parecía un poco a una tetera achatada y alargada.
            Cogió una novela de Mills & Boon que aún no había leído. Se llamaba Un amor singular. Llevó el libro y el recipiente de plata a la cajera.
            ―Sesenta y cinco peniques, querida ―dijo la mujer, mientras cogía el objeto de plata y lo observaba―. Qué cosa tan rara, ¿verdad? Llegó esta mañana ―tenía unos caracteres chinos antiguos grabados en un lado y un asa arqueada y elegante―. Será una especie de aceitera, supongo.
            ―No, no es una aceitera ―dijo la Sra. Whitaker, que sabía exactamente de qué se trataba―. Es una lámpara.
            Había un anillito de metal, sin adornos, atado al asa de la lámpara con un cordel marrón.
            ―Mire ―dijo la Sra. Whitaker―, pensándolo bien, creo que me quedaré sólo con el libro.

            Pagó los cinco peniques por la novela y volvió a poner la lámpara donde la había encontrado, al fondo de la tienda. Después de todo, reflexionó la Sra. Whitaker mientras volvía a casa, tampoco tenía dónde ponerla.



GAIMAN, Neil, Humo y Espejos, Norma Editorial, España, 1999, p. 20,.

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