miércoles, 5 de julio de 2017

De huecos pamboleros


Es algo tarde para hablar de futbol, pero el verano aún no ha terminado. Debo decir que soy aficionada al deporte, me entretiene verlo; no lo practico, pero tampoco creo que sea un cáncer creado para sacar las peores actitudes del ser humano, ni un medio de distracción para las masas (aunque a veces tenga esa función). Me gusta verlo, me emociona ver a mi equipo jugar, y lo sufro, tanto que prefiero alejarme en situaciones extremas hasta que mi presencia sea absolutamente necesaria –porque me lo demande mi afición–. Este entusiasmo por el deporte es propio de mi familia, no nos fue inculcado con horarios y programaciones, fue algo que nació de la observación, algo que mamamos del seno familiar; un ritual que permitía que cualquier rencor, enojo o preocupación desapareciera, que como familia nos salvó de oscuros momentos, que aún hoy nos da razones para reunirnos, desayunar juntos o comentar durante la sobremesa, tanto así que una de las pocas fotos familiares que existen nos muestra a todos usando el jersey de los Pumas.
Mi padre fue el primer entusiasta. Él alimento su pasión con la experiencia de las pequeñas pandillas jóvenes en la vecindad; lo llevó hasta el estadio, le permitió ver al mismísimo rey Pelé en el mundial de México 70; lo arrastro hasta las  pasionales hinchas, dónde llevó a sus hermanos y después a sus hijos. Egresado de la Universidad Nacional Autónoma de México, apoyó en todas sus disciplinas a su alma mater. Los Pumas eran su orgullo, sus desplantes de furia y de sus preocupaciones, fue justamente eso lo que nos heredó.
Ver a Chile jugar la semana pasada fue uno de esos momentos en que puedes genuinamente emocionarte por el deporte, y sufrir cada oportunidad de gol desperdiciada. Puedes ver la pasión en la cara de los jugadores, ese poderoso empuje que termina golpeándose de cara ante la imposibilidad, ante el orden tan natural de una selección como la alemana. Es el juego en su estado frío y calculador, pero al mismo tiempo en su versión más efervescente, más furiosa. Un partido digno para cualquiera de los dos, una final en la que las lágrimas no faltaron y el pasto se llevo más de un golpe.  Después el tema del análisis es el México ostentador del cuarto lugar, que se vio casi ahogado en más de una ocasión y que dejó que una poderosa Alemania le pasara por encima ¿para qué vino hasta acá? ¿por qué no puede tomar un lugar junto a los grandes o aspirar a eventos heroicos?  ¿Mejorará algún día? Yo no soy optimista.
El futbol mexicano no es motivo de orgullo. Está podrido en su núcleo y nunca se recuperará. Se alimenta de la corrupción como cualquier otro representante nacional, como el gobierno mismo que personifica. Es una mentira del mismo sistema de futbol mundial, que le hace creer que es una selección importante, poderosa, histórica y necesaria, puede que todo esto sea cierto, pero como enorme aportador de dinero, riqueza que nunca sabemos de dónde viene y termina en los bolsillos de unos pocos, a cambio de la pasión y la “esperanza” de un país. El futbol mexicano carece de identidad porque nace de un país que aún no ha superado su complejo adolescente, que le cuesta comprender su historia, que trata caricaturescamente sus símbolos nacionales, que se hunde en su propia putrefacción. Cada equipo que adoramos incondicionalmente tiene tras de sí la sombra de dos televisoras, que alimentan su poder con la afición de la población, la más humilde y honesta, así como la sombra de una federación impulsada por compadrazgos: conveniencias que terminan por truncar el talento y los sueños de los jóvenes que son desplazados para que unos cuantos sudamericanos cobren un poco más, para inflar aún más los bolsillos de quién sabe quién y consumir ese futbol mexicano que se jacta de ganar una copa de oro, que se frustra por no poderle ganar a Argentina o a Alemania, que no ha podido nunca ganar un partido de eliminación directa en un mundial. Ese es el legado del futbol mexicano, un legado de mediocridad que trae consigo millones de dólares.
La próxima vez que veamos a México jugándosela en la cancha, enredándose con sus propios pies estaremos viendo el resultado de una identidad truncada, incapacitada que da mucho poder a la hegemonía de las televisoras, que sí realza los sentimientos patrióticos empujados al fondo durante las ceremonias de honores a la bandera los lunes. Hipocresía es lo que se respira en el Estadio Azteca, tal vez el único momento en que puedan entonar el himno nacional con orgullo, tragándose ese teatro fácilmente, permitiendo esa suciedad siempre y cuando les permitan gritar: ¡Puto!

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