domingo, 17 de noviembre de 2013

La que no está

*Ejercicio de escritura en el Taller de escritura creativa en la Unidad Académica de Letras, de la Universidad Autónoma de Zacatecas


Entre tantos golpes que se daba contra el buró, apareció en su mente la idea más perturbadora: moverlo de lugar. Aquella acción tan sencilla llenó su cabeza de terribles pensamientos, por qué el imaginar su dedo gordo sin los golpes matutinos que causaba aquel viejo buró significaba imaginar tropezones fuera de lugar, y desequilibrios que la empujarían por la ventana; claro que la ventana no era del espacio suficiente para que todo su cuerpo cayera al vacío; peor aún, si no caía seguramente su pierna quedaría atorada entre el marco y la rompería en tres partes, desprendiéndose y rompiendo la piel dejando ver lo blanco del hueso. O acaso su espalda se golpearía y permanecería postrada por siempre en una silla de ruedas, con un tuvo para soplar como único medio de movilidad.
            Y mover el buró, significa mover la cama ¡No! Mover la cama, es mover la lámpara, mover la mesa, luego ¿dónde se ponen los vasos, las pastillas, los libros? Además de que todo quedaría desproporcionado. El espejo, el ropero ¿y la luz? Hay que cambiar la iluminación.
            No es sencillo fijarse en todos esos detalles, pero para eso están y para eso está ella “Y si yo no me fijo ¿quién lo hará? Luego no ven lo que hay y no encuentran nada, lo desordenan todo. Hacen que pasen cosas”. Constantemente lo repetía en sus pensamientos; es más fácil seguirse golpeando, al fin y al cabo ya se habían acostumbrado al dolor.
            Cada vez que su mente se atestaba de aquellas reflexiones, se repasaba constantemente el antebrazo, rascándose muy a penas con unas uñas tan cortas que quedaban en carne  viva, (por qué ¿cómo dejarlas largas? Luego se atoran, se rompen, se infectan, rasguñan, se entierran y demás) rascando y rascando hasta hacerse enrojecer la piel, ya antes se ha sacado sangre, un poco largas hasta la rompen, ya ha pasado.
            En una de esas veces se agarraba la muñeca, la apretaba convencida de que la tenía fuera de lugar, la golpeaba contra la pared con la intención de acomodarla, la golpeaba hasta dejarla amoratada. Pocas veces podían evitar que se hiciera daño, llegaban incluso a amarrarle las manos, que se fueron quedando sin huesos, las mordisqueaba tratando de romper el cartílago y encontrárselos.
            Cabe mencionar que los detalles no eran lo único que le obsesionaban, también las situaciones, las posibilidades y los acontecimientos, principalmente aquellos que tienen finales violentos que casi siempre incluyen heridas mortales. La muerte misma es una presencia constante; después de todo, de eso se trata la vida, de morir. La obsesión con la muerte comenzó desde muy temprano. Darte cuenta de la extinción de todo lo que conoces, a los siete años puede traer repercusiones. Durante ese tiempo dejaba de dormir, no sólo por el temor a no despertar, sino que al cerrar los ojos las perturbadoras imágenes acosaban sus sueños; las pesadillas eran tan comunes, que tuvo que hacerse a la idea de no dormir más. Durante mucho tiempo la vigilia funcionaba sin que nadie se diera cuenta; alcanzó a leer todos los libros de la biblioteca, y adquirió alguna de esas habilidades que parecen ser inútiles, pero bastante interesante para iniciar conversaciones, alguna de ellas fue aprenderse el abecedario desde atrás hacia adelante, al igual que aprender a decir casi cualquier palabra al revés.
            Los buenos días del no dormir no fueron muchos, el cansancio y las pesadillas hacían que la realidad cambiara para ella. De repente las paredes cambiaban de lugar, se la pasaba chocando contra las puertas que no eran las mismas, las paredes se retorcían, se alargaban y disminuían. Siempre miraba el mismo punto con temor a que cambiaran las cosas si se distraía, con los ojos rojos y cansados, con la respiración entrecortada y rascándose el antebrazo que estaba ya rojo, con las heridas abiertas y la sangre seca.
            Pastillas para dormir y no soñar era la solución, pero primero había que calmarla, por qué de dejarla alucinar no sólo se hará daño a sí misma, sino a todo lo que pueda. Se acurrucaba entre las piernas de su madre, que se sentaba en su cama a acariciarle el cabello y cantarle suavemente las baladas de su abuela; pero su madre no duró, se negaba a creer que una de sus hijas tuviera alguna condición de locura, como mencionaba el padre de su esposo, llegaron a decir que estaba poseída, que fue maldecida al nacer, cosa inaceptable, si las demás nacieron perfectamente bien, sin ideas raras en la cabeza, extrañas obsesiones y la costumbre de hacerse daño. El miedo a aceptar la enfermedad de su hija la obligo a irse y no volver.
            Las pastillas sólo surtieron efecto acompañadas con sedantes para mantener la calma, junto con mucha agua, transparente y sin sabor, no puede tenerlo, la idea por si misma se escuchaba repugnante, de todos modos tantos medicamentos le quitaban el gusto para casi todo, la hicieron enflacar de forma alarmante, ahora había que conseguir pastillas para tener apetito, vitaminas para no debilitarse; pastillas para permanecer despierta, para no agotarse y claro, para la ansiedad.
            “Yo así nací” le decía constantemente al psiquiatra, aquel que le hablaba de la química de su cerebro que la hacía desquiciarse por los detalles y que creaba las violentas imágenes a su alrededor. Tal vez haya nacido así, nadie lo hubiera notado hasta aquella vez que estaba convencida en las habilidades que tenía para volar, no decía nada simplemente se lanzaba desde la cama, la mesa, hasta la reja del patio cuya caída le rompió el brazo. Su padre y el médico le hablaban sobre las heridas, la sangre, las enfermedades y la muerte, fue entonces cuando las pesadillas comenzaron.

            Claro que ahora ya no soñaba, la noche se limita a cuatro horas y a veces menos, cuando al levantarse por un vaso de agua fría su dedo gordo se golpeaba brutalmente contra el buró. Y es que todavía hay que moverlo todo.

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