Es
algo tarde para hablar de futbol, pero el verano aún no ha terminado. Debo
decir que soy aficionada al deporte, me entretiene verlo; no lo practico, pero tampoco
creo que sea un cáncer creado para sacar las peores actitudes del ser humano,
ni un medio de distracción para las masas (aunque a veces tenga esa función).
Me gusta verlo, me emociona ver a mi equipo jugar, y lo sufro, tanto que
prefiero alejarme en situaciones extremas hasta que mi presencia sea
absolutamente necesaria –porque me lo demande mi afición–. Este entusiasmo por
el deporte es propio de mi familia, no nos fue inculcado con horarios y
programaciones, fue algo que nació de la observación, algo que mamamos del seno
familiar; un ritual que permitía que cualquier rencor, enojo o preocupación
desapareciera, que como familia nos salvó de oscuros momentos, que aún hoy nos
da razones para reunirnos, desayunar juntos o comentar durante la sobremesa,
tanto así que una de las pocas fotos familiares que existen nos muestra a todos
usando el jersey de los Pumas.
Mi
padre fue el primer entusiasta. Él alimento su pasión con la experiencia de las
pequeñas pandillas jóvenes en la vecindad; lo llevó hasta el estadio, le
permitió ver al mismísimo rey Pelé en el mundial de México 70; lo arrastro
hasta las pasionales hinchas, dónde
llevó a sus hermanos y después a sus hijos. Egresado de la Universidad Nacional
Autónoma de México, apoyó en todas sus disciplinas a su alma mater. Los Pumas eran su orgullo, sus desplantes de furia y de
sus preocupaciones, fue justamente eso lo que nos heredó.
Ver
a Chile jugar la semana pasada fue uno de esos momentos en que puedes
genuinamente emocionarte por el deporte, y sufrir cada oportunidad de gol
desperdiciada. Puedes ver la pasión en la cara de los jugadores, ese poderoso
empuje que termina golpeándose de cara ante la imposibilidad, ante el orden tan
natural de una selección como la alemana. Es el juego en su estado frío y
calculador, pero al mismo tiempo en su versión más efervescente, más furiosa.
Un partido digno para cualquiera de los dos, una final en la que las lágrimas
no faltaron y el pasto se llevo más de un golpe. Después el tema del análisis es el México ostentador
del cuarto lugar, que se vio casi ahogado en más de una ocasión y que dejó que
una poderosa Alemania le pasara por encima ¿para qué vino hasta acá? ¿por qué
no puede tomar un lugar junto a los grandes o aspirar a eventos heroicos? ¿Mejorará algún día? Yo no soy optimista.
El futbol
mexicano no es motivo de orgullo. Está podrido en su núcleo y nunca se
recuperará. Se alimenta de la corrupción como cualquier otro representante
nacional, como el gobierno mismo que personifica. Es una mentira del mismo
sistema de futbol mundial, que le hace creer que es una selección importante,
poderosa, histórica y necesaria, puede que todo esto sea cierto, pero como
enorme aportador de dinero, riqueza que nunca sabemos de dónde viene y termina
en los bolsillos de unos pocos, a cambio de la pasión y la “esperanza” de un
país. El futbol mexicano carece de identidad porque nace de un país que aún no
ha superado su complejo adolescente, que le cuesta comprender su historia, que
trata caricaturescamente sus símbolos nacionales, que se hunde en su propia
putrefacción. Cada equipo que adoramos incondicionalmente tiene tras de sí la
sombra de dos televisoras, que alimentan su poder con la afición de la
población, la más humilde y honesta, así como la sombra de una federación
impulsada por compadrazgos: conveniencias que terminan por truncar el talento y
los sueños de los jóvenes que son desplazados para que unos cuantos
sudamericanos cobren un poco más, para inflar aún más los bolsillos de quién
sabe quién y consumir ese futbol mexicano que se jacta de ganar una copa de
oro, que se frustra por no poderle ganar a Argentina o a Alemania, que no ha
podido nunca ganar un partido de eliminación directa en un mundial. Ese es el
legado del futbol mexicano, un legado de mediocridad que trae consigo millones
de dólares.
La
próxima vez que veamos a México jugándosela en la cancha, enredándose con sus
propios pies estaremos viendo el resultado de una identidad truncada,
incapacitada que da mucho poder a la hegemonía de las televisoras, que sí
realza los sentimientos patrióticos empujados al fondo durante las ceremonias
de honores a la bandera los lunes. Hipocresía es lo que se respira en el
Estadio Azteca, tal vez el único momento en que puedan entonar el himno
nacional con orgullo, tragándose ese teatro fácilmente, permitiendo esa
suciedad siempre y cuando les permitan gritar: ¡Puto!