Amparo Dávila
*Para entender y criticar mejor el siguiente ensayo, hay que leer primero este cuento de la escritora zacatecana Amparo Dávila
"SE PARECE a Marcela", piensa Sergio deteniéndose,
y se da vuelta para observar mejor a la mujer que sólo ha visto de reojo al
pasar por la Librería Francesa. "¡Pero si es Marcela misma!", y no
sale del asombro al comprobar que esa desaliñada y ensombrecida mujer que mira
con desgano el escaparate es su amiga Marcela. Tiene urgencia de llegar a la
oficina antes de las seis de la tarde pero se queda unos minutos platicando con
ella. No puede impedir preguntarle antes de despedirse:
—Te noto desmejorada, ¿has estado enferma?
—No precisamente —dice Marcela con desaliento—, tal vez se
debe a que duermo mal.
—Por qué no tomamos un café, cuando tú quieras, y platicamos
un buen rato. Hoy me encantaría, pero tengo que revisar algunas cosas antes de
que salga mi secretaria.
Se va caminando de prisa pero lleva en la mente el rostro
marchito de Marcela, el notable descuido de su persona. Siente una gran
incomodidad consigo mismo, algo así como remordimientos por haberla tenido tan
olvidada, por verla tan poco en los últimos meses. "Me he ido llenando de
trabajo y compromisos en una forma bastante absurda: ya ni siquiera puedo ver a
las gentes que quiero." Todavía el año anterior se reunía a menudo con
Marcela y Luis, casi todos los sábados por la noche en que oían música o se
enfrascaban en discusiones sobre cualquier cosa, mientras vaciaban una o dos
botellas...
"¿Qué le pasará a Marcela?", se pregunta de nuevo
Sergio mientras se rasura. Piensa que tal vez ese cambio se debe al tiempo, que
ya no tienen veinte años y sí están cerca de los cuarenta. Se quita la
jabonadura y se contempla en el espejo con detenimiento. "No es eso, debe
tener alguna cosa, algo le debe ocurrir", y le duele pensar que ha de ser
algo serio, tanto que ha ocasionado un cambio tan desastroso, y él sin saber
nada. Bajo la ducha vuelve a la época de la Preparatoria, cuando Marcela y él
andaban siempre juntos: iban a las mismas fiestas, les encantaba caminar sin
rumbo por la ciudad o mataban las horas sentados en el café, "estaba muy
espigada y tal vez un poco pálida pero eso le daba un aire interesante, apenas
se pintaba y recogía sus largos cabellos castaños hacia atrás como cola de
caballo, era una linda muchachita", se dice Sergio. Habían estado todo ese
tiempo tan cerca uno del otro que nunca se le ocurrió preguntarse qué clase de
afecto los unía. Marcela era como una parte de él mismo. Alguna vez se había
puesto romántico pero no habían pasado de unos cuántos besos inocentes. Tal vez
Marcela estuvo esperando a que él se decidiera, tal vez se cansó de esperar y
un día se hizo novia de Luis, quién sabe... "A lo mejor ayer estaba
desvelada o un poco triste sin ganas de arreglarse y no pasa nada; ella está
igual que siempre y yo soy el que está haciendo una montaña, ¡qué bueno sería
que sólo fuera mi imaginación!" Y comienza a leer el periódico mientras
desayuna hasta que deja de pensar en su amiga.
Llega a su departamento, cansado después de un día de
trabajo, y como aún es buena hora llama a Marcela para concertar una cita. Una,
dos, tres llamadas, quiere oír su voz alegre como siempre: "¡Ah, eres tú,
Sergio, qué gusto!" Una llamada más y contesta la propia Marcela, pero no
con la voz que él conoce y espera, que tiene necesidad de escuchar. Claro que
sí le ha dado gusto que sea él quien la llama, lo siente, lo sabe bien, pero es
indudable que algo anda mal en ella. Quedan en verse al día siguiente.
Desalentado, camina por la estancia. Le molesta que Velia esté fuera de la
ciudad. Por lo menos hablaría con ella de su preocupación por Marcela, pero la
pobre es tan poco atinada. Ya podría haber regresado, quince días son más que
suficientes para tostarse y lucirse en la playa... Decide leer un rato y busca
el libro de Miller. Se tumba en un sillón; le duele ligeramente la pierna
izquierda, se la frota con la mano; es un fastidio que aún le duela con el frío
después de tanto tiempo, Miguel no le cree cuando se lo dice y nunca le receta
nada, "estos médicos son una lata..." Se acuerda de cuando se rompió
la pierna. Marcela fue realmente la única persona que lo acompañó con
constancia aquellas largas tardes en el hospital; los otros se cansaron pronto;
la tal Irene se fue a visitar a su madre a San Francisco. Marcela llegaba
siempre muy fatigada: "Luis vendrá por la noche. Te compramos este libro.
Luis dice que es muy bueno y te gustará..." Se sentaba con dificultad
(esperaba entonces su segundo hijo) y le contaba todas las novedades, los
chismes de los amigos, le acomodaba las almohadas o le leía, sin cansarse,
hasta que la tarde se iba y llegaba la enfermera con la charola de la merienda.
Luis iba siempre a buscarla, conversaban un rato más, y después se marchaban
cogidos de la mano con aquel aire de novios tímidos que le hacía tanta gracia. El
día que se casaron él estaba tan nervioso como el propio novio; tal vez un poco
más, ya que Luis era más calmado para todo. Le parecía que Luis nunca
terminaría de vestirse, que llegarían tarde; después perdieron los anillos y ya
cerca de la iglesia él se pasó un "alto" y por poco se los llevan a
la comisaría. Habían llegado cuando ya todo mundo estaba inquieto...
Después de las siete y media de la noche, entra Sergio en el
café del Ángel y encuentra a Marcela
sentada a una mesa del fondo.
—¿Hace tiempo que me esperas? —pregunta Sergio al darse
cuenta de que el café que bebe Marcela está completamente frío—. No tengo
remedio, siempre llego tarde —toma la mano de Marcela y la retiene entre las
suyas.
—No te aflijas —dice ella—, no me acordaba si habíamos quedado
de vernos a las seis y media, o a las siete y media, entonces...
—Que eso me pase a mí es casi natural —dice Sergio
bromeando—, pero a ti, con esa increíble memoria que siempre has tenido y que
yo tanto te envidio...
Marcela dice que su memoria ya no es la misma, que se olvida
de todas las cosas o las confunde. Sergio la mira fijamente tratando de
averiguar lo que le ocurre; como no tiene éxito le pregunta:
—¿Qué te pasa Marcela, qué te ha sucedido?
Ella saca un cigarrillo y permanece callada. Sergio llama al
mesero y pide dos cafés.
—No sé, todo ha sido tan confuso, tan inesperado, como un
sueño desastroso, una pesadilla; a veces creo que voy a despertar y que todas
las cosas están intactas.
Juega con su argolla de matrimonio, le da vueltas nerviosamente
en el dedo, se la quita, se la pone, se la vuelve a quitar. Sergio intuye que
debe ser algo de Luis, algo que le duele y le cuesta trabajo decir. Él también
está incómodo, hay mucha gente en el café, mucho ruido, no están bien ahí.
—Voy a pagar la cuenta —le dice—, nos iremos a mi casa.
Marcela no responde pero acepta con la mirada. En el camino
los dos hablan de cosas que no les interesan mayormente: si leíste tal libro,
si viste tal película, que las noches empiezan a ser frías, que oscurece
temprano, que los días no alcanzan para nada... Sergio conecta el radio del
auto; la voz grave, cálida de Armstrong los envuelve. Marcela mira pasar los árboles de la avenida Tacubaya,
"I’ll walk along, because to tell you the truth I’ll be lonely, I don't
mind being lonely when my hearth tells me you are lonely too", dice
Armstrong.
—¿Te acuerdas —pregunta Sergio— cuando oíamos este disco
hasta rayarlo?
Marcela asiente pero él sabe que no puede llevarla hacia
atrás, que ella está estancada en otro momento del cual no quiere o no puede
salir. Él vuelve a aquellos domingos en la tarde: Marcela, Luis y él en su
pequeño cuarto de estudiante, bebiendo ron y escuchando a Armstrong. Marcela
sentada en el piso con las piernas encogidas y cruzadas llevando el compás con
un leve balanceo, Luis tumbado a su lado mirando el techo y él dirigiendo una
orquesta invisible, poseído, arrastrado por Louis...
—Hace frío —dice Sergio y comienza a arreglar los leños para
encender la chimenea.
Marcela se ha acomodado en una butaca hecha un ovillo.
"Por lo menos ya no está tan tensa,
pero ¿por qué no habla, por qué no cuenta lo que le pasa?" Él se
dedica a preparar el café y a los pocos minutos el olor llena la estancia.
Sirve las tazas y comienza a sentirse cercado por el silencio de Marcela. Es la
primera vez, desde que la conoce, que no sabe de qué hablar con ella. Le
pregunta si está bien de azúcar; ella dice que sí. Le ofrece un cigarrillo y él
enciende otro. Marcela menea su café, Sergio se pone a hacer anillos con el
humo.
—Luis me engaña y todo se ha roto entre nosotros.
Sergio la mira sin saber qué decir.
—Ha sido un golpe tremendo, como quedarse de pronto
caminando sobre una cuerda floja, sin tiempo ni espacio donde situarse.
—¿Estás segura, Marcela?
—Claro que estoy segura, yo misma lo comprobé. Al principio
me desconcertaba su actitud de despego hacia mí, cada vez más marcado, sus
ausencias. Me inventé muchas excusas, di muchas vueltas, no quería darme
cuenta.
—Debe ser algo pasajero, algún capricho —dice Sergio y va a
buscar una botella.
Marcela mueve la cabeza negativamente y le alarga su copa.
Él le sirve mientras piensa que las mujeres agrandan siempre las cosas; siente
frío y atiza la lumbre.
—Hace apenas unos meses que lo descubrí, después supe que
todo viene de tiempo atrás, varios años.
Los leños arden en grandes llamas anaranjadas cuyo
resplandor le dañan aspecto más desolado al rostro marchito de Marcela. Sergio
se acomoda hasta el fondo de la butaca y enciende un cigarrillo.
—¿Quién es?
—Una costurera.
Él se dice que aunque las cosas estén agrandadas por Marcela
existen y la han destruido, existen como esas llamas que bailan en la chimenea.
No hay más que verla, que oírla, está tan sola y entristecida como una casa
abandonada y en ruinas. Bebe un buen trago, la mira tan derrumbada, "¡mi
pobre Marcela, la muchachita de cola de caballo!", tan de él, tan su
hermana, como un brazo o algo de él mismo así le duele. Trata lo mejor que
puede, de levantarle el ánimo, de comunicarle esperanza... sólo la muerte es
irremediable, todo tiene solución, las cosas pueden cambiar, será un mal
momento, una experiencia dolorosa, pero siente dentro de él que sus palabras
son huecas, que no sirven, que son sólo palabras, deseos que no hacen milagros.
Había concertado una cena de negocios pero a última hora le
avisan que se pospondrá para otra fecha. Tiene la noche libre pero no siente
ganas de hacer nada ni de ver a nadie. La situación de Marcela lo ha
perseguido. Por más vueltas que le ha dado al problema no encuentra qué puede
hacer para ayudarla. Varias veces se propuso hablar con Luis, pero desechó la
idea. Todo le parece inútil, ineficaz. "Sólo ellos mismos pueden arreglar
sus cosas." Sabe que nadie cambia su vida o deja de hacer algo por consejo
de un amigo. Decide irse para su casa y ahí comer algo. Cuando llega encuentra
a Marcela sentada en el piso cerca de la chimenea.
— ¡Tú aquí, nunca pensé...! —dice Sergio sorprendido y
contento de encontrarla.
—Me dijeron que volverías tarde, pero tuve una corazonada y
me esperé.
— ¡Qué bueno que hayas venido! — dice Sergio inclinándose a
besarla—, me tienes muy preocupado.
—Es el segundo coñac —dice ella señalando el vasito que está
a su lado—. He sentido mucho frío.
—Sí, hace algo —dice Sergio y va a servirse una copa.
Regresa y se sienta a su lado— ¿Has hablado con Luis, te ha dado alguna
explicación?
—Varias veces hemos hablado —dice Marcela con voz
desalentada— pero es inútil, lo niega todo; dice que es invención mía y cada
vez se abre entre nosotros una zanja más honda. Vivimos agazapados, desconocidos,
ahogados por el silencio.
—Tal vez con el tiempo... —empieza a decir Sergio, pero
Marcela no lo deja terminar.
—Hay algo más que no te conté el otro día, por eso vine
hoy... también me persigue.
— ¿Quién? —pregunta Sergio frunciendo la frente.
—Ella. Me persigue noche tras noche, sin descanso, durante
largas horas, a veces toda la noche, sé que es ella, recuerdo los ojos,
reconozco sus ojos saltones, inexpresivos, sé que quiere acabar conmigo y
destruirme por completo, ya no duermo, hace tiempo que no me atrevo a dormir de
noche, estaría a su merced, paso las horas en vela oyendo todos los ruidos del
jardín, entre ellos reconozco el suyo, sé cuando llega, cuando se acerca hasta
mi ventana, cuando espía todos mis movimientos; el menor descuido me perdería,
cierro las ventanas, reviso las puertas, las vuelvo a revisar, no dejo que
nadie las abra, por cualquiera puede entrar y llegar hasta mí, son noches
interminables oyéndola tan cerca, una tortura que me va consumiendo poco a poco
hasta que se agote mi última resistencia y me destruya...
—Toma, bebe un poco —dice Sergio alcanzandolé la copa. Él
siente que se ha quedado bloqueado, que no ha entendido bien y quisiera
preguntar y aclarar pero ella no lo deja.
—Empecé a dormir mal cuando lo descubrí todo y me pasaba las
noches dando vueltas en la cama, oyendo los ruidos de la noche, ruidos lejanos,
vagos, comencé a distinguir uno que sobresalía de entre los demás y que cada
vez era más fuerte y más preciso, cada vez se acercaba más hasta llegar a mi
ventana y ahí permanecía horas y horas, después se iba, se desvanecía a lo
lejos y a la noche siguiente regresaba; así todas las noches, igual, sin
descanso, una vez la descubrí, eran sus ojos, yo los conocía, muchas veces
seguí a Luis con la esperanza de que fueran sólo sospechas infundadas de parte
mía, pero él entraba siempre en el mismo edificio, Palenque 270, y pasaban
horas antes de que volviera a salir; supe que ahí vivía ella pero nunca la
había visto... Un día llegaron juntos en el auto de Luis, la alcancé a ver
bien, los ojos saltones, inexpresivos, los mismos ojos que descubrí bajo mi
ventana entre las hierbas...
Marcela se pasa la mano por la frente tratando de borrar una
imagen; después enciende un cigarrillo. El reloj da las once de la noche,
Sergio se sobresalta. Se da cuenta de que es el reloj, su reloj, el que está
ahí sobre la chimenea desde hace tiempo, el que da las horas igual, de la misma
manera, pero que ahora le parece distinto. Bebe un poco de coñac que también le
sabe a otra cosa, con otro gusto, como si todo y el mismo hubiera cambiado.
"Estoy embrutecido." Todo ha sido tan inusitado, tan confuso, que no
sabe qué pensar ni cómo entender. Mil pensamientos invaden su mente como
fragmentos desarticulados, como las piezas en desorden de un motor, y él no
encuentra la primera pieza, el punto de donde partir para después seguir
acomodando las otras. Su mente es una maraña difícil de desenredar.
—¿Tú qué harías, Sergio? — pregunta de pronto Marcela—,
dímelo.
Sergio la ve como una niña acorralada a punto de
precipitarse que pide ayuda.
—Estás muy nerviosa, muy agobiada, y cuando uno se encuentra
así todas las cosas se transforman y se agrandan...
—No, Sergio, no son mis nervios, es su presencia ahí bajo mi
ventana todas las noches, ese croar y croar y croar toda la larga noche...
—¿De qué estamos hablando, Marcela? — pregunta Sergio
angustiado—, o más bien, ¿de quién estamos hablando?
—De ella, Sergio, del sapo que me acecha noche tras noche,
esperando sólo la oportunidad de entrar—y hacerme pedazos, quitarme de la vida de
Luis para siempre.
—Marcela querida, ¿no te das cuenta de que todo eso es sólo una
fantasía? Una fantasía a la que te ha llevado tanto tiempo sin dormir, tu ensimismamiento,
el dolor mismo...
—No, Sergio, no.
—Sí, querida, el sapo no existe, es decir, los sapos sí
existen pero no ese que tú crees, ella. Será un sapo cualquiera que ha tomado
la costumbre de ir hasta tu ventana todas las noches...
—No me entiendes, Sergio, todo es tan difícil de explicar,
por eso no te lo había contado. No sabía, no sé cómo decirlo...
—Yo te entiendo, Marcela.
—No me entiendes, no quieres entenderme. Piensas que son mis
nervios o tal vez que estoy loca...
—No digas eso, yo sólo pienso que estás muy nerviosa y muy
destrozada.
Marcela, que ha permanecido todo el tiempo en la misma
postura con las piernas encogidas, apoya la cabeza sobre las rodillas y
comienza a sollozar. "Tiene la misma actitud, el mismo dolor que aquella
noche, cuando supo de la muerte de su abuela", piensa Sergio y le comienza
a acariciar el cabello sin decir nada. No encuentra la palabra que la alivie;
se siente tan torpe y mutilado como si de pronto se hubiera agotado
interiormente y sólo quedara dentro de él un embotamiento, una pesadez
agobiadora (oye el timbre de la puerta), lo único que sabe es que está
sufriendo con Marcela, tanto como ella y por ella (vuelve a oír el timbre); él,
que siempre se ha defendido del sufrimiento y huye por sistema de todo lo que
pueda causarle dolor, aquí está ahora completamente destrozado, hecho una mierda
(otra vez el timbre). "¿Quién podrá ser?", se pregunta con disgusto.
—Alguien toca —dice Marcela levantando la cabeza.
—Sí —contesta Sergio.
—No quiero ver a nadie, saldré por la cocina.
—Espera, no es necesario que abra.
Vuelve a sonar el timbre y una voz de mujer llama a Sergio.
—i Tenía que ser Velia! — dice Sergio fastidiado—, sólo ella
es capaz de armar tanto escándalo.
Deciden que lo mejor es abrirle antes de que despierte a
todo el edificio con sus gritos. Sergio abre la puerta y Velia se precipita
adentro. Besa a Sergio y después a Marcela que no se ha movido. Como
espectadores mudos, la ven que empieza a quitarse el abrigo y los guantes
mientras explica que no pudo avisar de su llegada. Al pasar para su casa había
visto luz en el departamento y decidió darle una sorpresa y, como no le abría,
comenzó a ponerse nerviosa temiendo que algo le hubiera ocurrido. "Qué
podía haberme ocurrido, no teníamos ganas de ver a nadie", piensa Sergio
con disgusto y está a punto de decírselo, pero sus ojos se encuentran con los
ojos verdes de Velia y el mal humor y la tirantez ceden: le dice simplemente
que no pensaban que fuera ella. Velia nota que Marcela ha llorado y trata de
saber lo que le ocurre, pero Marcela ya no tiene alientos para hablar.
—Me puse triste —es lo único que dice. Se despide casi
inmediatamente y Sergio la acompaña hasta su automóvil.
—Te llamaré pronto —y la besa en la mejilla.
Regresa al departamento sin darse ninguna prisa. Le molesta
la presencia de Velia, es cierto que la extrañaba y quería que regresara, pero
no en ese momento en que tiene necesidad de estar solo con su maraña de
pensamientos.
—Qué bueno es volverte a ver —dice Velia abrazándolo. Sergio
la besa levemente y se sientan muy juntos.
—Fueron muchos días —dice Sergio, por decir algo, y su mano
acaricia con desgano el brazo tostado de Velia, mientras piensa: "podías
haber regresado la semana pasada pero tuviste que llegar en el momento en que
yo no tengo ganas de nada, ni siquiera de ti y soy un embrollo."
—¿Qué le pasa a Marcela?
—Ella te lo dijo, estaba triste y lloró.
Él prepara unas copas y oye a Velia diciendo que encuentra a
Marcela muy desmejorada y como ensombrecida. Tal parece que hubiera perdido,
por completo, el interés en su persona y en todo lo que la rodea.
—Sí, es notable el cambio que ha sufrido —dice Sergio
regresando con las copas.
—Y tú también tienes algo, algo que no me dices...
Sergio no contesta, bebe un poco. ¿Cómo decirle lo que él
mismo no entiende, lo que le da vueltas por dentro y no logra atrapar ni parar.
Velia insiste en saber lo que pasa y pregunta y vuelve a preguntar.
—Estoy preocupado por Marcela —comienza a decir Sergio y
termina contándole todo el problema, es decir, lo que él ha logrado rescatar:
que Luis la engaña y eso ha sido un golpe mortal para la pobre Marcela, que se
ha hundido por completo; ha dejado de dormir y su sistema nervioso está
sumamente alterado; sufre persecuciones de la amante de Luis, las cuales él
está seguro de que sólo existen en su mente. Esto es todo lo que Sergio cuenta:
una historia de triangulo bastante igual a millones de historias del mismo
género, pero él sabe que hay algo más, algo que ni él mismo se cuenta y quiere
quedarse solo y repasar el diálogo con Marcela, reconstruir todo lo que ella le
ha contado. Pero Velia no se va y el resto de la noche tiene que transcurrir
como si nada hubiera pasado. Beben otras copas, Velia comenta sus vacaciones:
el tiempo era increíble, el agua deliciosamente tibia, todo mundo estaba en
Acapulco, qué pena que Sergio no hubiera ido, se habría divertido mucho; aunque
no le creyera, lo había extrañado una barbaridad... Preparan algo para comer,
comen y hacen el amor. Después cuando Velia duerme a su lado, Sergio escucha
los ruidos de la noche y vuelve a pensar en Marcela con angustia, "ahora
ha de estar viviendo otra de sus noches desquiciantes".
Sergio y Velia se han encontrado en un bar de Reforma a
donde van con frecuencia. Él mira con desgano la gente que entra y que sale.
Las muchachas como patrón, con el peinado abultado "a la italiana",
los ojos sumamente pintados y los labios pálidos; ellos con su corbata de moño
y su saquito entallado.
— ¿Y Marcela, has sabido algo?
Sergio dice que ha estado muy ocupado y no ha podido
buscarla, ni siquiera llamarla por teléfono.
—Yo pienso que con un poco de tiempo se recuperará y se
olvidará de todo —dice Velia— hasta de Luis, ¿no te parece?
—Marcela tiene un mundo muy especial, lleno de fantasías,
por eso me preocupa tanto.
—Pero ya no es una niña, Sergio. Las fantasías son propias
de la niñez, es absurdo a su edad apartarse de la realidad.
Sergio la deja hablar, reconoce que es lo mismo que él se ha
estado diciendo durante días y días. Él es el primero en admitir lo
descabellado de la historia que se ha creado Marcela, pero también sabe que esa
fantasía la está destruyendo por completo y es eso lo que lo desespera; de
alguna manera él tiene que hacerla entender, despertarla de ese sueño absurdo y
volverla a la realidad... Se da cuenta de que Velia ya no dice nada y lo mira
atentamente.
—Me quedé pensando en Marcela —dice apenado y le acaricia la
mejilla.
Ella sonríe indulgente.
Muy temprano, en la mañana, suena el teléfono. Sergio salta
de la cama atarantado. Marcela se disculpa por haberlo despertado pero necesita
verlo, es muy urgente. Él también así lo siente por el tono de la voz,
entrecortada y jadeante.
—Ven en cuanto puedas, ahora mismo.
Se mete a la regadera para acabar de despertar. Pensaba
dormir hasta tarde como todos los domingos, pero no le pesa, hablará con
Marcela de una vez por todas y todo el tiempo que sea necesario. Mientras la
espera prepara café y unas tostadas, y le telefonea a Velia para que no pase a
buscarlo. Él irá por ella cuando termine de hablar con Marcela.
Cuando Marcela llega se sientan a tomar el café cerca de la
ventana. "Tiene un aspecto deplorable", se dice Sergio.
—Anoche —comienza a contar Marcela— todo estuvo a punto de
terminar, es decir, pudo haber sido mi última noche, alguien, yo creo que Lupe,
dejó abierta la puerta de la estancia que comunica al jardín, por ahí entró, yo
había escuchado durante varias horas su croar y croar junto a mi ventana, después
se fue alejando el ruido hasta que se perdió, pensé que se había ido y no dejó
de sorprenderme... Un poco tranquila comencé a dormitar, de pronto empecé a oír
algo que caía pesadamente, de tiempo en tiempo, que se iba acercando cada vez
más, cada vez más, me levanté y corrí hasta la puerta de mi cuarto, ahí estaba
en el hall a unos cuantos pasos de mi
puerta, un salto bastaba para que entrara, ahí estaba con sus enormes ojos que
parecían estar ya fuera de las órbitas a punto de lanzarse sobre mí, lo sé por
las patas replegadas en actitud de salto, porque se iba inflando enfurecida
ante mi vista y por su deseo de destruirme... de un golpe cerré la puerta y di
vuelta a la llave, en el mismo momento la oí estrellarse contra la puerta y croar,
croar, quejarse de dolor y rabia, fue un instante el que me salvó, un solo
instante, di otra vuelta a la llave y me quedé pegada a la puerta escuchando,
gemía dolorosamente, después oí cómo se iba yendo con su sordo golpear, sus
cortos saltos pesados... yo sudaba copiosamente, después me desvanecí, cuando
volví en mí ya era de día. Me metí en la cama tratando de calentarme, tenía
mucho frío y mucho miedo, no lo logré, seguía temblando de pies a cabeza,
entonces te llamé...
De una manera automática Marcela se lleva a los labios la
taza de café que no ha probado aún.
—Debe de estar helado —dice Sergio—, no lo tomes, voy a
calentarlo —y se va a la cocina pensando: "¿cómo empezar a decirle, qué
decirle?"
Regresa con el café caliente, le sirve a Marcela, se sirve
él también. El sol entra y baña la estancia, son las nueve y media de la mañana
de un domingo del mes de octubre, todo es real, cotidiano, tan real como la
mujer que menea el café sentada frente a él, como él mismo que saborea su
descanso semanal. Lo que no encajan a esa hora, son las palabras, el mundo que
ella expresa.
—Te vas dejando llevar muy de prisa por tu imaginación y tus
nervios excitados; detente, querida, es un camino muy peligroso, y a veces es
sólo un paso, un paso que se da fácilmente, después...
—Cómo es posible que me digas estas cosas – dice Marcela con
gran desencanto—, que no comprendas; no es imaginación, ni sueño, ni son mis
nervios como tú les llamas, es una realidad aterradora, desquiciante, es estar
tan cerca dé la muerte que uno empieza a sentir su frío sobre los huesos.
—A veces uno sin querer —dice Sergio—, sin darse cuenta,
mezcla la realidad y la fantasía y las funde, se deja atrapar en su maraña y sé
abandona a lo absurdo, es como irse de viaje hacia una ciudad que nunca ha
existido.
—Es difícil de explicar, de creer, pero existe y tú no
quieres darte cuenta; yo reconocí los ojos desde la primera noche que lo
sorprendí entre las plantas bajo mi ventana, la vi bien el día que iba con
Luis, los mismos ojos saltones, fríos, inexpresivos, la cara demasiado grande
para su corta estatura, pegada sobre los hombros, sin cuello...
Sergio se levanta y camina por la estancia, después se
recarga de espaldas a la ventana y le dice:
—Tienes que darte cuenta de lo ilógico de está situación, no
es posible que sea realidad esa loca fantasía que ha creado tu imaginación, estás
cansada, debilitada por el sufrimiento.
—Y la desesperación de saber que cada noche puede ser la
última, te he dicho que fue sólo un instante el que me salvó, un instante,
cerrar la puerta antes de que saltara sobre mí.
Sergio se da cuenta de que ella ya no puede salir de esa
obsesión que la aprisiona distorsionándolo todo y que será inútil lo que él le
diga.
.—¿Y ahora qué hacer?, ¿si esta noche o mañana, o la otra
puede ser la última?, ¿qué puedo hacer, Sergio?, perseguida, acechada sin
descanso, noche a noche, minuto a minuto, sin tener el alivio del sueño,
siempre atenta, escuchando, siguiendo sus movimientos como el reo que espera en
su calabozo la hora final, ¿por qué ese empeño, esa saña en terminar conmigo?,
ya me destrozó al arrebatarme a Luis, ¿qué más quiere?, la noche entera
croando, croando, croando horriblemente, sin parar, afuera y dentro de los
oídos tengo su croar, su croar estúpido y siniestro...
Sergio la ve llevarse las manos a la cabeza tratando de
taparse los oídos. Siente un gran dolor, una como desollada ternura que se le
anuda en la garganta; sabe que está a punto de llorar y se da vuelta, de cara a
la ventana, para que ella no lo vea. Ve afuera la asoleada mañana de octubre,
ve pasar los automóviles por la avenida de árboles dorados, algunas personas
con canastas de comida para irse al campo, ve un vendedor de flores, un lechero,
el cartero que pasa en bicicleta; pasan algunas muchachas casi niñas, recuerda
a la niña de cola de caballo, quisiera, quisiera irse al campo, ayer, con
aquella niña, su amiga, su hermana, la parte de él que está destrozada
tapándose los oídos, quisiera...
—Me voy, Sergio —dice Marcela tocándole el hombro con la
mano—, quiero comer con los niños.
Sergio se vuelve sorprendido y la mira irse, sin poder
decirle nada. Se asoma de nuevo a la ventana: ve partir el automóvil de Marcela
y después perderse por la avenida. Marca el número de Velia y le pide que pase
a buscarlo; al colgar la bocina se arrepiente de haberla llamado, hubiera sido
mejor estar solo, pero tampoco eso quiere, en realidad no quiere nada, tal vez
con una copa se sienta mejor, tal vez, pero él ya no puede tener paz, sufre por
Marcela como con una enfermedad que de pronto hubiera adquirido, un mal
insufrible que no se puede hacer a un lado porque está ahí fijo, doliendo
constantemente.
Velia lo encuentra cabizbajo. Pasean un rato por el bosque
lleno de niños y de globos. Él apenas habla, se deja llevar. Después en el bar
le cuenta a Velia sus temores, la inutilidad de su esfuerzo y el dolor que le
produce no poder hacer nada por Marcela. Cuando terminan de comer Velia le
pregunta qué quiere hacer, adonde quiere ir.
—Adonde tú quieras, me da lo mismo.
Pasean por la ciudad desierta como todas las tardes de
domingo, bajo un cielo pesado, agobiante, incendiado por un crepúsculo
prematuro. Pasean un buen rato en silencio, sin rumbo, hasta que el aire fresco
de la tarde les azota el rostro como un látigo de hielo; Velia detiene el auto
y sube el capacete. Siguen vagando hacia ninguna parte. "Sería bueno ver a
la costurera" se le ocurre de pronto a Sergio, pero
¿para qué?, ¿qué decirle?... tal vez hablarle del estado en que se encuentra
Marcela, explicarle lo grave de la situación, quizá
insinuarle que se vaya un tiempo de la ciudad, a lo mejor con eso Marcela se
tranquilice, el saberla lejos la mejore... le parece una idea descabellada,
sería una comisión que él nunca hubiera aceptado... ¡pobre muchacha!, su único
delito era haberse enamorado de un hombre ajeno. Después de todo, ese tipo de
relaciones siempre le han despertado lástima, ¿por qué no decirlo?, también
simpatía; siempre viviendo a la sombra sin poder dar la cara, abrazándose a
oscuras, a hurtadillas, abortando al segundo mes llenas de dolor y miedo,
botadas con los años como un costal de huesos inservibles. Realmente les tiene
mucha lástima. Piensa que debe ser una buena muchacha, piensa que se conmoverá
al saber cómo se encuentra Marcela, Palenque 270...
Le pide a Velia que lo lleve a la calle de Palenque donde
vive la amante de Luis. Velia lo mira muy sorprendida:
—Pero tú ¿qué vas a hacer ahí?
—No lo sé muy bien, pero siento que hablar con ella es mi
único recurso y lo voy a intentar.
Velia lo deja en la esquina del edificio y se queda
esperándolo.
Sergio sube hasta el tercer piso y toca el timbre del
departamento 15. Nadie responde. Teme que por ser domingo haya salido. Vuelve a
tocar. Una muchacha sin edad abre la puerta, Sergio sabe que es ella y le dice
que quiere hablarle. La muchacha se le queda viendo entre sorprendida y
temerosa. Del departamento salen unos extraños y confusos ruidos.
—¿Me permite pasar?
Ella no responde y hace el intento de cerrar la puerta. Sergio
la detiene, introduciéndose al departamento. Localiza los extraños sonidos que
escuchó al abrirse la puerta saliendo de un radio: "debe ser música concreta o algo por el estilo,
tal vez el programa dominical de Radio Mil", piensa Sergio mientras da una
rápida mirada al departamento: una larga mesa de cortar, una máquina eléctrica
de coser, un maniquí negro, un espejo, otros muebles... La muchacha lo observa
atentamente sin ofrecerle una silla pero él toma asiento. Entonces ella hace lo
mismo colocándose frente a él y desde ahí lo mira; él también la mira con
extrañeza mientras saca un cigarrillo y lo enciende. "Bastante rara la tipa”,
piensa Sergio.
—He venido para hablarle de Marcela.
—¿De quién? —pregunta ella con una vocesita meliflua y
gelatinosa que se le atraganta a Sergio.
—De mi amiga Marcela, la esposa de Luis —dice Sergio
irritado por la necia pregunta.
En el rostro de ella se medio dibuja una sonrisa entre
burlona y despectiva, dice algo que Sergio no alcanza a escuchar bien, algo que
él interpreta como un "no sé de qué me habla". Él siente que no se la
puede oír porque habla como para adentro de ella misma y porque los
desagradables sonidos, como gritos inarticulados, han aumentado en intensidad.
Sergio mira hacia el radio pero ella no hace nada por bajar el volumen, como si
no le molestara el ruido o no se diera cuenta de él. Sergio empieza a hablarle
de Marcela, a describir lo mejor que puede el dolor de su amiga, su desplome
interior, sus nervios destrozados; le dice, le explica, vuelve a explicar,
habla solo, ella no contesta, "no hay comunicación, no le interesa nada,
no le conmueve nada", calla, pero él sabe que no es el silencio de les
seres enigmáticos sino el de aquellos que no tienen nada que decir, y la música,
es decir, esos como ruidos destemplados cada vez más fuertes, intolerablemente
fuertes y violentos como una agresión, envolviéndolos, ahogándolos... él vuelve
a hablar, a explicar; sugiere que se vaya un tiempo, sería lo más conveniente
para todos. Ella sólo lo mira y lo mira fijamente; de vez en cuando él ve la
misma sonrisa, su utilizada sonrisa de máscara que le adelgaza aún más los
labios alargándolos. Sergio habla cada vez más alto para hacerse oír, ella lo
mira como burlándose de su empeño; él tampoco puede dejar de mirarla, la cara
es demasiado grande para su corta estatura, no tiene casi cuello, como si
tuviera la cabeza pegada a los hombros... Ahora ya no sugiere, pide
abiertamente; le exige que se vaya un tiempo lejos mientras Marcela se recupera,
ella lo mira con sus ojos saltones, fríos, inexpresivos; Sergio casi grita para
no dejarse opacar por esos ruidos que parecen salir de adentro de ella: un
triste y monótono croar y croar y croar a través de toda la larga noche,
"tiene razón Marcela, los ojos están fuera de las órbitas, los labios son
una línea de lado a lado de la enorme cabeza, se está inflando de silencio, de
las palabras que no ha dicho y se ha tragado, se ha inflado y me mira con odio
frío, mortal, mientras me envuelve con su estúpido y siniestro croar y croar y
croar, con ese olor a cieno que despide, ese olor a fango putrefacto que me va
siendo insoportable aguantar, sus miembros se repliegan, yo sé que se prepara a
saltar sobre mí, inflada, croando, moviéndose pesadamente, torpemente..."
La mano de Sergio se apodera de unas tijeras y clava, hunde, despedaza... El
croar desesperado empieza a ser cada vez más débil como si se fuera sumergiendo
en un agua oscura y densa, mientras la sangre mancha el piso del cuarto.
Sergio arroja las tijeras y se limpia las manos con el
pañuelo, se contempla todo descompuesto ante el espejo y trata de arreglarse un
poco. Se enjuga el sudor y se peina.
Cuando sale a la calle ya ha oscurecido; dobla la esquina y
ve el automóvil de Velia y a Velia que lo espera adentro. Antes de reunirse con
ella se detiene en un estanquillo; compra cigarrillos y marca un número en el
teléfono.
—Sí, soy yo. Ya puedes dormir tranquila, querida mía, esta
noche y todas las demás noches, el sapo no volverá jamás a molestarte.