Culpo a quién creo
al hombre. Yo lo digo: Con el tiempo, mis palabras se tornaron en ladrillos,
porque aprisionaron mi garganta en un grito ahogado de dolor y vergüenza.
Cuando te alcancé en el borde de mi conciencia, ya estaba rota, golpeada por
pedradas de alcohol y drogas, mis rodillas laceradas ardían, mis pulmones exhalaban humo de los hombres que escribieron notas de violencia en la
primavera. Yo escribo en la envoltura de un chicle, escribo con un corte en mi
dedo, abierta de sangre extraña y olvidada (estoy en busca de tierra para
macerarla) sólo tengo unos cuantos litros y me gusta gastarlos cada mes para
acordarme que no quiero ser madre. No tengo ni notas de voz para mandarte, ni
noches de aullidos como los de aquellos que conocimos en calles oscuras y
vacías cuando los perros nos seguían ¿te acuerdas? Nos gustaba el mismo camino
de regreso a casa y vagábamos en busca de hombres que nos amarraran a una cama.
Yo le tenía miedo a la compañía, me arrimaba a las esquinas para esconderme de
la sombra de los hombres sobrios que hablaban de penas y miserias, mientras
escupían al piso los sueños e ilusiones de una generación perdida en programas
de televisión y canciones de un gran dinosaurio morado y verde. Escribían para
nosotros una biblia de muchedumbres y artículos plateados que escondíamos bajo
la almohada que nos regalaron en diciembre. Eternos llamados a las armas del
hastío, que exigía la vida de nuestro mejores juguetes. Desvestíamos muñecas
para saber cómo funcionaba el amor, lo entendimos hasta que los libros de texto
nos lo explicaron. Así se siente la vida, dijimos cuando respiramos la tierra
roja del patio de atrás, cuando nos poníamos de rodillas para darnos besos en
una acabada camioneta, nos arrastrábamos y bebíamos las luces de la noche con
refresco de toronja. Me moría por contarle al mundo, que yo también estuve ahí,
donde caminaron los astronautas, aquel día que repartían pastillas entre las
sábanas. Me caí siete veces y doble mis tobillos en tierras extranjeras porque
a los perros los llama el suelo y cuando yo camino no soy nada. Pienso pero no
porque sepa cómo hacerlo así como muevo los dedos entre teclas y no lo
entiendo. No sé vivir del miedo como aquellos que gritan, no sé ni recordar las
clases de lingüística por la mañana. Se acabaron mis planes, y pienso en el
suicidio por siete días a la semana. Sería mejor si me fuera, sería mejor si
mañana nadie me extrañara, porque los odio a todos: cuando saltan de alegría,
cuando besan sus cuerpos, cuando se cuelgan y el internet de va de mi casa a
las cuatro de la mañana. Así pasa. Odio cuando él dice hola. Odio cuando el
otro despierta y yo no le he dado una mamada. Odio cuando se mueve entre la
cuidad y no hay nadie que le diga que se quede en la cama. Odio cuando me llama
y yo lo oigo. Odio verlo repleto de sueños. Odio saber que vive. Me caigo mal
por odiarlo, me caigo mal por buscarlo. Me he cansado, he escrito y no he dicho
nada, temo decir que soy honesta, porque miento, miento cuando miento y miento
ahora que miento. Así se siente la vida con el vino en vasos blancos que
robábamos de la oficina, cuando nos sentábamos por horas en las escaleras para
hablar de los planes de los mayores y nos burlábamos de las ropas de los más
jóvenes. No tenemos nada más que decir, tenemos más de veinte años. Nada nos
pertenece, somos demasiado sabios para nosotros y demasiado ignorantes para el
mundo. Nos cansamos de escupirle al infinito nuestras opiniones. Pasamos
despiertos más de veinte horas y dormimos por seis días ¿qué sigue? Me regaña
mi reflejo: soy mi mayor error, mi tiempo inventado. He nacido en el siglo
equivocado. He nacido. Y me duele ser nacida, me duele ser vivida, me duele ser
hablada por los otros. Si fuera palabra sería preposición, él sería verbo y
ella el espacio en blanco que le permite ser palabra a una y otra. Éramos
ingratos con nuestro héroes de la infancia, los obligamos a marcharse cuando
supimos qué se escondía bajo el pantalón de los hombres y cómo encajaba con las
faldas que cortábamos cada vez más. Éramos ingratos con los triciclos que
dejamos olvidados en la calle, éramos ingratos con los autos que los
aplastaron, porque dolía crecer pero no lo sentíamos, descargábamos nuestra
pena en portazos y machacábamos nuestros ojos con las pieles desnudas que
veíamos a escondidas. Nos rascábamos con las uñas pintadas de negro y la
desesperación que se acumula en las muñecas cuando con furia nos masturbábamos
entre nosotros, todos juntos nos enseñábamos nuestro sexo porque no éramos
valientes para buscarlo, lo ofrecíamos. Ahora quisiéramos vendernos todos,
porque es mejor tener poco que no tener nada. Así se siente la vida cuando me
corto el cabello, cuando me muerdo la uñas, cuando me como los pellejos que se me separan los dedos, cuando me chupo la sangre, cuando me toco y no me comes y no
me la como. Así se siente la vida cuando es más de la una y no me callo, tengo
la necesidad y me pregunto ¿quién vino a crearme? ¿quién vino a decirme tú eres
tú y no ella? Así como sé que soy niña y nadie me dijo ¿y si quiero gritar que
soy lo que no me dijeron? Te juro que duele, cada palabra duele. Quiero ser
aire, no existir, no ser sentida, no ser vivida, no ser nacida.
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