*Trabajo académico
presentado para la clase Literatura europea moderna, del sexto semestre de la
Licenciatura en Letras, en la Universidad Autónoma de Zacatecas.
¿No evoca el
vértigo abisal de las grandes profundidades, la llamada de una infinitud
abierta dispuesta a devorarnos y a la cual nos sometemos como a una fatalidad?
¡Qué agradable sería poder morir arrojándose al vacío absoluto!
-E. M. Cioran,
En las cimas de la desesperación
Toda empresa tiene su elixir, esa puesta a prueba de la
vida entre los peligros y la desesperación para conseguir algo que no puede
venir de otra fuente. La idea de una luz cálida para la humanidad tenía un
costo más allá de sólo encender la lámpara, ya fuese del petróleo que luego
dominaría el mercado, había un elemento aún más preciado que era arrancado de
la vida misma de la naturaleza. Las monumentales bestias que surcaban las
heladas aguas del océano llevaban consigo el preciado aceite que proveía de luz
cualquier morada. Arrancado de la vida de una ballena, todo se aprovechaba, tomaban
su semilla, para ver lo que resta entre el agua salada y la sangre del animal;
la vida del barco entre viseras y restos de cetáceos.
Pero más allá de los fines industriales que
significaban estos animales, estaban las vidas de aquellos que cargaban un
arpón, listos para penetrar la gruesa piel de los mamíferos; esas vidas de
cientos de hombre que pasaban sus día en el mar, alejados de las reglas
sociales, sumergidos en la enormidad sin más compañía que ellos mismos, sin más
entretenimiento que lo que el barco era capaz de ofrecer, y atados siempre al
capricho inclemente de la naturaleza. Es entonces cuanto tu vida es reducida a
la practicidad de la industria, es consumida por la necesidad de otros miles.
Moby
Dick, la obra que nos atañe,
cuenta distintos viajes; una visión desde la proa del Pequod; e Ismael, el narrador y único sobreviviente de la
monumental travesía, es la visión, la experiencia de un sólo hombre frente a la
venganza, la desesperación, la naturaleza y la ballena o “el mal absoluto”.
Está la aventura de este hombre que es consumido por el mar, que busca el
sentido de su vida entre la extensión total en medio del viaje del Capitán que
sintió las mandíbulas de la monstruosa Moby Dick. Se trata de un descendimiento
del personaje, el momento cuando el temperamento es puesta a prueba por algo
mucho más grande, que devorará lo que puede. Es bajar al infierno, y en la
mayoría de las historias épicas es fundamental para finalizar cualquier viaje,
cualquier entendimiento del yo.
El hombre, Ismael vive sin ataduras en
tierra firme, lo poco que conocemos de su vida, en las primeras líneas deja
claro lo que significa la sustancia de la tierra: “Hace unos años —no importa
cuánto hace exactamente—, teniendo poco o ningún dinero en el bolsillo, y nada
en particular que me interesara en tierra, pensé que me iría a navegar un poco
por ahí”[1]; el dinero
no tiene más valor que pagar la supervivencia de un día más, no hay familia ni
más sueños que pueda buscar, es entonces que el mar lo llama, cómo lo hace
normalmente, como cualquiera que siente que no puede más con la población se
aleja a la soledad absoluta, tiene esa decepción de la tierra firme, la
sobrepoblación, la industria, la despersonalización de la ciudad de Nueva York,
y dice:
…cada vez que la
hipocondría me domina de tal modo que hace falta un recio principio moral para
impedirme salir a la calle con toda deliberación a derribar metódicamente el
sombrero a los transeúntes, entonces, entiendo que es más que hora de hacerme a
la mar tan pronto como pueda[2]
La soledad que prometen las aguas, el nuevo
compañerismo y hermandad que nace de los hombres que arriesgan su vida día con
día, hace pensar que en tierra todo es falso, todo crea preocupaciones. Pero en
ese mundo oceánico, se abren las fauces que devoran al hombre que no es
estable; ya en el interior de sí mismo puede que encuentre algo que lo obligue
a verse diferente, que lo obligue a caminar por distintos pasos
Porque la felicidad de las moradas
profundas no ha de ser abandonada con ligereza, en favor de la dispersión del
yo que priva en el individuo cuando está despierto. […] ¿Quién que haya
abandonado el mundo —leemos— desearía regresar de nuevo? [..] Sin embargo, en
tanto que vive, la vida lo llama.[3]
Éste es el vientre de la ballena que Joseph Campbell
define como adentrarse y ser asimilado por una fuerza más grande y titánica; es
una referencia constante a convertirse en el alimento, ser la energía que
consumir; como ya se dijo se trata del mismo mar que reclama al alma inquieta,
pero las posibilidades son caprichosas e inestables. “Ya estamos atrevidamente lanzados sobre la profundidad,
pero pronto
nos perderemos en sus inmensidades sin orillas ni puertos”.[4]
La mayoría de los viajes, sí existen por la
búsqueda de un elixir, el conocimiento
colectivo de una comunidad; muchas veces los peligros que se encuentran van más
allá de la madurez y el bien común, se trata de algo que poner en segundo plano
sus intereses para sacrificarse por aquello de mayor importancia. Cuando
hablamos de descender al infierno, es descender a tus propios miedos e
inseguridades, es una interiorización, una experiencia puramente personal.
La caverna más profunda, ese espacio en el
que se acepta su propio lado oscuro; encontrar y definir la personalidad dentro
de la inmensidad que te come. El hombre que debe enfrentarse a sí mismo, para
alcanzar su sentido como personaje, su razón de existir, por que alejado de
todo “...deja su hogar y familia, vive mucho tiempo solo, mira demasiado
profundamente en el espejo oscuro, entonces el tremendo suceso del encuentro
puede caer sobre él.”[5], ahora
dentro de la misma otredad, el sujeto experimenta un cambio de las percepciones
del su mundo. Una transformación de los valores de la vida cotidiana, lo que
era de importancia desaparece en el cosmos desconocido en el cual ahora se
encuentra, a partir de experiencias, umbrales y desafíos:
El individuo, por medio de
prolongadas disciplinas psicológicas, renuncia completamente a todo su apego a
sus limitaciones personales, idiosincrasias, esperanzas y temores, ya no
resiste a la aniquilación de sí mismo que es el prerrequisito al renacimiento
en la realización de la verdad y así madura, al final, para la gran
reconciliación.[6]
Se busca alejar de sus limitaciones y desesperaciones,
para obtener el conocimiento, encontrándose en el proceso. Este viaje interior
no es por la redención de una sociedad, sino la supremacía del ser humano
frente a la naturaleza, no para adaptarse a ella, más bien se trata de la
unificación.
Carl Jung propone al árbol contrastado al
bosque; la totalidad frene a lo individual, dice: “el bosque, como sitio oscuro
y opaco, es, como la profundidad del agua y el mar, lugar propicio para lo
desconocido y lo misterioso”[7] esto
significa que en este caso el mar engulle al individuo perdiéndose en este,
debe identificar claramente su propia personalidad para no sumirse en la
inmensidad del océano; los arboles como los peces y ahora un hombre, es un ser
individual que debe persistir a pesar de la profundidad y lo desconocido; el
sujeto se enfrenta a sí mismo para extraer un conocimiento que libere del
tormento al pensamiento.
El ser humano que presupone ese sentido de
individualidad, constantemente debe enfrentarse a su propia insignificancia. La
existencia cargada de penas y dudas plantea ante cualquier ser un vacío. Nada
que lo ate al mundo, nada que pone a prueba la sustancia individual, ya que es
un instrumento para un propósito mucho más grande, un solo hombre en una
embarcación mecánica y precisa, en la que cada uno tiene una función específica
y nada más; convierte a los sujetos en una parte más del mar, en peces, esperando
a ser consumidos por lo desconocido, los despersonaliza; se trata de lo mortal
en contraste frente a lo inmortal, lo insignificante frente a lo inmenso.
Algo tan simple como una luz de noche representa el riesgo de cientos de individuos
que sin nada más que sobrevivir, se enfrentan a los más bello y aterrador del
mar, esa imagen infinita en la que lo desconocido está alrededor, y afuera está
la bestia, que es el más grande de los peligros y dentro, el preciado elixir:
“Y no era tanto su insólito tamaño, ni su sorprendente color, ni tampoco su
deformada mandíbula inferior lo que revestía a la ballena de terror natural,
cuanto esa inteligente malignidad […] que había evidenciado una vez y otra en
sus ataques.”[8], la
omnipresencia del animal, ésta nunca se pierde en la inmensidad, más bien juega
con ella y la usa para su beneficio; no hay personaje más definido, ni más
grande misterio para el hombre. Moby Dick es la presa, la última finalidad,
pero también es la ballena esperando devorarte.
Es natural que el cazador se desdoble en su
presa, que busque acabar con su propio lado oscuro, con sus perturbaciones,
pero el capitán Ahab se pierde dentro de ellas; busca su venganza, pero su
motivación es su único medio de vida; aniquilar no es la condición para enfrentársele,
pues termina matándose a sí mismo. Aquello que le impulsaba a seguir es la
agonía de sobrevivir al impacto del ese (su) mundo.
Ahab fue devorado, “Y entonces fue cuando,
pasándole de repente por debajo su mandíbula inferior, en forma de hoz, Moby
Dick había segado la pierna de Ahab, como corta un segador una brizna de hierba
en el campo.”[9] Pero su
personalidad fue consumida por su lado oscuro, fue asimilado por el odio y la
desesperación, “— ¡Ah, Ahab! —Gritó Starbuck—, no es demasiado tarde, incluso ahora,
el tercer día, para desistir. ¡Mira! Moby Dick
no
te busca. ¡Eres tú, eres tú el que locamente la buscas!”[10]
y se demuestra en sus últimos momentos.
Él trata de encontrar la verdad absoluta, que es se presenta evasiva y poderosa
allá dónde el horizonte no parece terminar; por eso al alcanzarla debe ser
destruido con ella y consumido totalmente.
Sin embargo hay vida después del caos, “Así,
flotando al margen de la escena sucesiva […], cuando me alcanzó la succión
semiextinguida del barco, fui atraído entonces, pero despacio, hacia el abismo
que se cerraba.”[11] Vomitado del agua, desde la desesperación de un hombre
aparece un único sobreviviente, un huérfano de esa resurrección prometida a la
esencia capaz de ver al abismo directamente y no perderse; es cuando:
Después de disolver totalmente todas
sus ambiciones personales, ya no trata de vivir, sino que se entrega
voluntariamente a lo que haya de pasarle; o sea que se convierte en anónimo. La
Ley vive en él con su consentimiento sin reservas.[12]
El individuo dentro se su propia insignificancia
encontrará su personalidad, pues ha vivido, ha obtenido el conocimiento
prometido, que finalmente nos lega a nosotros. Aquel a quien llamamos Ismael.
Herman Melville colocó su conocimiento
enciclopédico del mar que lo acogió por años, le dio un modo de vida e
historias que contar; él mismo penetro en las bestias en busca del elixir,
finalmente moriría en la ciudad, olvidado pero dejándonos este monstruo. Moby Dick no es una obra fácil de tratar,
es un demonio repleto de detalles, en la que impera el simbolismo y adentrarse
por sí mismo representa un enfrentamiento ante las obsesiones, las
inseguridades, la inmensidad y el miedo a perderse entre dolor que cargan
consigo las palabras y todo lo que aquel neoyorquino fue capaz de vislumbrar.
MELVILE,
Herman, Moby Dick o La Ballena, Universidad
Autónoma de México, México, 1984, p. 19