Neil Gaiman
(¿recuerdas?)
La Sra. Whitaker encontró el Santo Grial;
estaba debajo de un abrigo de piel.
Cada
jueves por la tarde la Sra. Whitaker caminaba hasta la oficina de correos para
recoger la pensión, aunque sus piernas ya no eran como antes, y de regreso a
casa solía entrar en la Tienda de Oxfam y comprarse alguna cosita.
La
Tienda de Oxfam vendía ropa vieja, chucherías, restos de serie, cosas variadas
y grandes cantidades de libros viejos, todo donaciones: restos de segunda mano,
a menudo liquidaciones de las casas de los muertos. Las ganancias eran todas
para un fin benéfico.
Los
empleados de la tienda eran voluntarios. La voluntaria de turno esa tarde era
Marie, de diecisiete años, un poco gorda y con un jersey ancho malva que parecía
comprado en aquella tienda.
Marie
estaba sentada junto a la caja, con un ejemplar de la revista Mujer moderna, y estaba rellenando el
cuestionario "Revela tu personalidad secreta". De vez en cuando, le
daba la vuelta a la última página de la revista y comprobaba los puntos
correspondientes a las respuestas A), B) o C), antes de decidir cómo contestaría
a la pregunta.
La
Sra. Whitaker se entretuvo mirando por la tienda.
Se
fijó en que aún no habían vendido la cobra disecada. Ya llevaba seis meses allí,
acumulando polvo, con esos ojos de cristal que miraban torvamente a los
percheros y al armario lleno de porcelana desportillada y juguetes
mordisqueados.
La
Sra. Whitaker le dio unas palmaditas en la cabeza al pasar junto a ella.
Cogió
un par de novelas de Mills & Boon de un estante ―Un alma rugiente y Corazón turbulento, a un chelín cada una―, y consideró detenidamente
la botella vacía de Mateus Rosé con pantalla decorativa, antes de decidir que
en realidad no tenía dónde ponerla.
Apartó
un abrigo de piel bastante raído, que olía terriblemente a naftalina. Debajo
había un bastón y un ejemplar manchado de agua de Romance y leyendas de caballeros, de A. R. Hope Moncrieff, al
precio de cinco peniques. Junto al libro, de lado, estaba el Santo Grial. Tenía
una etiquetita redonda en el pie, en la que estaba escrito el precio con
rotulador: 30 p.
La
Sra. Whitaker cogió la copa de plata polvorienta y la valoró a través de sus
gruesas gafas.
―Esto
es bonito ―le dijo a Marie.
Marie
se encogió de hombros.
―Quedaría
bien en la repisa de la chimenea.
Marie
volvió a encogerse de hombros.
La
Sra. Whitaker le dio cincuenta peniques a Marie, que le dio diez peniques de
cambio y una bolsa de papel marrón para que metiera los libros y el Santo
Grial. Luego fue al lado, al carnicero, y se compró un buen trozo de hígado.
Entonces se fue a casa.
El
interior de la copa tenía una capa gruesa de polvo rojo oscuro. La Sra.
Whitaker la lavó con mucho cuidado y luego la dejó en remojo durante una hora
en agua tibia con un chorrito de vinagre.
Después
la limpió con limpiametales hasta dejarla reluciente y la puso en la repisa de
la chimenea del salón, entre un basset de porcelana pequeño y enternecedor y
una foto de su difunto marido, Henry, en la playa de Frinton en 1953.
Había
estado en lo cierto: quedaba bien.
Aquella
noche, para cenar, se comió el hígado rebozado con cebollas fritas. Estaba muy
bueno.
A
la mañana siguiente era viernes; la Sra. Whitaker y la Sra. Greenberg solían
visitarse un viernes cada una. Aquel día le tocaba a la Sra. Greenberg visitar
a la Sra. Whitaker. Se sentaron en el salón y comieron tejas y bebieron té. La
Sra. Whitaker se ponía un terrón de azúcar en el té, pero la Sra. Greenberg se
ponía edulcorante, que siempre llevaba en el bolso en un recipiente pequeño de
plástico.
―Qué
bonito ―dijo la Sra. Greenberg, señalando el Grial―. ¿Qué es?
―Es
el Santo Grial ―dijo la Sra. Whitaker―. Es la copa de la que bebió Jesús en la última
cena. Más tarde, en la crucifixión, esta copa recogió Su preciada sangre cuando
la lanza del centurión Le atravesó el costado.
La
Sra. Greenberg resopló. Era menuda y judía y no aprobaba las cosas poco higiénicas.
―Yo
no sé nada de eso ―dijo―, pero es muy bonito. A nuestro Myron le dieron uno
exactamente igual cuando ganó el torneo de natación, pero lleva su nombre
escrito en el lado.
―¿Sigue
con aquella chica tan simpática? ¿La peluquera?
―¿Bernice?
Uy, sí. Están pensando en prometerse ―dijo la Sra. Greenberg.
―Qué
bien ―dijo la Sra. Whitaker. Cogió otra teja.
La
Sra. Greenberg se hacía sus propias tejas y las traía un viernes sí y otro no:
galletitas dulces, ligeras, y marrones, con almendras encima.
Hablaron
de Myron y Bernice y de Ronald, el sobrino de la Sra. Whitaker (ella no tenía
hijos), y de su amiga la Sra. Perkins que estaba en el hospital por la cadera,
la pobre.
Al
mediodía la Sra. Greenberg se fue a casa y la Sra. Whitaker se preparó tostadas
con queso para comer y, después de la comida, se tomó las pastillas; la blanca
y la roja y las dos pequeñitas de color naranja.
Sonó
el timbre.
La
Sra. Whitaker abrió la puerta. Era un hombre joven con el pelo hasta los
hombros, tan rubio que era casi blanco, y llevaba una armadura de plata
reluciente con un sobreveste blanco.
―Hola
―dijo él.
―Hola
―dijo la Sra. Whitaker.
―Estoy
buscando algo ―dijo él.
―Qué
bien ―dijo la Sra. Whitaker, sin comprometerse.
―¿Puedo
entrar? ―preguntó él.
La
Sra. Whitaker negó con la cabeza.
―Lo
siento, creo que no ―dijo.
―Estoy
buscando el Santo Grial ―dijo el joven―. ¿Está aquí?
―¿Tiene
algún documento que acredite su identidad? ―preguntó la Sra. Whitaker. Sabía
que era una imprudencia permitir que extraños no identificados entrasen en casa
cuando una era mayor y vivía sola. Los bolsos acaban vacíos y pasan cosas aún
peores.
El
joven retrocedió por el sendero del jardín. Su caballo, un corcel gris y
enorme, tan grande como un caballo de tiro, con la cabeza alta y los ojos
inteligentes, estaba atado a la verja del jardín de la Sra. Whitaker. El
caballero hurgó en la alforja y regresó con un pergamino.
Estaba
firmado por Arturo, rey de todos los bretones, y hacía saber a todas las
personas cualquiera que fuese su rango o condición que aquí estaba Galaad,
Caballero de la Tabla Redonda, y que estaba realizando una búsqueda justa,
noble y elevada. Debajo había un dibujo del joven. No era un mal retrato.
La
Sra. Whitaker asintió. Se había esperado una tarjeta con una foto, pero esto
impresionaba mucho más.
―Supongo
que será mejor que entre ―dijo ella.
Fueron
a la cocina. Le preparó una taza de té a Galaad, luego le llevó al salón.
Galaad
vio el grial en la repisa de la chimenea e hincó la rodilla. Puso la taza de té
con cuidado sobre la alfombra rojiza. Un rayo de luz atravesó los visillos y le
tiñó el rostro sobrecogido con la luz dorada del sol y le convirtió el pelo en
un halo plateado.
―Es
realmente el Santo Grial ―dijo, en voz muy baja. Pestañeó los ojos azul pálido
tres veces, muy rápido, como si estuviese conteniendo las lágrimas.
Inclinó
la cabeza como si rezara en silencio.
Galaad
se volvió a poner de pie y se giró hacia la Sra. Whitaker.
―Gentil
señora, guardiana de lo más sagrado entre lo sagrado, permítame que ahora parta
de este lugar con el cáliz bendito, para que mis viajes finalicen y yo haya
llevado a cabo mi gesta.
―¿Disculpe?
―dijo la Sra. Whitaker.
Galaad
se acercó a ella y le cogió las viejas manos.
―Mi
búsqueda ha concluido ―le dijo―. El Santo Grial está por fin a mi alcance.
La
Sra. Whitaker frunció la boca.
―¿Puede
recoger su taza de té y su platito, por favor? ―dijo.
Galaad
recogió su taza de té, disculpándose.
―No.
Creo que no ―dijo la Sra. Whitaker―. Me gusta ahí donde está. Es el sitio
perfecto, entre el perro y la fotografía de mi Henry.
―¿Es
oro lo que necesita? ¿Es eso? Señora, le traeré oro...
―No
―dijo la Sra. Whitaker―. No quiero oro, gracias. Sencillamente, no me interesa.
Acompañó
a Galaad hasta la puerta de la calle.
―Encantada
de haberle conocido ―dijo.
El
caballo estaba inclinando la cabeza por encima de la verja del jardín,
mordisqueando los gladiolos de la Sra. Whitaker. Varios niños del vecindario
estaban en la acera, observándolo.
Galaad
cogió unos terrones de azúcar de la alforja y les enseñó a los niños más
valientes a dar de comer al caballo, con las manos extendidas. Los niños se
rieron. Una de las chicas mayores le acarició la nariz al caballo.
Galaad
montó de un salto con un movimiento fluido. Entonces, el caballo y el caballero
se marcharon trotando por la calle Hawthorne.
La
Sra. Whitaker los siguió con la mirada hasta que los perdió de vista, entonces
suspiró y volvió adentro.
El
fin de semana fue tranquilo.
El
sábado la Sra. Whitaker fue en autobús a Maresfield para visitar a su sobrino
Ronald, su mujer Euphonia y sus hijas, Clarissa y Dillian. Les llevó un pastel
de pasas que había hecho ella misma.
El
domingo por la mañana la Sra. Whitaker fue a misa. La iglesia del barrio era la
de Santiago el Menor, que era un poco más "No pienses en esto como si
fuera una iglesia, sino como en un lugar donde amigos de ideas afines se reúnen
y son felices" de lo que a la Sra. Whitaker le hacía sentirse totalmente cómoda,
pero le gustaba el párroco, el reverendo Bartholomew, cuando no estaba tocando
la guitarra.
Después
del oficio religioso, pensó en mencionarle que tenía el Santo Grial en el salón,
pero al final decidió no decírselo.
El
lunes por la mañana, la Sra. Whitaker estaba trabajando en el jardín de atrás.
Tenía un pequeño herbario del que estaba orgullosísima: eneldo, verbena, menta,
romero, tomillo y casi una selva de perejil. Estaba de rodillas, con unos
guantes gruesos de jardinería de color verde, y estaba arrancando las malas
hierbas, cogiendo babosas y metiéndolas en una bolsa de plástico.
La
Sra. Whitaker era muy bondadosa cuando se trataba de babosas. Las llevaba a la parte
de atrás de su jardín, que limitaba con la vía férrea, y las tiraba por la
verja.
Cortó
un poco de perejil para la ensalada. Alguien tosió detrás de ella. Galaad
estaba allí, alto y hermoso, y su armadura brillaba a la luz del sol de la mañana.
En los brazos llevaba un paquete largo, envuelto en cuero engrasado.
―He
vuelto ―dijo.
―Hola
―dijo la Sra. Whitaker. Se levantó, bastante despacio, y se quitó los guantes
de jardinería―. Bueno ―dijo―, ya que está aquí, puede echarme una mano.
Le
dio la bolsa de plástico llena de babosas y le dijo que las tirase detrás de la
verja.
Él
lo hizo.
Entonces
entraron en la cocina.
―¿Té?
¿O limonada? ―preguntó ella.
―Lo
que usted tome ―dijo Galaad.
La
Sra. Whitaker sacó una jarra de limonada casera de la nevera y mandó a Galaad a
por una ramita de menta. Escogió dos vasos largos. Lavó la menta con cuidado y
puso unas cuantas hojas en cada vaso, entonces echó la limonada.
―¿Su
caballo está fuera? ―preguntó ella.
―Sí.
Se llama Grizzel.
―Y
supongo que vienen de lejos.
―De
muy lejos.
―Ya
veo ―dijo la Sra. Whitaker. Cogió un cuenco de plástico azul de debajo del
fregadero y lo llenó de agua hasta la mitad. Galaad se lo llevó a Grizzel.
Esperó mientras el caballo bebía y le devolvió el cuenco vacío a la Sra.
Whitaker.
―Bien
―dijo ella ―, supongo que aún anda tras el Grial.
―Sí,
aún busco el Santo Grial ―dijo él. Recogió el paquete de cuero del suelo, lo
puso sobre el mantel y lo desenvolvió―. Por él, le ofrezco esto.
Era
una espada, la hoja medía más de un metro. Había palabras y símbolos trazados
elegantemente a lo largo de la hoja. La empuñadura era de plata y oro labrados
y había una gran gema engarzada en el pomo.
―Es
muy bonita ―dijo la Sra. Whitaker, sin convicción.
―Ésta
―dijo Galaad―, es la espada Balmung, forjada por Wayland el Herrero en los
albores del tiempo. Su hermana gemela es Flamberge. Quien la lleva es
inexpugnable en la guerra, invencible en la batalla. Quien la lleva es incapaz
de un acto cobarde o de uno innoble. Engarzada en el pomo está el sardónice
Bircone, que protege a su dueño del veneno vertido disimuladamente en vino o
cerveza y de la traición de los amigos.
La
Sra. Whitaker miró la espada detenidamente. "Debe de estar muy
afilada", dijo, al cabo de un rato.
―Puede
cortar en dos un cabello al vuelo. Más aún, podría cortar un rayo de sol ―dijo
Galaad, con orgullo.
―Bueno,
entonces, quizá debería guardarla ―dijo la Sra. Whitaker.
―¿No
la quiere? ―Galaad parecía decepcionado.
―No,
gracias ―dijo la Sra. Whitaker. Se le ocurrió que a su difunto marido, Henry,
le habría gustado bastante. La habría colgado en la pared de su estudio, junto
a la carpa disecada que había pescado en Escocia, y se la habría mostrado a las
visitas.
Galaad
envolvió otra vez la espada Balmung en el cuero engrasado y la ató con una
cuerda blanca.
Se
quedó allí sentado, desconsolado.
La
Sra. Whitaker le preparó unos bocadillos de crema de queso y pepino para el
viaje de vuelta y los envolvió en papel parafinado. Le dio una manzana para
Grizzel. Galaad parecía muy contento con ambos regalos.
La
Sra. Whitaker les dijo adiós con la mano.
Aquella
tarde fue en autobús hasta el hospital para ver a la Sra. Perkins, que seguía
allí por su cadera, la pobre. Le llevó un poco de plumcake casero, aunque no le
había puesto las nueces de la receta, porque la Sra. Perkins ya no tenía los
dientes como antes.
Miró
la televisión un rato aquella noche y se fue a dormir temprano.
El
martes pasó el cartero. La Sra. Whitaker estaba arriba en el trastero del último
piso, ordenando un poquito, y, como bajaba cada escalón despacio y con cuidado,
no llegó a tiempo. El cartero le había dejado una nota en la que decía que había
venido a entregar un paquete, pero que no había nadie en casa.
La
Sra. Whitaker suspiró.
Metió
la nota en el bolso y fue a la oficina de correos.
El
paquete era de su sobrina Shirelle, de Sidney, Australia. Contenía fotografías
de su marido, Wallace, y de sus dos hijas, Dixie y Violet, y una caracola
embalada en algodón.
La
Sra. Whitaker tenía unas cuantas conchas ornamentales en el dormitorio. Su
favorita tenía una vista de las Bahamas pintada con esmalte. Se la había
regalado su hermana Ethel, que había muerto en 1983.
Puso
la caracola y las fotos en la bolsa de la compra. Entonces, al ver que estaba
en la zona, pasó por la Tienda de Oxfam de camino a casa.
―Hola,
Sra. W. ―dijo Marie.
La
Sra. Whitaker la miró. Marie se había pintado los labios (quizá no era el tono
que mejor le quedaba ni estaba aplicado muy expertamente, pero, pensó, eso era
cuestión de tiempo) y llevaba una falda bastante elegante. Había mejorado
mucho.
―Oh.
Hola, querida ―dijo la Sra. Whitaker.
―La
semana pasada vino un hombre a preguntarme por aquella cosa que usted compró.
Aquella copita de metal. Le dije dónde podía encontrarla. No le importa, ¿verdad?
―No,
querida ―dijo la Sra. Whitaker―. Me encontró.
―Era
maravilloso. En serio, era maravilloso ―suspiró Marie, nostálgica―. Por él tal
vez me habría decidido.
―Y
hasta tenía un caballo grande y blanco ―concluyó Marie. La Sra. Whitaker observó
con aprobación que también estaba más derecha.
En
el estante encontró otra novela de Mills & Boon, Una pasión majestuosa, aunque aún no se había acabado las dos que
había comprado la última vez que vino.
Cogió
el ejemplar de Romance y leyenda de la
caballería y lo abrió. Olía a moho. Escrito cuidadosamente con tinta roja
en la parte de arriba de la primera hoja ponía: EX LIBRIS FISHER.
Lo
dejó donde lo había encontrado.
Cuando
llegó a casa, Galaad la estaba esperando. Estaba paseando a caballo a los niños
del vecindario, de un extremo a otro de la calle.
―Me
alegro de que esté aquí ―dijo ella―. Tengo unas maletas que hay que cambiar de
sitio.
Le
llevó al trastero del último piso. Él le apartó todas las maletas viejas para
que ella pudiese llegar al armario del fondo.
Allí
arriba todo estaba cubierto de polvo.
La
Sra. Whitaker le tuvo allí casi toda la tarde, cambiando cosas de sitio,
mientras ella quitaba el polvo.
Galaad
tenía un corte en la mejilla y un brazo algo rígido.
Hablaron
un poco mientras ella quitaba el polvo y ordenaba. La Sra. Whitaker le habló de
su difunto marido, Henry; y de que el seguro de vida había pagado la casa; y de
que tenía todas esas cosas pero que no tenía a quién dejárselas, en realidad no
tenía a nadie más que a Ronald pero a su mujer sólo le gustaban las cosas
modernas. Le explicó cómo había conocido a Henry durante la guerra, cuando él
estaba en el grupo de precaución contra ataques aéreos y ella no había corrido
del todo las cortinas de oscurecimiento; le habló de los bailes de seis
peniques a los que iban en la ciudad; y de que habían ido a Londres cuando la
guerra ya había acabado y ella se había tomado su primer vaso de vino.
Galaad
le habló a la Sra. Whitaker de su madre, Elaine, que era veleidosa y no era
mejor de lo que debería haber sido y además un poco bruja para rematarla; y de
su abuelo, el rey Pelés, que era bienintencionado, aunque lo menos que se podía
decir de él era que era un poco distraído; y de su juventud en el Castillo de
Bliant en la Isla de la Alegría; y de su padre, a quien conocía como "Le
Chevalier Mal Fet", que estaba más o menos completamente loco y que era en
realidad Lanzarote del Lago, el mejor de los caballeros, disfrazado y
desprovisto de ingenio; y de sus días como joven escudero en Camelot.
A
las cinco, la Sra. Whitaker inspeccionó el trastero y decidió que merecía su
aprobación; entonces abrió la ventana para que se aireara la habitación, y
bajaron a la cocina, donde ella puso agua a hervir para el té.
Galaad
se sentó a la mesa de la cocina.
Abrió
el bolso de piel que llevaba a la cintura y sacó una piedra blanca y redonda.
Tenía el tamaño aproximado de una pelota de criquet.
―Mi
señora ―dijo―, esto es para usted, a cambio del Santo Grial.
La
Sra. Whitaker cogió la piedra, que era más pesada de lo que parecía, y la puso
a contraluz. Era lechosa y translúcida y, en su interior, partículas de plata
emitían destellos a la luz del sol vespertino. Era cálida al tacto.
Entonces,
mientras la sostenía, una sensación extraña se fue apoderando de ella: en lo más
profundo de su ser sintió quietud y una especie de paz. Serenidad, eso era; se sentía serena.
A
su pesar, volvió a poner la piedra en la mesa.
―Es
muy bonita ―dijo.
―Es
la piedra filosofal, que nuestro antepasado Noé colgó en el Arca para dar luz
donde no la había; transforma metales de baja ley en oro y posee ciertas
propiedades más ―le dijo Galaad, orgulloso―. Y eso no es todo. Hay más. Tome ―de
su bolso de piel sacó un huevo y se lo pasó.
Tenía
el tamaño de un huevo de oca y era de un color negro brillante, con motas
escarlatas y blancas. Cuando la Sra. Whitaker lo tocó, notó un picor en los
pelos de la nuca. Su impresión inmediata fue la de un calor y una libertad
increíbles. Oyó el crepitar de fuegos distantes y, por un instante, le pareció
sentirse muy por encima del mundo, bajando en picado y zambulléndose con alas
de fuego.
Puso
el huevo en la mesa, junto a la piedra filosofal.
―Es
el huevo del Fénix ―dijo Galaad―. Viene de la lejana Arabia. Un día el mismo
Ave Fénix saldrá del cascarón; y cuando llegue el momento, el ave construirá un
nido de fuego, pondrá un huevo y morirá, para renacer de las llamas en una era
posterior del mundo.
―Ya
me había parecido que era eso ―dijo la Sra. Whitaker.
―Y,
por último, señora ―dijo Galaad―, le he traído esto.
Lo
sacó de su bolsa y se lo dio. Era una manzana, aparentemente tallada de un solo
rubí, con un pedúnculo de ámbar.
Algo
nerviosa, la Sra. Whitaker la cogió. Era suave al tacto, más de lo que parecía:
la magulló con los dedos y salió un jugo de color rubí que le corrió por la
mano.
La
cocina se llenó, de forma casi imperceptible y mágica, del olor de la fruta de
verano, de frambuesas y melocotones y fresas y grosellas. Como si vinieran de
un lugar muy remoto, oyó voces distantes que cantaban y una música lejana.
―Es
una de las manzanas de las Hespérides ―dijo Galaad, en voz baja―. Un mordisco
curará cualquier enfermedad o herida, por muy profunda que sea; un segundo
mordisco devuelve la juventud y la belleza; y dicen que un tercer mordisco
otorga la vida eterna.
La
Sra. Whitaker se lamió el jugo pegajoso de la mano. Sabía a vino selecto.
Hubo
un momento, entonces, en que volvió a recordar perfectamente cómo era ser
joven: tener un cuerpo firme y esbelto que podía hacer lo que ella quisiera que
hiciese; correr por un camino rural por el simple placer de correr, tan impropio
de una dama; que los hombres le sonrieran sólo porque era ella misma y se
alegraba de serlo.
La
Sra. Whitaker miró a Sir Galaad, el más hermoso de los caballeros, sentado,
bello y noble, en su pequeña cocina.
Se
quedó sin respiración.
La
Sra. Whitaker puso la fruta de rubí en la mesa de la cocina. Observó la piedra
filosofal, el huevo del Fénix y la manzana de la vida.
Luego
fue al salón y miró hacia la repisa de la chimenea: el pequeño basset de
porcelana, el Santo Grial y la fotografía de su difunto marido, Henry, sin
camisa, sonriendo y comiéndose un helado en blanco y negro, hacía casi cuarenta
años.
Volvió
a la cocina. El agua había empezado a hervir. Vertió un poco de agua caliente
en la tetera, la removió un poco y la tiró. Luego, puso dos cucharaditas de té
y una más para la tetera y vertió el resto del agua. Hizo todo esto en
silencio.
Se
giró hacia Galaad y, entonces, le miró.
―Guarde
esa manzana ―le dijo a Galaad, con firmeza―. No debería ofrecerle cosas así a
una anciana. No es correcto.
Entonces
hizo una pausa.
―Pero
me quedaré con las otras dos cosas ―continuó, tras pensarlo un momento―. Quedarán
bien en la repisa de la chimenea. Y hay que reconocer que dos por uno es un
trato justo.
Galaad
esbozó una sonrisa radiante. Puso la manzana en su bolsa de piel. Luego hincó
la rodilla y le besó la mano a la Sra. Whitaker.
―Deje,
deje ―dijo la Sra. Whitaker. Sirvió una taza de té para cada uno, después de
sacar la mejor loza, que era sólo para ocasiones especiales.
Se
quedaron sentados en silencio, bebiéndose el té.
Cuando
se hubieron acabado el té, fueron al salón.
Galaad
se santiguó y cogió el Grial.
La
Sra. Whitaker colocó el huevo y la piedra donde había estado el Grial. El huevo
no dejaba de inclinarse hacia un lado y lo apoyó contra el perrito de
porcelana.
―La
verdad es que quedan muy bien ―dijo la Sra. Whitaker.
―Sí
―asintió Galaad―. Quedan muy bien.
―¿Quiere
algo para comer antes de marcharse? ―preguntó ella.
Él
negó con la cabeza.
―Un
poco de plumcake ―dijo ella―. Quizá ahora no le apetezca, pero dentro de unas
horas se alegrará de habérselo llevado. Y probablemente debería usar el
servicio. A ver, deme eso que se lo envolveré.
Le
indicó el camino al lavabo pequeño del final del pasillo y se fue a la cocina,
con el Grial en la mano. Tenía un poco de papel de regalo de Navidad en la
despensa y lo usó para envolver el Grial, luego ató el paquete con un cordel.
Entonces, cortó una rodaja grande de plumcake y la puso en una bolsa de papel
marrón, junto a un plátano y una loncha de queso fundido envuelta en papel de
plata.
Galaad
volvió del lavabo. Ella le dio la bolsa de papel y el Santo Grial. Entonces se
puso de puntillas y le besó en la mejilla.
―Es
usted un buen chico ―dijo―. Cuídese.
Él
la abrazó y ella le echó de la cocina, le hizo salir por la puerta de atrás y
cerró la puerta tras él. Se sirvió otra taza de té y lloró silenciosamente,
enjugándose con un kleenex, mientras el ruido de los cascos resonaba por la
calle Hawthorne.
El
miércoles, la Sra. Whitaker se quedó en casa todo el día.
El
jueves, fue a la oficina de correos a recoger su pensión. Luego pasó por la
Tienda de Oxfam.
La
cajera era nueva.
―¿Dónde
está Marie? ―preguntó la Sra. Whitaker.
La
cajera, que tenía el cabello gris con reflejos azules y llevaba gafas azules
con monturas que acababan en puntas de estrás, negó con la cabeza y se encogió
de hombros.
―Se
fue con un joven ―dijo.― A caballo. Tsk. ¿No le parece increíble? Yo tendría
que estar en la tienda de Heathfield esta tarde. Tuve que pedirle a mi Johnny
que me trajera aquí, mientras buscamos a otra persona.
―Oh
―dijo la Sra. Whitaker―. Bueno, está bien que se haya encontrado un novio.
―Estará
bien para ella, quizá ―dijo la señora de la caja―, pero los hay que tenían que
estar en Heathfield esta tarde.
En
la estantería que había cerca del fondo de la tienda la Sra. Whitaker encontró
un viejo recipiente de plata sin lustrar con un pitorro largo. Le habían puesto
un precio de sesenta peniques, según la etiquetita que tenía enganchada en un
lado. Se parecía un poco a una tetera achatada y alargada.
Cogió
una novela de Mills & Boon que aún no había leído. Se llamaba Un amor singular. Llevó el libro y el
recipiente de plata a la cajera.
―Sesenta
y cinco peniques, querida ―dijo la mujer, mientras cogía el objeto de plata y
lo observaba―. Qué cosa tan rara, ¿verdad? Llegó esta mañana ―tenía unos
caracteres chinos antiguos grabados en un lado y un asa arqueada y elegante―.
Será una especie de aceitera, supongo.
―No,
no es una aceitera ―dijo la Sra. Whitaker, que sabía exactamente de qué se
trataba―. Es una lámpara.
Había
un anillito de metal, sin adornos, atado al asa de la lámpara con un cordel
marrón.
―Mire
―dijo la Sra. Whitaker―, pensándolo bien, creo que me quedaré sólo con el
libro.
Pagó
los cinco peniques por la novela y volvió a poner la lámpara donde la había
encontrado, al fondo de la tienda. Después de todo, reflexionó la Sra. Whitaker
mientras volvía a casa, tampoco tenía dónde ponerla.
GAIMAN, Neil, Humo y Espejos, Norma Editorial, España, 1999, p. 20,.
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