*Ejercicio de escritura en el Taller de escritura creativa en la Unidad Académica de Letras, de la Universidad Autónoma de Zacatecas
Entre tantos golpes que se daba contra el buró,
apareció en su mente la idea más perturbadora: moverlo de lugar. Aquella acción
tan sencilla llenó su cabeza de terribles pensamientos, por qué el imaginar su dedo
gordo sin los golpes matutinos que causaba aquel viejo buró significaba
imaginar tropezones fuera de lugar, y desequilibrios que la empujarían por la
ventana; claro que la ventana no era del espacio suficiente para que todo su
cuerpo cayera al vacío; peor aún, si no caía seguramente su pierna quedaría
atorada entre el marco y la rompería en tres partes, desprendiéndose y
rompiendo la piel dejando ver lo blanco del hueso. O acaso su espalda se
golpearía y permanecería postrada por siempre en una silla de ruedas, con un
tuvo para soplar como único medio de movilidad.
Y
mover el buró, significa mover la cama ¡No! Mover la cama, es mover la lámpara,
mover la mesa, luego ¿dónde se ponen los vasos, las pastillas, los libros?
Además de que todo quedaría desproporcionado. El espejo, el ropero ¿y la luz?
Hay que cambiar la iluminación.
No
es sencillo fijarse en todos esos detalles, pero para eso están y para eso está
ella “Y si yo no me fijo ¿quién lo hará? Luego no ven lo que hay y no encuentran
nada, lo desordenan todo. Hacen que pasen cosas”. Constantemente lo repetía en
sus pensamientos; es más fácil seguirse golpeando, al fin y al cabo ya se
habían acostumbrado al dolor.
Cada
vez que su mente se atestaba de aquellas reflexiones, se repasaba
constantemente el antebrazo, rascándose muy a penas con unas uñas tan cortas
que quedaban en carne viva, (por qué ¿cómo
dejarlas largas? Luego se atoran, se rompen, se infectan, rasguñan, se
entierran y demás) rascando y rascando hasta hacerse enrojecer la piel, ya
antes se ha sacado sangre, un poco largas hasta la rompen, ya ha pasado.
En
una de esas veces se agarraba la muñeca, la apretaba convencida de que la tenía
fuera de lugar, la golpeaba contra la pared con la intención de acomodarla, la
golpeaba hasta dejarla amoratada. Pocas veces podían evitar que se hiciera
daño, llegaban incluso a amarrarle las manos, que se fueron quedando sin
huesos, las mordisqueaba tratando de romper el cartílago y encontrárselos.
Cabe
mencionar que los detalles no eran lo único que le obsesionaban, también las
situaciones, las posibilidades y los acontecimientos, principalmente aquellos
que tienen finales violentos que casi siempre incluyen heridas mortales. La
muerte misma es una presencia constante; después de todo, de eso se trata la
vida, de morir. La obsesión con la muerte comenzó desde muy temprano. Darte
cuenta de la extinción de todo lo que conoces, a los siete años puede traer
repercusiones. Durante ese tiempo dejaba de dormir, no sólo por el temor a no
despertar, sino que al cerrar los ojos las perturbadoras imágenes acosaban sus
sueños; las pesadillas eran tan comunes, que tuvo que hacerse a la idea de no
dormir más. Durante mucho tiempo la vigilia funcionaba sin que nadie se diera
cuenta; alcanzó a leer todos los libros de la biblioteca, y adquirió alguna de
esas habilidades que parecen ser inútiles, pero bastante interesante para
iniciar conversaciones, alguna de ellas fue aprenderse el abecedario desde
atrás hacia adelante, al igual que aprender a decir casi cualquier palabra al
revés.
Los
buenos días del no dormir no fueron muchos, el cansancio y las pesadillas
hacían que la realidad cambiara para ella. De repente las paredes cambiaban de
lugar, se la pasaba chocando contra las puertas que no eran las mismas, las
paredes se retorcían, se alargaban y disminuían. Siempre miraba el mismo punto
con temor a que cambiaran las cosas si se distraía, con los ojos rojos y
cansados, con la respiración entrecortada y rascándose el antebrazo que estaba
ya rojo, con las heridas abiertas y la sangre seca.
Pastillas
para dormir y no soñar era la solución, pero primero había que calmarla, por
qué de dejarla alucinar no sólo se hará daño a sí misma, sino a todo lo que
pueda. Se acurrucaba entre las piernas de su madre, que se sentaba en su cama a
acariciarle el cabello y cantarle suavemente las baladas de su abuela; pero su
madre no duró, se negaba a creer que una de sus hijas tuviera alguna condición
de locura, como mencionaba el padre de su esposo, llegaron a decir que estaba
poseída, que fue maldecida al nacer, cosa inaceptable, si las demás nacieron
perfectamente bien, sin ideas raras en la cabeza, extrañas obsesiones y la
costumbre de hacerse daño. El miedo a aceptar la enfermedad de su hija la
obligo a irse y no volver.
Las
pastillas sólo surtieron efecto acompañadas con sedantes para mantener la
calma, junto con mucha agua, transparente y sin sabor, no puede tenerlo, la
idea por si misma se escuchaba repugnante, de todos modos tantos medicamentos
le quitaban el gusto para casi todo, la hicieron enflacar de forma alarmante,
ahora había que conseguir pastillas para tener apetito, vitaminas para no
debilitarse; pastillas para permanecer despierta, para no agotarse y claro,
para la ansiedad.
“Yo
así nací” le decía constantemente al psiquiatra, aquel que le hablaba de la
química de su cerebro que la hacía desquiciarse por los detalles y que creaba
las violentas imágenes a su alrededor. Tal vez haya nacido así, nadie lo hubiera
notado hasta aquella vez que estaba convencida en las habilidades que tenía
para volar, no decía nada simplemente se lanzaba desde la cama, la mesa, hasta
la reja del patio cuya caída le rompió el brazo. Su padre y el médico le
hablaban sobre las heridas, la sangre, las enfermedades y la muerte, fue
entonces cuando las pesadillas comenzaron.
Claro
que ahora ya no soñaba, la noche se limita a cuatro horas y a veces menos,
cuando al levantarse por un vaso de agua fría su dedo gordo se golpeaba
brutalmente contra el buró. Y es que todavía hay que moverlo todo.
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